Tata Ogg agitó las manos sin darle importancia.
—Oh, solamente hace Eso a veces, cuando está arrinconado de verdad —dijo.
—Pues hizo Eso la semana pasada en el gallinero de la vieja señora Grope. Ella entró para ver qué era todo aquel jaleo y él hizo Eso delante de ella. La pobre tuvo que ir a tumbarse.
—Probablemente él estuviera más asustado que ella —dijo Tata a la defensiva.
—Eso es lo que pasa cuando uno coge ideas raras de lugares extranjeros —dijo Yaya—. Ahora tienes un gato que… ¿Sí, qué quiere?
Tarugo se les había acercado tímidamente y las estaba rondando con esa especie de medio encogimiento de quien intenta llamar la atención al mismo tiempo que procura no molestar.
—¿Están esperando la diligencia, señoras?
—Sí —respondió la más alta de las dos ancianas.
—Ejem, me temo que la siguiente diligencia no para aquí. No para hasta Arroyos de Cesta.
Ellas le dedicaron un par de miradas corteses.
—Gracias —dijo la más alta. Y se volvió hacia su compañera.
—Le dio un susto de los gordos, en todo caso. No me atrevo a pensar qué va a aprender esta vez.
—Se pone triste cuando me voy. No come nada que le dé otra persona.
—Es porque intentan envenenarlo, y no me extraña.
Tarugo negó con la cabeza tristemente y vagó de vuelta a su montón de troncos.
El carruaje apareció cinco minutos después por el recodo y a toda velocidad. Llegó a la altura de las mujeres…
…y se detuvo. Es decir, los caballos intentaron quedarse quietos y las ruedas se bloquearon.
No fue tanto un derrapaje como un giro, y el vehículo se quedó finalmente quieto a unos cincuenta metros camino abajo, con el cochero encima de un árbol.
Las mujeres pasearon hacia él, sin dejar de discutir.
Una de ellas pinchó al cochero con su escoba.
—Dos billetes a Ankh-Morpork, por favor.
El tipo aterrizó en el camino.
—¿Qué quieren decir con eso de dos billetes a Ankh-Morpork? ¡La diligencia no tiene parada aquí!
—Pues a mí me parece que está parada.
—¿Han hecho ustedes algo?
—¿Cómo, nosotras?
—Escuche, señora, aunque yo hiciera parada aquí, los billetes valen cuarenta puñeteros dólares por cabeza.
—Oh.
—¿Por qué tienen escobas? —Gritó el cochero—. ¿Son brujas?
—Sí. ¿Tienen algún tratamiento especial para las brujas?
—Sí, ¿qué les parece «viejas arpías metomentodos y liantes»?
Tarugo tuvo la sensación de que debía de haberse perdido parte de la conversación, porque el resto de la misma fue como sigue:
—¿Qué estaba diciendo, joven?
—Dos billetes de obsequio a Ankh-Morpork, señora. No hay problema.
—Asientos interiores, espero. Nada de viajar en el techo.
—Por supuesto, señora. Perdone un momento mientras me postro sobre el polvo para que usted pueda subir, señora.
Tarugo asintió felizmente para sí mismo mientras el carruaje se alejaba. Era bonito ver que los buenos modales y la cortesía seguían vivos.
* * *
Con grandes dificultades y muchos gritos y desenredamiento de cuerdas en lo alto, bajaron la figura al escenario.
Estaba empapado de pintura y trementina. El público creciente, compuesto por personal fuera de servicio y gente que hacía novillos de los ensayos, se agolpó a su alrededor.
Agnes se arrodilló, le aflojó la camisa y trató de desenrollarle la cuerda que tenía enredada en torno al brazo y el cuello.
—¿Alguien le conoce? —dijo.
—Es Tommy Cripps —dijo un músico—. Pinta decorados.
Tommy gimió y abrió los ojos.
—¡Lo he visto! —murmuró—. ¡Era horrible!
—¿Qué has visto? —dijo Agnes. Y de pronto tuvo la sensación de haberse entrometido en una conversación privada. Alrededor de ella hubo un balbuceo de voces.
—¡Giselle dijo que lo vio la semana pasada!
—¡Está aquí!
—¡Está sucediendo otra vez!
—¡¿Estamos todos condenados?!. -chilló Christine.
Tommy Cripps agarró del brazo a Agnes.
—¡Tiene una cara como la muerte!
—¿Quién?
—¡El Fantasma!
—¿Qué fant…?
—¡De hueso blanco! ¡No tiene nariz!
Un par de bailarinas se desmayaron, pero con cuidado, como si no quisieran mancharse la ropa.
—Entonces, ¿cómo…? —empezó Agnes.
– ¡Yo también lo he visto!
Al escuchar aquel pie, la compañía se dio la vuelta.
Había un anciano cruzando el escenario. Llevaba un vetusto sombrero de copa y cargaba con un saco al hombro, mientras que con la mano libre hacía los gestos innecesariamente expansivos de alguien que está en posesión de una información espantosa y se muere de ganas por poner de punta todos los pelos cercanos. El saco debía de contener algo vivo, porque estaba dando botes.
—¡Yo lo vi! ¡Oooooooooh, sí! ¡Con su enorme capa negra y su cara blanca sin ojos pero con dos agujeros donde tendrían que estar los ojos! ¡Oooooooh! Y…
—¿Llevaba una máscara? —preguntó Agnes.
El anciano hizo una pausa y clavó en ella esa mirada lúgubre reservada a todos aquellos que insisten en inyectar una nota de cordura cuando las cosas se están poniendo interesantemente horrendas.
—¡Y no tenía nariz! —continuó, sin hacer caso de ella.
—Eso acabo de decirlo yo —murmuró Tommy Cripps, en tono más bien molesto—. Ya les he dicho eso. Ya sabían eso.
—Si no tenía nariz, ¿cómo ol…? —empezó a decir Agnes, pero nadie la estaba escuchando.
—¿Has mencionado lo de los ojos? —preguntó el anciano.
—Estaba a punto de llegar a lo de los ojos —respondió Tommy bruscamente—. Sí, tenía unos ojos como…
—Escuchad, ¿estamos hablando de alguna clase de máscara? —dijo Agnes.
Ahora todo el mundo le estaba dedicando la clase de mirada que reciben los ufólogos cuando dicen de repente: «Eh, si te haces sombra con la mano puedes ver que después de todo no era más que una bandada de ocas».
El hombre del saco tosió y recuperó la compostura.
—Como agujeros enormes, eran… —empezó a decir, pero estaba claro que le habían echado todo por tierra—. Agujeros enormes —dijo en tono amargo—. Eso es lo que vi. Y no tenía nariz, podría añadir, muchísimas gracias a todos.
—¡Es el Fantasma de nuevo! —exclamó un tramoyista.
—Saltó desde detrás del órgano —dijo Tommy Cripps—. Y antes de poder hacer nada ya tenía yo una soga alrededor del cuello y estaba colgando cabeza abajo.
La compañía miró al hombre con el saco, en caso de que fuera capaz de retrucar aquello.
—Grandes y enormes ojos negros —consiguió decir, ciñéndose a lo que sabía.
—Muy bien, a ver, todo el mundo, ¿qué está pasando aquí?
Una figura imponente salió a zancadas de los bastidores. Tenía el pelo negro largo y suelto, cuidadosamente cepillado para darle un estilo descuidadamente removido, pero la cara que había debajo era la cara de un organizador. Señaló con la cabeza al anciano del saco.
—¿Qué está mirando, señor Pounder?
El anciano bajó la vista.
—Yo sé lo que he visto, señor Salzella —dijo—. Yo veo pero que muchas cosas, sí señor.
—Todo lo que sea visible a través del fondo de una botella, no me cabe duda, viejo depravado. ¿Qué le ha pasado a Tommy?
—¡Ha sido el Fantasma! —dijo Tommy, feliz de estar de nuevo en el centro del escenario-¡Se me ha tirado encima, señor Salzella! Creo que tengo la pierna rota —se apresuró a añadir, con la voz de alguien que acaba de darse cuenta de las oportunidades de librarse de trabajar que ofrecía la situación.
Agnes esperaba que el recién llegado dijera algo así como «¿Fantasmas? Eso no existe». Tenía la clase de cara que decía aquello.
En cambio, lo que dijo fue:
—Así que ha vuelto, ¿eh? ¿Adonde ha ido?
—No lo he visto, señor Salzella. ¡Se ha marchado dando otro salto!
—Que unos ayuden a Tommy a bajar hasta la cantina —dijo Salzella—. Y que alguien más vaya a buscar a un médico.
—No tiene la pierna rota —dijo Agnes—. Pero la cuerda le ha hecho un rasguño bastante feo en el cuello y tiene la oreja llena de pintura.
—¿Y usted qué sabe de esto, señorita? —preguntó Tommy. No le daba la impresión de que la oreja llena de pintura tuviera las mismas posibilidades que la pierna rota.
—He… esto… recibido algo de formación —respondió Agnes, y luego añadió a toda prisa— Es un rasguño grave, sin embargo, y por supuesto puede haber alguna conmoción posterior.
—El coñac va muy bien para eso, ¿verdad? —Dijo Tommy— A lo mejor podéis probar a echarme un poco entre los labios.
—Gracias, Perdita. El resto volved a lo que estabais haciendo —dijo Salzella.
—Enormes agujeros negros —dijo el señor Pounder— Muy grandes.
—Sí, gracias, señor Pounder. Ayude a Ron con el señor Cripps, ¿quiere? Perdita, usted venga aquí. Y usted, Christine.
Las dos chicas fueron a donde estaba el director musical.
—¿Ustedes han visto algo? —dijo Salzella.
—¡¡Yo he visto una criatura enorme que batía unas alas gigantescas y que tenía unos agujeros muy grandes donde debería tener los ojos!! —dijo Christine.
—Yo me temo que solamente he visto algo blanco en el techo —dijo Agnes—. Lo siento.—Y se ruborizó, consciente de lo inútil que había sonado aquello. Perdita habría visto una figura misteriosa con una capa o al menos algo… algo interesante.
Salzella le dedicó una sonrisa.
—¿Quiere decir que usted solamente ve las cosas que están ahí de verdad? —dijo—. Veo que no lleva mucho tiempo en la ópera, querida. Pero debo decir que me complace tener a una persona con la cabeza clara por aquí para variar…
—¡Oh, no! -gritó alguien.
—¡¡Es el Fantasma!! —chilló Christine automáticamente.
—Esto… Es el joven que hay detrás del órgano —dijo Agnes—. Lo siento.
—Además de tener la cabeza clara es observadora —dijo Salzella—. Mientras que puedo ver que usted, Christine, va a encajar perfectamente aquí. ¿Qué problema hay, André?
Un joven rubio asomó desde el otro lado de los tubos del órgano.
—Alguien ha estado destrozando cosas, señor Salzella —dijo con tono lastimero—. Las ventanillas y la lengüetera y todo. Completamente estropeado. Estoy seguro de que no voy a ser capaz de sacarle ningún sonido. Y no tiene precio.
Salzella suspiró.
—Muy bien. Se lo diré al señor Balde —dijo—. Gracias a todos.
Se despidió lúgubremente de Agnes con la cabeza y salió a zancadas.
* * *
—No tendrías que hacer eso a la gente —dijo Tata Ogg de forma más bien vaga, mientras la diligencia empezaba a acelerar.
Miró a su alrededor con una sonrisa amplia y amigable dirigida a los ocupantes, ahora considerablemente despeinados, del carruaje.
—Buenos días —dijo, hurgando en su saco—. Soy Gytha Ogg, tengo quince hijos, esta es mi amiga Esme Ceravieja, vamos a Ankh-Morpork, ¿a alguien le apetece un sándwich de huevo? He traído bastantes. El gato ha estado durmiendo encima pero están bien, miren, se pueden enderezar sin problema. ¿No? Como quieran, yo ya se lo he ofrecido. Veamos qué más tenemos… Ah, ¿alguien tiene un abridor para una botella de cerveza? —Un hombre sentado en un rincón indicó que tal vez podía tener tal cosa.
—Bien —dijo Tata Ogg—. ¿Alguien tiene algo con que beber una botella de cerveza?
Otro hombre asintió, esperanzado.
—Bien —dijo Tata Ogg—. Y ahora, ¿alguien tiene una botella de cerveza?
Yaya, que por una vez no era el centro de atención ya que todas las miradas horrorizadas estaban posadas en Tata y en su saco, examinó al resto de ocupantes del carruaje.
La diligencia rápida cruzaba las Montañas del Carnero y recorría todo el mosaico de pequeños países que había más allá. Si costaba cuarenta dólares solamente desde Lancre, entonces a aquella gente les debía de haber costado mucho más. ¿Qué clase de gente se gastaba la mayor parte del salario de dos meses solamente en viajar deprisa e incómodos?
El hombre flaco que estaba sentado agarrando su bolsa era probablemente un espía, decidió. El hombre gordo que había ofrecido un vaso parecía que se dedicaba a las ventas. Tenía la complexión desagradable de alguien que le había dado a demasiadas botellas pero había fallado a demasiadas comidas.
Estaban todos apretados en su asiento porque el resto del mismo estaba ocupado por un hombre de proporciones casi hechiceriles. No pareció haberse despertado cuando el carruaje se detuvo. Tenía la cara tapada con un pañuelo. Estaba roncando con la misma regularidad que un geiser y parecía que las únicas preocupaciones que podía tener en el mundo eran una tendencia a que los objetos pequeños gravitaran hacia él y alguna que otra marea de vez en cuando.
Tata Ogg continuó hurgando en su bolsa y, tal como le pasaba cuando estaba preocupada, la boca se le había conectado a los globos oculares sin que su cerebro interviniera para nada.
Estaba acostumbrada a viajar en escoba. Los viajes largos por tierra eran una novedad para ella, así que se había preparado meticulosamente.