Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—Me parece a mí, si es que hay alguna justicia, que son unos cuatro o cinco mil dólares —dijo Yaya tranquilamente.

Del fregadero de la cocina vino un ruido de platos rotos.

—Así que menos mal que el dinero no importa —continuó Yaya Ceravieja—. De otro modo sería algo terrible. Todo ese dinero ahí, importando.

La cara blanca de Tata Ogg asomó desde detrás de la puerta.

—¡Ni hablar!

—Podría ser un poco más —dijo Yaya.

—¡Ni en sueños!

—Solamente hay que sumar y dividir y todo eso.

Tata Ogg se miró los dedos con cara de fascinación horrorizada.

—Pero eso es una… —Se detuvo. La única palabra que se le ocurría era «fortuna» y no era la adecuada. Las brujas no operaban en una economía de dinero en metálico. El conjunto de las Montañas del Carnero, por lo general, se las apañaba sin las complicaciones del capital. Cincuenta dólares eran una fortuna. Cien dólares eran, eran, eran… bueno, eran dos fortunas, eso es lo que eran.

—Es un montón de dinero —dijo en tono débil— ¿Que no podría hacer yo con todo ese dinero?

—No sé —dijo Yaya Ceravieja—. ¿Qué hiciste con los tres dólares?

—Los puse en una lata encima de la chimenea —dijo Ogg.

Yaya asintió con aprobación. Aquella era la clase de práctica fiscal que le gustaba ver.

—No entiendo por qué la gente se desvive por leer un libro de cocina, de todas formas —añadió—. O sea, no es la clase de cosa que…

Se hizo el silencio en la habitación. Tata Ogg movió nerviosamente sus botas.

Yaya dijo, en una voz cargada de sospecha que todavía era peor porque ni siquiera estaba segura de qué era lo que sospechaba:

—Porque es un libro de cocina, ¿verdad?

—Oh, si —se apresuró a decir Tata, evitando la mirada de Yaya—. Si. Recetas y cosas de esas. Si.

Yaya le dirigió una mirada iracunda.

—¿Nada más que recetas?

—Sí Oh, sí. Sí. Y algunas… anécdotas culinarias, sí. Yaya siguió mirándola. Tata se rindió.

—Esto… busca la Famosa Tarta de Zanahoria y Ostra —dijo— Página 25.

Yaya pasó las páginas. Movió los labios en silencio. Luego:

—Ya veo. ¿Algo más?

—Esto… los Dedos de Canela y Malvavisco… página 17…

Yaya lo consultó.

—¿Y?

—Esto… el Asombro de Apio… página 10.

Yaya consultó también aquello.

—No puedo decir que a mí me haya asombrado —dijo—. ¿Y…?

—Esto… bueno, más o menos todos los Pudines Humorísticos y la Decoración para Pasteles. Es el capítulo seis entero.Para ese he dibujado ilustraciones.

Yaya fue al capítulo seis. Tuvo que darle la vuelta al libro un par de veces.

—¿Cuál estás mirando? —preguntó Tata Ogg, porque a los autores siempre les gusta recibir reacciones del público.

—El Bamboleo de Fresa —respondió Yaya.

—Ah. Con ese siempre se consiguen unas risas.

No parecía estar consiguiendo ninguna de Yaya. La bruja cerró el libro con cuidado.

—Gytha —dijo—. Soy yo y ninguna otra persona quien te lo pregunta. ¿Hay alguna página en este libro, hay una sola receta que no esté relacionada de alguna forma con… tejemanejes?

Tata Ogg, con la cara tan roja como sus manzanas, pareció reflexionar largamente sobre aquello.

—Las gachas —dijo al final.

—¿De verdad?

—Sí. Esto. No, digo una mentira, llevan mi mezcla de miel especial.

Yaya pasó una página.

—¿Y este pastel de aquí? ¿El de cabello de ángel?

—Bueeeno, al principio parece cabello de ángel —dijo Tata, moviendo los pies nerviosamente—, pero luego se descubre el pastel.

Yaya volvió a mirar la portada, El placer del tentempié.

—Y tú de verdad te pusiste a…

—La verdad es que simplemente me salió así, más o menos.

Yaya Ceravieja no era una contendiente en las lizas del amor, pero en calidad de espectadora inteligente sabía cómo se jugaba a aquel juego. No era de extrañar que los libros se hubieran vendido como churros calientes. Algunas recetas explicaban cómo hacerlos. Era sorprendente que las páginas no se hubieran chamuscado.

Y estaba firmado por «Una Bruja de Lancre». El mundo, admitió con modestia Yaya Ceravieja, era bien consciente de quién era la bruja de Lancre. A saber: era ella misma.

—Gytha Ogg —dijo.

—¿Sí, Esme?

—Gytha Ogg, mírame a los ojos.

—Perdona, Esme.

—Aquí dice: «Una Bruja de Lancre».

—No lo pensé, Esme…

—Así que vas a ir a ver al señor Goatberger y vas a parar esto, ¿de acuerdo? No quiero que la gente me mire y piense en la Sopa de Bananana Sorpresa. Ni siquiera me creo lo de la Sopa de Bananana Sorpresa. Y no me apetece ir por la calle y oír a la gente haciendo chistes sobre plátanos.

—Sí, Esme.

—Y yo te voy a acompañar para asegurarme de que lo haces.

—Sí, Esme.

—Y hablaremos con el hombre sobre tu dinero.

—Sí, Esme.

—Y tal vez podemos pasarnos a ver a la joven Agnes para asegurarnos de que está bien.

—Sí, Esme.

—Pero seremos diplomáticas. No queremos que la gente crea que nos metemos donde no nos llaman.

—Sí, Esme.

—Nadie puede decir que yo meto las narices en cosas que no me importan. No hay nadie que pueda llamarme a mí metomentodo.

—Sí, Esme.

—Con eso has querido decir: «Sí, Esme, no hay nadie que pueda llamarte a ti metomentodo», ¿verdad?

—Oh, sí, Esme.

—¿Estás segura?

—Sí, Esme.

—Bien.

Yaya miró por la ventana el cielo de color gris apagado y las hojas a punto de caer y sintió, asombrosamente, que su propia savia fluía de nuevo. El día anterior el futuro le había parecido doloroso y desolado, y ahora parecía cargado de sorpresas y de terror y de cosas malas que le pasaban a la gente…

Al menos ella tenía algo que ver con el asunto.

En el fregadero de la cocina, Tata Ogg sonrió para sí misma.

* * *

Agnes ya sabía un poquito sobre el teatro. A veces iba a Lancre la compañía ambulante. Su escenario venía a medir lo mismo que dos puertas, y los «camerinos» consistían en un trozo de arpillera detrás del cual solía haber un hombre intentando cambiarse de pantalones y de peluca al mismo tiempo y otro hombre vestido de rey fumando un cigarrillo a escondidas.

El edificio de la Ópera era casi tan grande como el palacio del Patricio, y mucho más palaciego. Ocupaba tres acres. En el sótano había establos para veinte caballos y dos elefantes. A veces Agnes pasaba ratos allí porque le reconfortaba pensar que los elefantes eran más grandes que ella.

Detrás del escenario había habitaciones tan grandes que dentro de ellas se almacenaban decorados enteros. En alguna parte del edificio había toda una escuela de ballet. Ahora había algunas de las chicas sobre el escenario, horribles con sus jerséis de lana y ensayando un número.

El interior de la Ópera —por lo menos el interior de los bastidores— le recordaba mucho a Agnes al reloj que su hermano había desmontado para encontrar lo que hacía tictac. Apenas se podía considerar un edificio. Era más bien una máquina. Decorados y telones y sogas que colgaban en la oscuridad como cosas espantosas en un sótano abandonado. El escenario no era más que una parte diminuta del lugar, un pequeño rectángulo de luz en una oscuridad enorme y complicada llena de maquinaria importante…

Una mota de polvo cayó flotando desde la negrura que se extendía a lo alto. Ella se la sacudió de encima.

—Me ha parecido oír a alguien ahí arriba —dijo.

—¡¡Probablemente es el Fantasma!! —exclamó Christine—. ¡Tenemos uno, ya sabes! ¡¡Oh, he dicho tenemos!!. ¡¿No es emocionante?!

—Un hombre con la cara cubierta por una máscara blanca —dijo Agnes.

—¡¿Oh?! Entonces, ¡¿ya has oído hablar de él?!

—¿Qué? ¿De quién?

—¡¡Del Fantasma!!

Maldición, pensó Agnes. Aquello siempre la pillaba desprevenida. Justo cuando ya pensaba que había dejado todo eso atrás. Sabía cosas sin saber muy bien por qué. Aquello incomodaba a la gente. Y ciertamente la incomodaba a ella.

—Oh, yo… supongo que alguien me lo debe de haber dicho —murmuró.

—¡¡Dicen que se mueve invisiblemente por el edificio de la Ópera!!. En un momento dado está en el paraíso y de pronto está en alguna parte de los camerinos!! ¡¡Nadie sabe cómo lo hace!!

—¿En serio?

—¡¡Dicen que ve todas las actuaciones!! ¡Es por eso que nunca venden entradas para el Palco Ocho, ¿sabes?!

—¿El Palco Ocho? —preguntó Agnes—. ¿Qué es un palco?

—¡Los palcos! ¿No lo sabes? ¡¡Es donde se sientan los espectadores con más clase!! ¡Mira, ven, que te lo enseño!

Christine se dirigió resueltamente hacia el frente del escenario e hizo un gesto grandioso con la mano en dirección al auditorio vacío.

—¡Los Palcos! —dijo—. ¡Ahí! ¡Y ahí arriba, el paraíso!

Su voz rebotó en la pared lejana.

—¿Y la gente con más clase no está en el paraíso? Suena como si…

—¡Oh, no! ¡La gente con más clase está en los Palcos! ¡O posiblemente en el patio! ¡Se entra por los vomitorios!

Agnes señaló con el dedo.

—¿Quién se pone ahí abajo? Desde ahí se debe de ver bien…

—¡¡No seas tonta!! ¡¡Eso es el Foso!! ¡¡Es para los músicos!! —Bueno, al menos eso sí tiene lógica. Esto… ¿Cuál es el Palco Ocho?

—¡No lo sé! ¡¡Pero dicen que si alguna vez se venden asientos en el Palco Ocho habrá una tragedia espantosa!! ¡¿A que es romántico?!

Por alguna razón el ojo práctico de Agnes se vio atraído por la enorme lámpara de araña que colgaba sobre el auditorio como un fantástico monstruo marino. Su gruesa soga desaparecía en la oscuridad que había cerca del techo.

Las cuentas de cristal tintineaban.

Otro destello de aquel poder que Agnes hacía siempre todo lo posible por reprimir le hizo vislumbrar mentalmente una imagen traicionera.

—Eso es lo más parecido que he visto en mi vida a un accidente esperando a ocurrir —murmuró.

—¡¡Estoy segura de que estamos totalmente a salvo!! —gorjeó Christine—. Estoy segura de que no permitirían…

Se oyó un acorde que hizo temblar el escenario. La araña de luces tintineó y cayó más polvo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Agnes.

—¡¡Ha sido el órgano!! ¡¡Es tan grande que está detrás del escenario!! ¡¡Venga, vamos a verlo!!

Otros miembros del personal corrían ahora en dirección al órgano. Cerca del mismo había un cubo volcado y un charco cada vez más grande de pintura verde.

Un carpintero extendió el brazo junto a Agnes y recogió un sobre que alguien había dejado sobre el asiento del órgano.

—Es para el jefe —dijo.

—Cuando me reparten el correo a mí, el cartero normalmente solo llama a la puerta —dijo una bailarina, y soltó una risita.

Agnes levantó la vista. En la oscuridad mohosa colgaban perezosamente varias sogas. Por un momento le pareció ver un destello de color blanco que desapareció enseguida.

Había una forma, apenas visible, enredada entre las cuerdas.

Una gota de algo húmedo y pegajoso cayó sobre el teclado.

La gente ya estaba gritando cuando Agnes metió el brazo entre ellos, mojó el dedo en el charquito que iba creciendo y lo olió.

—¡Es sangre! —exclamó el carpintero.

—Es sangre, ¿verdad? —dijo un músico.

—¡¡Sangre!! —gritó Christine—. ¡¡Sangre!!

Era el terrible destino de Agnes mantener la sangre fría en medio de las crisis. Volvió a olerse el dedo.

—Es trementina —dijo Agnes—. Ejem. Perdone. ¿Me equivoco?

Arriba en el enredo de cuerdas la figura gimió.

—¿No deberíamos bajarlo? —añadió ella.

* * *

Candido Tarugo era un humilde leñador. No es que fuera humilde porque fuera leñador. Seguiría siendo bastante humilde aunque fuera propietario de cinco aserraderos. Simplemente era de naturaleza humilde.

Y estaba amontonando sin ninguna pretensión unos cuantos troncos en el punto donde el camino de Lancre se unía al camino principal de la montaña, cuando vio que una carreta de granja se detenía traqueteando y bajaban de ella dos señoras ancianas vestidas de negro. Las dos llevaban una escoba en una mano y un saco en la otra.

Estaban discutiendo. No era una pelea a gritos, sino una riña crónica que claramente había empezado hacía tiempo y se había aposentado para el resto de la década.

—A ti ya te está bien, pero los tres dólares son míos así que no entiendo por qué no puedo decidir yo cómo vamos.

—A mí me gusta volar.

—Y yo te digo que en esta época del año hace demasiado viento para ir en escoba, Esme. La brisa se te mete en sitios de los que no me atrevo ni a hablar.

—¿De verdad? No me imagino qué sitios deben de ser, entonces.

—¡Oh, Esme!

—No me vengas con «Oh, Esme». No fui yo a quien se le ocurrió el Entretenido Bizcocho Borracho Nupcial con Dedos Esponjosos Especiales.

—Además, a Greebo no le gusta ir en escoba. Tiene el estómago delicado.

Tarugo vio que uno de los sacos se movía de forma perezosa.

—Gytha, yo lo he visto comerse media mofeta, así que no me hables de su estómago delicado —dijo Yaya, a quien no le gustaban los gatos por una cuestión de principios—. En todo caso ha estado haciendo Eso otra vez.

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