En esta cuarta entrega de la hilarante saga del Mundodisco, Mortimer es un joven soñador y despistado a quien le toca en suerte una inesperada tarea: convertirse en aprendiz de la Muerte y aplicarse en liberar almas de su envoltura carnal. La verdad, Mort no está demasiado capacitado para ello, y en una de sus primeras misiones, liberar el alma de una atractiva princesa que está a punto de ser asesinada, decide en su lugar «liberar» el alma del asesino, interfiriendo así en los designios del Destino y provocando el consiguiente desaguisado. Por su parte, la Muerte, habiendo delegado buena parte de su trabajo en Mort, se dedica a beber, jugar a los dados y embarcarse en entrevasadas reflexiones filosóficas…
* * *
Para Rhianna
Ésta es la habitación iluminada por la luz brillante de las velas donde se almacenan los biómetros, estantes y más estantes llenos de ellos: rechonchos relojes de arena, uno por cada persona viva, en los que la fina arena va descendiendo del futuro al pasado. El siseo acumulado de los granos que van cayendo llena la habitación con un rugido parecido al del mar.
He aquí a la propietaria de la habitación; se pasea majestuosa por ella con cara de preocupación. Es la Muerte.
Pero no es una Muerte cualquiera. Ésta es la Muerte cuya esfera de actividad se encuentra… bueno, en realidad no es una esfera, sino el Mundodisco, que es plano y viaja a lomos de cuatro elefantes gigantescos que, a su vez, van montados sobre el caparazón, rodeado por una cascada que fluye incesantemente hacia el espacio, de Gran A’Tuin, la enorme tortuga estelar.
Los científicos han calculado que hay una posibilidad entre millones de que algo tan manifiestamente absurdo exista de verdad.
Pero los magos han calculado que esa posibilidad entre millones se da en nueve de cada diez ocasiones.
La Muerte atraviesa con sus pies huesudos el suelo de baldosas blancas y negras, mientras masculla en el interior de la capucha y con sus dedos esqueléticos cuenta las filas de atareados relojes de arena.
Finalmente encuentra uno que parece satisfacerla, lo saca con cuidado de su estante y lo acerca a la vela más próxima. Lo sostiene de manera que refleje la luz, y se queda mirando fijamente el puntito brillante en él reflejado.
La fija mirada de esas titilantes órbitas oculares abarca la tortuga mundo, que rema por las profundidades del espacio, con su caparazón plagado de las heridas dejadas por los cometas y los cráteres producidos por los meteoros. La Muerte sabe que algún día hasta Gran A’Tuin morirá, y ése sí que será todo un reto.
Pero su mirada se desplaza para zambullirse en la verdeazulada magnificencia del Disco mismo, que gira despacio bajo la órbita de su pequeño sol.
Y describiendo una curva se aleja hacia la gran cordillera llamada Montañas del Carnero. Las Montañas del Carnero están plagadas de valles profundos, de inesperados despeñaderos y de formas geográficas tan variadas que nadie sabe qué hacer con ellas. Tienen un clima propio y peculiar, con abundantes lluvias de metralla y perpetuas tormentas de truenos. Hay gente que dice que todo esto es debido a que las Montañas del Carnero dan cobijo a una magia antigua y salvaje. Pero claro, la gente dice muchas tonterías.
La Muerte pestañea e intenta ver mucho más lejos. Y ve los campos cubiertos de hierba de los declives dentro de las montañas.
Y ve una ladera en particular.
Y ve un campo.
Y ve a un muchacho que corre.
Y lo observa.
Y con una voz que suena como planchas de plomo al caer sobre granito, dice: SÍ.
* * *
No cabía duda alguna de que había algo mágico en el suelo de aquella accidentada zona de colinas que, debido al extraño color que daba a la flora local, era conocida como el país de la hierba octarina. Por ejemplo, era uno de los pocos lugares del Disco donde las plantas producían variedades reanuales.
Reciben el nombre de reanuales aquellas plantas que crecen hacia atrás en el tiempo. Se siembran este año y crecen el año pasado.
La familia de Mort estaba especializada en la destilación de vino de uvas reanuales. Se trataba de una fruta muy poderosa y buscada por los adivinos puesto que, como es obvio, les permitía ver el futuro. El único inconveniente era que la resaca se producía la mañana antes, y había que beber mucho para reponerse.
Los cultivadores de reanuales eran, por lo general, hombres corpulentos y serios, muy dados a la introspección y al análisis exhaustivo del calendario. Un agricultor que se olvida de sembrar semillas normales sólo pierde la cosecha, mientras que quien se olvida de sembrar las semillas de una cosecha que ya ha sido recogida doce meses antes, se arriesga a poner en peligro toda la estructura de la causalidad, por no mencionar que es una vergüenza enorme para él.
Para la familia de Mort resultaba una vergüenza realmente tremenda el hecho de que el menor de los hijos no fuera nada serio y que tuviera para la horticultura el mismo talento que se encontraría en una estrella de mar muerta. No se trataba de que no fuese colaborador, pero su forma alegre y dispersa de colaborar era de esas que los hombres serios no tardan en temer. Había en ella algo malsano, quizá incluso fatal. Era un muchacho alto, pelirrojo y pecoso, con uno de esos cuerpos que dan la impresión de estar sólo marginalmente bajo el control de su dueño; un cuerpo que parecía compuesto en su mayoría de rodillas.
Ese día en particular, su cuerpo cruzaba como un rayo los altos campos, agitando las manos y gritando.
El padre y el tío de Mort lo observaban, desconsolados, desde el muro de piedra.
—No entiendo por qué —dijo Lezek, el padre— los pájaros ni siquiera salen volando a su paso. Yo saldría volando si lo viera venir hacia mí.
—Aah. El cuerpo humano es algo maravilloso. No sé, lo digo porque sus piernas se desvían en todas las direcciones, y aún así parece conseguir una cierta velocidad.
Mort llegó al final de un surco. Una paloma torcaz con el buche repleto se apartó despacio de su camino, dando bandazos.
—Tiene buen corazón, no lo olvides —comentó Lezek con sumo cuidado.
—Sí, claro, pero todo lo demás salió defectuoso.
—En casa es bastante limpio. No come demasiado —dijo Lezek.
—Ya se ve, ya se ve.
Lezek miró de soslayo a su hermano, quien a su vez tenía la vista clavada en el cielo.
—Me he enterado de que en tu granja tenías un puesto libre, Hamesh —le dijo.
—Esto… me he conseguido un aprendiz.
—Ah, ¿y cuándo fue eso? —inquirió Lezek con tono pesimista.
—Ayer —repuso su hermano, mintiendo con la velocidad de una serpiente de cascabel—. Lo tengo todo firmado y sellado. Lo siento. Oye, no tengo nada contra el joven Mort, es un muchacho agradable como el que más, pero es que…
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Lezek—. Sería incapaz de encontrarse el trasero aunque utilizara las dos manos.
Se quedaron mirando fijamente a la silueta lejana. Se había caído al suelo. Unas cuantas palomas se le habían acercado contoneándose para inspeccionarla.
—Y la verdad es que tonto, tonto, no es —dijo Hamesh.
—Bueno, cerebro sí que tiene —admitió Lezek—. A veces se pone a pensar con tanta fuerza que hay que golpearlo en la cabeza para que te preste atención. Su abuela le ha enseñado a leer, ¿sabes? Supongo que eso le ha recalentado los sesos.
Mort se había levantado, para tropezar con su túnica.
—Tendrías que meterlo en algún oficio —dijo Hamesh, pensativo—. En el sacerdocio, quizá. O la hechicería. Los magos leen mucho.
Se miraron. En las mentes de ambos se formó una idea de lo que Mort sería capaz de hacer si llegaba a poner sus bienintencionadas manos en un libro de magia.
—Está bien —siguió Hamesh rápidamente—. Pensemos en otro oficio. Ha de haber muchas cosas a las que pueda dedicarse.
—Es que empieza a pensar demasiado, ése es el problema —dijo Lezek—. Míralo. No hay que pensar en cómo espantar a los pájaros, se hace y en paz. Al menos es lo que un muchacho normal haría.
Hamesh se rascó la barbilla con aire pensativo.
—Aunque el problema podría ser de otros —dijo. Lezek continuó impasible, pero en sus ojos se produjo un cambio sutil.
—¿A qué te refieres?
—La semana entrante será la feria de contratación en el Cerro de las Ovejas. Lo metes a aprendiz, y su nuevo amo será quien se encargue de ponerlo en forma. Lo dice la ley. Con un contrato por escrito, la cosa es obligatoria.
Lezek miró a su hijo, que estaba al otro lado del campo contemplando una piedra.
—Es que no me gustaría que le ocurriera nada malo —dijo, con un asomo de duda—. Su madre y yo le tenemos cariño. Uno acaba por acostumbrarse a la gente.
—Será por su bien, ya lo verás. Se hará hombre.
—Bueno, sí. La verdad es que hay abundante materia prima —suspiró Lezek.
* * *
Mort empezaba a interesarse en la piedra. Tenía incrustadas unas conchas rizadas, reliquias de los primeros días del mundo, cuando el Creador había hecho criaturas a partir de las piedras, sin que nadie supiera por qué.
Mort estaba interesado en montones de cosas. En por qué los dientes de las personas encajaban tan bien juntos, por ejemplo. Había pensado mucho en ese punto. Después estaba la intrigante cuestión de por qué el sol salía de día en lugar de salir por la noche, cuando la luz habría resultado más útil. Conocía la explicación corriente que, en cierto modo, no le parecía satisfactoria.
En pocas palabras, Mort era una de esas personas que son más peligrosas que una bolsa llena de serpientes de cascabel. Estaba decidido a descubrir la lógica fundamental del universo.
Difícil le iba a resultar, porque no había lógica alguna. Cuando montó el mundo, el Creador tuvo muchas ideas notablemente buenas, pero entre ellas no estaba la de hacerlo comprensible.
Los héroes trágicos siempre gimen cuando los dioses se interesan por ellos, pero son precisamente las personas a las que los dioses pasan por alto las que se llevan la peor parte.
Como de costumbre, su padre le gritaba. Mort le tiró la piedra a una paloma que estaba demasiado ahíta para esquivarla y, a paso lento, regresó por el campo.
* * *
Y precisamente por eso fue que Mort y su padre bajaron las montañas con rumbo al Cerro de las Ovejas la Noche de la Vigilia de los Cerdos, transportando a lomos de un burro y metidas en un saco las escasas posesiones de Mort. El pueblo no era más que las cuatro calles que formaban los lados de una plaza adoquinada; en ellas se alineaban las tiendas que proporcionaban toda la industria de reparaciones a la comunidad agricultora.
Al cabo de cinco minutos, Mort salió de la sastrería ataviado con una prenda marrón muy amplia, de función indefinida que, comprensiblemente, no había sido reclamada por su anterior dueño y le dejaba bastante espacio para crecer, suponiendo que fuera a crecer hasta convertirse en un elefante de diecinueve patas.
Su padre lo contempló con ojo crítico.
—Para lo que hemos gastado, muy bonito —concluyó.
—Me pica —dijo Mort—. Me parece que llevo cosas aquí dentro.
—En el mundo hay miles de muchachos que estarían agradecidos por llevar una bonita… —Lezek se interrumpió y, dándose por vencido, añadió—: Por llevar una prenda abrigada y bonita como ésa, hijo mío.
—¿Podría compartirla con ellos? —inquirió Mort, esperanzado.
—Has de parecer elegante —dijo Lezek con tono severo—. Has de causar una buena impresión, destacarte entre la multitud.
No había duda sobre ese aspecto. Destacaría. Se internaron entre la multitud que se agolpaba en la plaza, cada uno sumido en sus pensamientos. Normalmente, Mort disfrutaba al visitar el pueblo, con su atmósfera cosmopolita y sus extraños dialectos de las aldeas ubicadas a cinco, incluso diez kilómetros de distancia, pero en aquella ocasión, sentía una desagradable aprensión, como si lograse recordar algo no ocurrido aún.
Al parecer, la feria funcionaba del siguiente modo: los hombres que buscaban trabajo se disponían en filas desordenadas en el centro de la plaza. Muchos de ellos llevaban en los sombreros pequeños símbolos para indicar al mundo el tipo de trabajo para el que estaban adiestrados; los pastores llevaban una hebra de lana; los carreteros un mechón de pelo de caballo; los decoradores una tira de papel pintado de un aspecto harto interesante, y así sucesivamente.
Los muchachos que buscaban colocarse como aprendices estaban apiñados en el extremo Eje de la plaza.