Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—… Vamos a veeer… libro de pasatiempos para viajes largos… cojín… polvo para los pies… trampa para mosquitos… libro de frases… bolsa para vomitar… oh, cielos…

El público, que en contra de todo pronóstico había conseguido apretarse todavía más lejos de Tata durante aquella letanía, esperó ahora con interés horrorizado.

—¿Qué? —dijo Yaya.

—¿Cada cuánto crees que para este carruaje?

—¿Qué pasa?

—Tendría que haber ido antes de subir. Lo siento. Son las sacudidas. ¿Alguien sabe si hay baño en este sitio? —añadió en tono jovial.

—Esto… —dijo el que probablemente era un espía—, por lo general esperamos a la siguiente parada, o bien… —se detuvo. Había estado a punto de añadir «Siempre está la ventanilla», lo cual era una opción masculina en los tramos rurales con más baches, pero se detuvo al comprender lleno de horror que aquella anciana espantosa era capaz de considerar en serio aquella posibilidad.

—Ya falta muy poco para Ohulan —dijo Yaya, que estaba intentando echar una cabezada—. Espérate.

—Esta diligencia no tiene parada en Ohulan —dijo el espía en tono solícito.

Yaya Ceravieja levantó la cabeza.

—O sea, no la tenía hasta ahora —dijo el espía.

* * *

El señor Balde estaba sentado en su despacho intentando entender los libros de contabilidad de la ópera.

No tenían ninguna clase de sentido. El consideraba que leer un balance se le daba tan bien como a cualquiera, pero aquellos libros eran a la contabilidad lo que la arenilla es a los mecanismos de relojería.

A Seldom Balde siempre le había gustado la ópera. No la entendía y nunca la había entendido, pero tampoco entendía el océano y sin embargo también le gustaba. Había contemplado la adquisición como, bueno, como algo que hacer, una especie de trabajo de jubilación. La oferta había sido demasiado buena para pasarla por alto. Las cosas se habían vuelto bastante duras en el negocio de la venta al por mayor de los derivados de la leche y el queso, y él había puesto sus esperanzas en los climas más tranquilos del mundo del arte.

Los propietarios anteriores habían programado buenas óperas. Era una lástima que su genialidad no se hubiera extendido también a la contabilidad. Parecía que se habían dedicado a sacar dinero de las cuentas cada vez que alguien lo necesitaba, el sistema de registros financieros consistía mayormente en notas escritas en pedazos de papel arrancados que decían: «He cogido 30$ para pagar a Q. Te veo el lunes. R». ¿Quién era R? ¿Quién era Q? ¿Para qué era el dinero? En el mundo del queso no se podía salir adelante haciendo esas cosas.

Levantó la vista al abrirse la puerta.

—Ah, Salzella —dijo—. Gracias por venir. ¿No sabrá usted quién es Q, por casualidad?

—No, señor Balde.

—¿Y R?

—Me temo que no. —Salzella cogió una silla.

—Me ha llevado toda la mañana, pero por fin he averiguado que gastamos más de mil quinientos dólares al año en zapatillas de ballet —dijo Balde, agitando un papel en el aire. Salzella asintió.

—Sí, las desgastan bastante por la puntera.

—¡Pero eso es ridículo! ¡Yo todavía tengo un par botas que eran de mi padre!

—Pero las zapatillas de ballet, señor, son casi como guantes para los pies —explicó Salzella.

—¡A mí me lo cuenta! ¡Van a siete dólares el par y apenas duran nada! ¡Unas pocas actuaciones! ¡Tiene que haber alguna manera de que podamos ahorrar algo…!

Salzella clavó en su nuevo jefe una mirada larga y fría —¿Tal vez podemos pedirles a las chicas que pasen más tiempo en el aire? —dijo—. ¿Unos cuantos grand jetés extra?

Balde pareció perplejo.

—¿Y eso funcionaría? —preguntó en tono receloso.

—Bueno, sus pies no pasarían tanto tiempo en el suelo, verdad? —dijo Salzella, en el tono de alguien que sabe con certeza que es mucho más inteligente que cualquier otra persona de la habitación.

—Bien pensado. Bien pensado. Hable con la directora del ballet, ¿quiere?

—Por supuesto. Estoy seguro de que aceptará de buen grado la sugerencia. Es posible que acabe usted de reducir los costes a la mitad de un solo plumazo.

Balde sonrió, encantado.

—Lo cual tal vez ya irá bien —dijo Salzella—. De hecho, hay otra cuestión de la que he venido a hablarle…

—¿Si?

—Tiene que ver con el órgano que teníamos.

—¿Teníamos? ¿Cómo que teníamos? -Dijo Balde, y añadió—: Va usted a decirme algo caro, ¿verdad? ¿Qué es lo que tenemos ahora?

—Muchos tubos y varios teclados —dijo Salzella—. El resto ha sido destrozado.

—¿Destrozado? ¿Por quién?

Salzella se reclinó hacia atrás en su asiento. No era un hombre a quien le resultara fácil divertirse, pero se dio cuenta de que se lo estaba pasando en grande con aquello.

—Dígame —dijo—. Cuando el señor Pnigeus y el señor Cavaille le vendieron esta Ópera, ¿mencionaron algo… sobrenatural?

Balde se rascó la cabeza.

—Bueno… sí. Después de que yo firmara y pagara, como si fuera una broma, dijeron: «Ah, y por cierto, la gente dice que hay un hombre vestido de etiqueta que ronda el lugar, jajá, ridículo, ¿no?, esta gente del teatro, es que son como niños, jajá, pero tal vez descubra usted que les hace felices que el Palco Ocho se quede siempre vacío en las noches de estreno, jajá». Lo recuerdo bastante bien. Darle a alguien treinta mil dólares ayuda un poco a concentrar la memoria. Y entonces se marcharon. En un carruaje bastante rápido, ahora que lo pienso.

—Ah —dijo Salzella, y a punto estuvo de sonreír—. Bueno, ahora que la tinta está seca, me pregunto si puedo explicarle los detalles precisos…

* * *

Los pájaros cantaban. El viento hacía sonar las vainas de las semillas de las flores del páramo.

Yaya Ceravieja hurgaba en las zanjas a ver si había alguna hierba interesante por el lugar.

En lo alto de las colinas, un águila ratonera chillaba y volaba en círculos.

El carruaje estaba a un lado del camino, a pesar del hecho que debería estar avanzando a toda velocidad por lo menos a treinta kilómetros de allí.

Por fin Yaya se aburrió y se acercó sigilosamente a un grupo de arbustos de aulaga

—¿Cómo va eso, Gytha?.

—Bien, bien —dijo una voz apagada.

—Es que me parece que el cochero se está impacientando un poco.

—No se le pueden meter prisas a la Naturaleza —dijo Tata Ogg.

—Bueno, no me culpes a mí. Fuiste tú quien dijo que hacía demasiado viento para ir en escoba.

—¿Por qué no haces algo de provecho, Esme Ceravieja —dijo la voz procedente de los arbustos—, y me haces el favor de irme a buscar todas las plantas de acedera o de bardana que haya por aquí cerca, muchas gracias?

—¿Hierbas? ¿Qué planeas hacer con ellas?

—Planeo decir: «Qué alegría, hojas grandes, justo lo que necesito».

* * *

A cierta distancia de los arbustos donde Tata Ogg estaba entrando en comunión con la Naturaleza había, plácido bajo el cielo otoñal, un lago.

Entre las cañas, un cisne se estaba muriendo. O por lo menos le tocaba morirse.

La Muerte estaba sentado en la orilla.

MIRA, DIJO, YO SE COMO FUNCIONA. LOS CISNES CANTAN UNA SOLA VEZ, HERMOSAMENTE, ANTES DE MORIR. DE AHÍ VIENE PRECISAMENTE LA EXPRESIÓN «CANTO DEL CISNE». ES MUY CONMOVEDOR. AHORA PROBÉMOSLO OTRA VEZ…

Sacó un diapasón de los sombríos recovecos de su túnica y lo hizo sonar contra el lado de su guadaña.

AQUÍ TIENES TU NOTA.

—Nanay —dijo el cisne, negando con la cabeza.

¿POR QUÉ HACER QUE ESTO SEA DIFÍCIL?

—Aquí estoy a gusto —dijo el cisne.

—ESO NO TIENE NADA QUE VER.

—¿Sabías que le puedo romper el brazo a un hombre con un golpe de mi ala?

¿Y SI EMPIEZO YO POR TI? ¿CONOCES «DOS GARDENIAS»?

—¡Eso no es más que una tonadilla de barbería! ¡Resulta que soy un cisne!

¿Y «EL VINO QUE TIENE ASUNCIÓN»? La Muerte carraspeó. EL VINO QUE TIENE ASUNCIÓN NO ES BLANCO NI…

—¿Eso es una canción? —susurró molesto el cisne, y se meció de una pata arrugada a la otra—. No sé quién es usted, caballero, pero en el sitio del que yo vengo tenemos mejor gusto para la música.

¿DE VERDAD? ¿TE IMPORTARÍA ENSEÑARME UN EJEMPLO?

—¡Nanay!

MIERDA.

—Pensabas que me habías pillado con esa, ¿verdad? —Dijo el cisne—. Pensabas que me habías tomado el pelo, ¿eh? Pensabas que me lanzaría sin más a un par de compases de la Canción del Vendedor Ambulante de Lohenshaak, ¿eh?

ESA NO ME LA SÉ.

El cisne tomó un aliento profundo y laborioso.

—Es la que dice: «¡Schneide meinen eigenen Hals…!».

GRACIAS, dijo la Muerte. La guadaña se movió.

—¡Cabrón!

Un momento más tarde el cisne salió de su cuerpo y agitó unas alas nuevas pero ligeramente transparentes.

—¿Y ahora qué?

DEPENDE DE TI. SIEMPRE DEPENDE DE TI.

* * *

El señor Balde permaneció reclinado hacia atrás en su sillón de cuero chirriante con los ojos cerrados hasta que su director musical terminó.

—Vale —dijo Balde—. A ver si lo he entendido bien. Hay un Fantasma. Cada vez que alguien pierde un martillo en este sitio, es porque lo ha robado el Fantasma. Cada vez que alguien desafina una nota, es por el Fantasma. Pero también, cada vez que alguien encuentra un objeto perdido, es por el Fantasma. Siempre que alguien tiene una escena muy buena, debe de ser el Fantasma. Se puede decir que viene con el edificio, igual que las ratas. De vez en cuando alguien lo ve, pero solamente durante un momento porque va y viene como… bueno, como un Fantasma. Al parecer le dejamos usar el Palco Ocho gratis en todas las noches de estreno. ¿Y dice usted que a la gente le cae bien?

—«Caer bien» no es la expresión más adecuada —dijo Salzella— Sería más correcto decir que… bueno, es pura superstición, claro, pero creen que trae buena suerte. O lo creían, por lo menos.

Y tú no entiendes una palabra de esto, ¿verdad, tosco vendedor de quesos de las narices?, añadió para sí mismo. El queso no es más que queso. La leche se pudre ella sola. No hace falta que provoques el proceso chinchando a varios centenares de personas hasta que les salten los nervios…

—Buena suerte —dijo Balde cansinamente.

—La suerte es muy importante —dijo Salzella, con una voz donde flotaba la paciencia dolorida como un cubito de hielo—. Me imagino que el temperamento no debe de ser un factor importante en el negocio de los quesos, ¿verdad?

—Confiamos en el cuajo —dijo Balde.

Salzella suspiró.

—En todo caso, la compañía cree que el Fantasma trae… buena suerte. Antes enviaba notitas para dar ánimos a la gente. Después de una actuación realmente buena, las sopranos se encontraban una caja de bombones en su camerino, esa clase de cosas. Y flores muertas, por alguna razón.

—¿Flores muertas?

—Bueno, no eran flores propiamente dichas. Les llevaba ramos de tallos de rosas muertas pero sin las rosas. Es una especie de firma que tiene. Se considera que trae buena suerte.

—¿Las flores muertas traen buena suerte?

—Posiblemente. Las flores vivas, por supuesto, traen una suerte terrible en el escenario. Algunos cantantes no las quieren ni en sus camerinos. Así pues… se podría decir que las flores muertas son inofensivas. Extrañas, pero inofensivas. Y se preocupaba porque todo el mundo creía que el Fantasma estaba de su lado. Por lo menos, antes. Hasta hace unos seis meses.

El Señor Balde volvió a cerrar los ojos.

—Cuénteme —dijo.

—Ha habido… accidentes.

—¿Qué clase de accidentes?

—La clase de accidentes que uno prefiere llamar… accidente.

Los ojos del señor Balde permanecían cerrados.

—Como… esa vez en que Reg Plenty y Fred Chiswell se quedaron una noche hasta tarde trabajando allá arriba en las cubetas de cuajamiento y resultó que Reg había estado viendo a la mujer de Fred y de alguna forma… —Balde tragó saliva— de alguna forma debió de tropezar, dijo Fred, y cayó…

—No estoy familiarizado con los caballeros afectados, pero un accidente de esos. Sí.

Balde suspiro.

—Aquel fue uno de los mejores quesos de granja con nueces que hicimos nunca.

—¿Quiere que le hable de los accidentes que tenemos por aquí?

—Estoy seguro de que va usted a hacerlo.

—Una costurera se cosió a sí misma a la pared. A un ayudante de director de escena lo encontraron apuñalado con una espada de atrezo. Ah, y será mejor que no le cuente lo que le pasó al hombre que operaba la trampilla. Y todo el plomo que desapareció misteriosamente del techo, aunque personalmente no creo que eso fuera obra del Fantasma.

—¿Y todo el mundo… llama a estas cosas… accidentes?

—Bueno, usted quería vender su queso, ¿verdad? No me imagino nada que pudiera hundir tanto el negocio como la de que la gente está cayendo como moscas entre bambalinas.

Autore(a)s: