Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Se sacó un sobre del bolsillo y lo colocó sobre la mesa.

—Al Fantasma le gusta dejar pequeños mensajes —dijo—. Había uno junto al órgano. Un pintor de decorados lo vio cuando lo dejaba y… a punto estuvo de tener un accidente.

Balde olió el sobre. Apestaba a trementina.

La carta de dentro estaba en una hoja de papel con el membrete de la Ópera. En una caligrafía pulcra y hermosa, decía:

¡Jajajajajajaja! ¡Jajajajajajaja!

¡Jajajajajaja! ¡¡¡¡¡CUIDADO!!!!!

Suyo afectísimo,

El fantasma de la Ópera

—¿Qué clase de persona —dijo Salzella con paciencia— se sienta y se pone a escribir una risa desquiciada? ¿Y tantos signos de exclamación? ¿Cinco? Señal segura de alguien que lleva los calzoncillos en la cabeza. La ópera puede hacerle eso a cualquiera. Mire, por lo menos registremos el edificio. Los sótanos no se acaban nunca. Voy a necesitar una barca…

—¿Una barca? ¿En el sótano?

—Oh. ¿Es que no le han hablado de los subsótanos?

Balde sonrió con la sonrisa radiante y desquiciada del que empieza a acercarse también a los signos de exclamación dobles.

—No —dijo—. No me han hablado de los subsótanos. Estaban demasiado ocupados no hablándome de que alguien va por ahí matando a la compañía. No recuerdo a nadie que dijera: «Ah, por cierto, la gente se muere mucho últimamente, y a propósito, hay un poco de humedad…».

—Están inundados.

—¡Qué bien! —Dijo Balde—. ¿De qué? ¿De cubos de sangre?

—¿Es que no ha echado un vistazo?

—¡Me dijeron que los sótanos estaban bien!

—¿Y usted les creyó?

—Bueno, había bastante champán dando vueltas…

Salzella suspiró.

Balde se ofendió por el suspiro.

—Resulta que me enorgullezco de ser un buen juez del carácter humano —dijo—. Mirar fijamente a un hombre a los ojos y darle un buen apretón de manos basta para saberlo todo de él.

—Sí, ya lo creo —dijo Salzella.

—Oh, mierda… El signore Enrico Basilica llegará pasado mañana. ¿Cree que le puede suceder algo?

—Oh, no gran cosa. Tal vez le rebanen el cuello.

—¿Qué? ¿Eso cree?

—¿Cómo lo voy a saber?

—¿Y qué quiere que haga yo? ¿Que cierre la Ópera? ¡Tal como yo lo veo, ya no produce mucho dinero en su situación actual! ¿Por qué no se lo ha dicho nadie a la Guardia?

—Eso sería peor todavía —dijo Salzella—. Trolls enormes con cotas de malla oxidadas pisoteándolo todo, estorbando a todo el mundo y haciendo preguntas estúpidas. Nos arruinarían.

Balde tragó saliva.

—Oh, no podemos permitir eso —dijo—. No podemos dejar… que pongan a todo el mundo de los nervios.

Salzella se reclinó en su asiento. Pareció relajarse un poco.

—¿De los nervios? Señor Balde —dijo—. Esto es la ópera. Todo el mundo está de los nervios siempre. ¿Ha oído hablar alguna vez de la curva de catástrofe, señor Balde?

Seldom Balde hizo lo que pudo:

—Bueno, sé que hay un giro espantoso en el camino de…

—Una curva de catástrofe, señor Balde, es la trayectoria que sigue la ópera. La ópera sucede porque una gran cantidad de cosas se ponen de acuerdo milagrosamente para no fallar, señor Balde. Funciona debido al odio y al amor y a los nervios. Todo el tiempo. Esto no es queso. Esto es ópera. Si quería una jubilación tranquila, señor Balde, no tendría que haber comprado la ópera. Tendría que haberse dedicado a algo apacible, corno odontología para cocodrilos.

* * *

Tata Ogg se aburría con facilidad. Aunque, por otro lado, también le costaba poco divertirse.

—Está claro que es una forma interesante de viajar —dijo—. Se ven bien los sitios.

—Sí —dijo Yaya—. Cada siete kilómetros, diría yo.

—No sé qué me ha entrado.

—No creo que los caballos hayan podido ni ponerse al trote en toda la mañana.

A estas alturas ya estaban solas salvo por el hombre enorme que roncaba. Los otros dos habían salido y se habían unido a los pasajeros que iban en el techo.

La causa principal de aquello era Greebo. Con ese instinto infalible que tienen los gatos para detectar a la gente que odia a los gatos, había saltado pesadamente al regazo de todos y les había practicado el tratamiento del «joven aaamo de vuelta en la vieeeja plantación». Los había pisoteado hasta someterlos y luego se había echado y se había puesto a dormir, con las garras no lo bastante clavadas como para hacerles sangre pero sí como para sugerir claramente que aquella era una opción en caso de que la persona se moviera o respirase. Y luego, cuando estaba seguro de que se habían resignado a la situación, había empezado a apestar.

Nadie sabía de dónde venía. No era un olor asociado con ningún orificio conocido. Era simplemente que, después de cinco minutos de siesta, el aire de encima de Greebo adquiría un Penetrante olor a alfombras fermentadas.

Ahora lo estaba intentando con el hombre enorme. Y no funcionaba. Por fin Greebo había encontrado una panza demasiado grande para él. Además, las continuas subidas y bajadas lo estaban mareando.

Los ronquidos reverberaban por todo el carruaje.

—No me gustaría estar entre ese y su pudín —dijo Tata Ogg.

Yaya estaba mirando por la ventanilla. Al menos, su cara estaba girada en aquella dirección, pero sus ojos estaban dirigidos al infinito.

—¿Gytha?

—¿Sí, Esme?

—¿Te importa si te hago una pregunta?

—Normalmente no preguntas si me importa —dijo Tata.

—¿No te deprime a veces que la gente no piense como debe hacerse?

Oh-oh, pensó Tata. Me parece que la he cazado justo a tiempo. Menos mal que existe la literatura.

—¿Qué quieres decir? —dijo.

—Me refiero a que siempre están distrayéndose a sí mismos.

—La verdad es que no lo había pensado nunca, Esme.

—Es como… imagínate que yo te digo, Gytha Ogg, que tu casa está ardiendo, ¿qué es lo primero que intentarías sacar?

Tata se mordió el labio.

—Esta es una de esas preguntas de personalidad, ¿verdad? —dijo.

—Eso es.

—De esas en las que intentas adivinar cómo soy por lo que digo.

—Gytha Ogg, te conozco de toda la vida, ya sé cómo eres. No me hace falta adivinarlo. Pero contéstame de todos modos.

—Supongo que me llevaría a Greebo.

Yaya asintió.

—Y eso demuestra que tengo una naturaleza tierna y considerada —siguió Tata.

—No, eso demuestra que eres la clase de persona que intenta averiguar cuál se supone que es la respuesta correcta —dijo Yaya—. Alguien que no es de fiar. Esa es la respuesta más de bruja que he oído en mi vida. Taimada.

Tata puso cara de orgullo.

Los ronquidos dieron paso a un ruido que sonaba como «blurt blurt» y el pañuelo empezó a temblar. —… pudín de melaza, con mucha crema…

—Eh, acaba de decir algo —dijo Tata.

—Habla dormido —dijo Yaya Ceravieja—. Lo ha estado haciendo a ratos.

—¡Es la primera vez que lo oigo!

—Estabas fuera del carruaje.

—Ah

—En la última parada estaba hablando de tortitas con limón— dijo Yaya— Y de puré de patatas con mantequilla.

—Me entra hambre solamente de escucharlo —dijo Tata—. Tengo un pastel de carne en alguna parte de la bolsa…

Los ronquidos se detuvieron en seco. Una mano se levantó y apartó el pañuelo. La cara que había al otro lado era amigable, barbuda y pequeña. Les dedicó a las brujas una sonrisa tímida que se volvió inexorablemente hacia el pastel de carne.

—¿Quiere un trozo, señor? —Preguntó Tata—. También tengo un poco de mostaza.

—Oh, ¿no le importa, querida señora? —dijo el hombre con voz chillona—. No sé cuánto tiempo hace que no pruebo el pastel de carne… Oh, cielos…

Hizo una mueca como si acabara de decir algo que estaba mal y luego se relajó.

—También tengo una botella de cerveza si quiere un traguito —dijo Tata—. Era una de esas mujeres que disfrutan tanto viendo comer a la gente como comiendo ellas mismas.

—¿Cerveza? —Dijo el hombre—. ¿Cerveza? Mire usted, no me dejan beber cerveza. Ja, se supone que la cerveza no va conmigo. Daría lo que fuera por una pinta de cerveza…

—Diga «gracias» y ya está —dijo Tata, pasándosela.

—¿A quién se refiere con eso de que no le dejan? —preguntó Yaya.

—Es culpa mía en realidad —dijo el hombre, en medio de una leve llovizna de cerdo desmenuzado—. Supongo que me dejé pillar…

Hubo un cambio en los ruidos que venían de fuera. Se veían pasar las luces de una ciudad y el carruaje estaba aminorando la marcha.

El hombre se metió lo que quedaba del pastel en la boca y lo hizo bajar con los restos de la cerveza.

—Oooh, qué maravilla —dijo. Luego se reclinó en su asiento y se puso el pañuelo sobre la cara.

Levantó una esquina.

—No le digan a nadie que he hablado con ustedes —dijo—. Pero han hecho un amigo en Henry Babosa.

—¿Y a qué se dedica usted, Henry Babosa? —dijo Yaya con cautela.

—Yo… soy uno de los grandes.

—Sí. Ya lo vemos —dijo Tata Ogg.

—No, quería decir…

La diligencia se detuvo. Se oyó un crujido de grava mientras la gente se bajaba del techo. La puerta se abrió desde fuera.

Yaya vio a una multitud de gente que miraban emocionados por la puerta y estiró el brazo automáticamente para enderezarse el sombrero. Pero entonces aparecieron varias manos tendidas en dirección a Henry Babosa, que se incorporó, sonrió nerviosamente y dejó que lo ayudaran a salir. Varias personas gritaban también un nombre, pero no era el nombre de Henry Babosa.

—¿Quién es Enrico Basilica? —dijo Tata Ogg.

—No lo sé —dijo Yaya—. Tal vez es la persona de la que el señor Babosa tiene miedo.

La posada de la parada de diligencias era una cabaña destartalada, con solamente dos dormitorios para huéspedes. Como ancianitas indefensas que viajaban solas, las brujas consiguieron una, simplemente porque se habría liberado todo el infierno en otro caso.

* * *

El señor Balde parecía afligido.

—Puede que para usted sea solo un magnate de los quesos —dijo—. Usted puede pensar que no soy más que un hombre de negocios cabeza cuadrada que no reconocería la cultura aunque se la encontrara flotando en el té, pero llevo muchos años asistiendo a la ópera aquí y en otras partes. Puedo tararear casi entera…

—Estoy seguro de que ha visto mucha ópera —dijo Salzella—. Pero… ¿cuánto sabe de producción?

—He estado entre bastidores en muchos teatros…

—Oh, el teatro —dijo Salzella—. El teatro no tiene nada que ver. La ópera no es teatro con canciones y baile. La ópera es ópera. Usted puede pensar que una producción como Lohenshaak está llena de pasión, pero es un parque infantil comparado con lo que pasa entre bastidores. Los cantantes no pueden ni verse entre ellos, el coro desprecia a los cantantes, ambos odian a los músicos y todo el mundo teme al director de orquesta. Los apuntadores del lado izquierdo no se hablan con los apuntadores del lado derecho, las bailarinas están enloquecidas por el hambre de todas formas, y todo esto no es más que el principio, porque lo que realmente…

Hubo una serie de golpes en la puerta. Eran dolorosamente irregulares, como si el que estuviera llamando se viera obligado a concentrarse mucho.

—Entra, Walter —dijo Salzella.

Walter Plinge entró arrastrando los pies, con un cubo colgando al final de cada brazo.

—¡Vengo a llenar su cubeta de carbón señor Balde!

Balde hizo un gesto vago con la mano y se volvió al director musical.

—¿Me decía?

Salzella miró fijamente a Walter mientras este amontonaba cuidadosamente trozos de carbón dentro de la cubeta, uno a uno.

—¿Salzella?

—¿Qué? Oh, lo siento… ¿Qué estaba diciendo?

—Algo como que todo eso no era más que el principio.

—¿Qué? Ah, sí. Sí… mire, los actores no tienen problemas. Hay muchos papeles para ancianos. Actuar es algo que se puede hacer toda la vida. Y uno hasta mejora. Pero cuando el talento de alguien es cantar o bailar… entonces el tiempo le acecha todo el… —Buscó una palabra en su mente y se conformó lastimosamente con—: tiempo. El tiempo es el veneno. Si va una noche a los bastidores verá a los bailarines mirarse a todas horas en cualquier espejo que haya cerca, en busca de esa primera y minúscula imperfección. Fíjese en los cantantes. Todo el mundo está de los nervios, todo el mundo sabe que esta podría ser su última noche perfecta y que la siguiente puede traer el principio del fin. Es por eso que a todo el mundo le preocupa la suerte, ¿lo ve? Todo eso de que las flores vivas traen mala suerte, ¿se acuerda? Bueno, pues también pasa con el verde. Y con llevar joyas de verdad en el escenario. Y los espejos de verdad en el escenario. Y silbar en el escenario. Y echar vistazos al público a través del telón principal. Y usar maquillaje nuevo en una noche de estreno. Y coser en el escenario, aunque sea en los ensayos. Los clarinetes amarillos en la orquesta traen muy mala suerte, no me pregunte por qué. Y en cuanto a detener una actuación antes de su final, bueno, eso es lo peor de todo. Casi vale más la pena sentarse debajo de una escalera y ponerse a romper espejos.

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