Se oyó un graznido en lo alto. Otra bandada de ocas pasó por el cielo, tan veloces en su persecución del verano que las alas apenas se movían en medio de aquel ímpetu balístico.
La cabaña de Yaya Ceravieja parecía desierta. Transmitía, en opinión de Tata, una sensación particularmente vacía.
Fue con paso ligero hasta la puerta de atrás y entró en tromba, subió las escaleras pisando fuerte, vio la figura demacrada que había en la cama, llegó a una conclusión instantánea, agarró la jarra de agua de su sitio en el lavabo de mármol, corrió hacia delante…
Una mano salió disparada hacia arriba y le cogió la muñeca
—Estaba echándome una siesta —dijo Yaya, abriendo los ojos—. Gytha, te juro que he notado que venías cuando estabas a medio kilómetro.
—¡Tenemos que hacer una taza de té enseguida! —Tata tragó saliva, casi cayéndose de alivio.
Yaya Ceravieja era más que lo bastante lista como para no hacer preguntas.
Pero a una buena taza de té no se le podía meter prisa. Tata Ogg estuvo dando saltitos nerviosos mientras se avivaba el fuego, se sacaba a las pequeñas ranas del cubo de agua, se hervía el agua y se dejaba reposar la infusión.
—No digo nada —dijo Tata, sentándose por fin—. Tú sirve una taza, eso es todo.
En conjunto, las brujas despreciaban adivinar el futuro leyendo las hojas del té. A las hojas del té no se les da especialmente bien saber lo que depara el futuro. En realidad solamente son algo donde posar la vista mientras la mente hace el trabajo. Serviría prácticamente cualquier cosa: la suciedad de un charco, la película de unas natillas… cualquier cosa. Tata Ogg podía ver el futuro en la espuma de una jarra de cerveza. Y esta le mostraba invariablemente que iba a disfrutar de una bebida refrescante y que casi seguro que no iba a pagarla.
—¿Te acuerdas de la joven Agnes Nitt? —preguntó Tata mientras Yaya Ceravieja intentaba encontrar la leche. Yaya titubeó.
—¿La Agnes que se hace llamar Perditax?
—Perdita X —dijo Tata. Por lo menos ella respetaba el derecho de la gente a reinventarse a sí mismos. Yaya se encogió de hombros.
—Una chica gorda. Con el pelo levantado. Camina con los pies hacia fuera. Canta sola en el bosque. Tiene buena voz. Lee libros. Dice «¡jopé!» en vez de soltar una palabrota. Se ruboriza cuando alguien la mira. Lleva guantes de encaje negros con los dedos cortados.
—¿Te acuerdas de que una vez hablamos de que tal vez pudiera ser… adecuada?
—Oh, tiene un sesgo en el alma, tienes razón —dijo Yaya—. Pero es un nombre desafortunado.
—Su Padre se llamaba Terminal —reflexionó Tata Ogg—. Eran tres hijos: Primario, Intermedio y Terminal. Me temo que la familia siempre tuvo un problema con la educación.
—Me refería a Agnes —dijo Yaya—. Ese nombre siempre me recuerda a pelusa de alfombra.
—Probablemente es por eso que se hace llamar Perdita. —dijo Tata.
—Peor aún.
—¿La tienes fija en la mente? —dijo Tata.
—Si, supongo.
—Bien. Ahora mira esas hojas de té.
Yaya bajó la vista.
No hubo un dramatismo especial, tal vez debido a la manera en que Tata había elevado las expectativas. Pero Yaya susurró entre dientes.
—Vaya, vaya. Hay algo —dijo.
—¿Lo ves? ¿Lo ves?
—Sí.
—¿Como… una calavera?
—Sí.
—¿Y los ojos? Casi me me… Me han dado una sorpresa de órdago esos ojos, te lo aseguro.
Yaya volvió a dejar la taza con cuidado.
—Su madre me ha enseñado las cartas que ha mandado a casa —dijo Tata—. Las he traído conmigo. Es preocupante, Esme. Podría estar expuesta a algo malo. Es una chica de Lancre. Una de las nuestras. Nada es demasiado esfuerzo cuando se trata de uno de los tuyos, siempre lo digo.
—Las hojas del té no pueden predecir el futuro —dijo Yaya en voz baja—. Lo sabe todo el mundo.
—Las hojas del té no lo saben.
—Bueno, ¿quién sería tan tonto como para decirles algo a un puñado de hojas secas?
Tata Ogg miró las cartas que Agnes había mandado a casa. Estaban escritas con la caligrafía meticulosamente redondeada de alguien que había aprendido a escribir de niña copiando letras en una pizarra y nunca había escrito lo bastante de adulto como para cambiar su estilo. La persona que las había escrito también había trazado muy concienzudamente líneas flojitas a lápiz sobre el papel antes de empezar.
Querida mamá, espero que te llegue esta carta. Aquí estoy en Ankh-Morpork y todo va bien, ¡¡todavía no me han violado!! Me alojo en la Calle de la Mina de Melaza número 4, el sitio está bien y…
Yaya probó con otra.
Querida mamá, espero que estés bien. Todo está bien pero el dinero se va volando. Estoy cantando un poco en tabernas, pero no gano mucho, así que he ido a ver al Gremio de Costureras a ver si puedo conseguir un trabajo cosiendo y me he llevado algunas puntadas para enseñarles y te quedarías ASOMBRADA, eso es lo único que puedo decir…
Y otra…
Querida madre, por fin alguna buena noticia. La semana que viene hacen pruebas en la Ópera…
—¿Qué es la ópera? —preguntó Yaya Ceravieja.
—Es como el teatro pero con canciones —respondió Tata Ogg.
—¡Ja! Teatro —dijo Yaya en tono lúgubre.
—Nuestro Nev me habló de ella. Está todo cantado en idiomas extranjeros, dijo. No entendió ni una palabra. Yaya dejó las cartas.
—Sí, pero hay muchas cosas que tu Nev no entiende. ¿Y qué estaba haciendo en ese teatro de ópera, a todo esto?
—Mangando el plomo del tejado. —Tata lo dijo con bastante alegría. No se consideraba robo si era un Ogg quien lo cometía.
—No se puede sacar mucho en claro de las cartas, excepto que está pillando algo de educación —dijo Yaya—. Pero de ahí a decir que…
Hubo un golpe vacilante en la puerta. Era Shawn Ogg, el hijo menor de Tata y único miembro del cuerpo funcionarial de Lancre. En aquel momento llevaba su insignia de cartero. El servicio de correos de Lancre consistía en descolgar la bolsa del clavo donde la dejaba la diligencia y repartirlas entre las casas dispersas cuando tenía un momento, aunque muchos tenían la costumbre de bajar a donde estaba la bolsa y hurgar dentro hasta que encontraban una carta que les gustara.
Se tocó el casco con gesto respetuoso mirando a Yaya Ceravieja.
—Tengo muchas cartas, mamá —le dijo a Tata Ogg—. Esto. Van todas dirigidas a, esto, bueno… Esto… mejor será que les eches un vistazo, mamá.
Tata Ogg cogió el fardo que le ofrecía su hijo.
—«A La Bruja de Lancre» —leyó en voz alta.
—Se refiere a mí, entonces —dijo Yaya Ceravieja con firmeza, y cogió las cartas.
—Ah. Bueno, será mejor que me vaya… —dijo Tata, retrocediendo hacia la puerta.
—No me imagino por qué la gente me tiene que escribir —dijo Yaya, rasgando un sobre—. En fin, supongo que las noticias corren. —Se concentró en las palabras.
«Querida Bruja», leyó. «Solamente quiero decirle cuánto le agradezco la receta de la Famosa Tarta de Zanahoria y Ostra. Mi marido…»
Tata Ogg llegó hasta la mitad del camino antes de que sus botas se volvieran de repente demasiado pesadas para levantarlas.
– ¡Gytha Ogg, vuelve aquí ahora mismo!
* * *
Agnes lo volvió a intentar. No conocía realmente a nadie en Ankh-Morpork y necesitaba a alguien con quien hablar, aunque no la escucharan.
—Supongo que principalmente me vine por culpa de las brujas —dijo.
Christine se giró con los ojos muy abiertos y expresión fascinada. También la boca. Era como mirar una bola de bolos muy guapa.
—¡¿Brujas?! —musitó.
—Oh, sí —dijo Agnes en tono cansino. Sí. A la gente siempre le fascinaba la idea de las brujas. Tendrían que intentar vivir con ellas alrededor.
—¡¿Hacen hechizos y van montadas en escobas?!
—Oh, sí.
—¡No me extraña que te escaparas!
—¿Qué? Oh… no… No es eso. O sea, no son malignas. Es mucho… peor que eso.
—¡¿Peor que malignas?!
—Creen que saben lo que es mejor para todo el mundo.
A Christine se le arrugó la frente, como solía pasar cada vez que contemplaba un problema más complejo que «¿Cómo te llamas?».
—Eso no suena muy m…
—Ellas… enredan a la gente. ¡Creen que solamente porque tienen razón lo que hacen está bien! Y ni siquiera hacen ninguna magia de verdad. ¡No hacen más que engañar a la gente y ser listas! ¡Creen que pueden hacer lo que les dé la gana!
La fuerza de las palabras hizo retroceder incluso a Christine.
—¡¡Oh, cielos!! ¡¿Es que querían que tú hicieras algo?!
—Querían que yo fuera algo. ¡Pero no lo voy a ser!
Christine se la quedó mirando. Y luego, automáticamente, olvidó todo lo que acababa de oír.
—¡Vamos! —dijo—. ¡¡Echemos un vistazo por ahí!!
* * *
Tata se sentó en una silla y dejó en la mesa un paquete envuelto en papel.
Yaya la miraba con cara severa y los brazos cruzados.
—Lo que pasa —balbuceó Tata bajo la mirada láser—, es que mi difunto marido me dijo una vez, me acuerdo, después de cenar «¿Sabes, madre? Sería una lástima que todo lo que sabes muriera contigo. ¿Por qué no apuntas unas cuantas cosas?». Así que me puse a apuntar alguna, cuando tenía un momento, y que sería bonito hacerlo bien, así que se lo envié a la gente del almanaque en Ankh-Morpork y ellos apenas me cobraron nada y hace poco me enviaron esto, creo que es un trabajo muy bien hecho, es asombroso lo bien que ponen todas las letras…
—Has hecho un libro -dijo Yaya.
—Solamente de cocina —dijo Tata Ogg en tono manso, como alguien que estuviera alegando no tener antecedentes penales.
—¿Y qué sabes tú de eso? Si casi nunca cocinas —dijo Yaya.
—Hago especialidades —dijo Tata.
Yaya miró el volumen del delito.
– El placer del tentempié -leyó en voz alta—. «Por Una Bruja de Lancre» ¡Ja! ¿Y por qué no le has puesto tu nombre eh? Los libros tienen que llevar puesto un nombre para que todo el mundo sepa quién es el culpable.
—Es mi nondeplún —dijo Tata—. El señor Goatberger del Almanaque me dijo que le daría un aire más misterioso.
Yaya clavó su mirada gélida en la parte inferior de la portada atiborrada, donde decía, en letras muy pequeñas: «CXXVII Reimpresión. ¡Más de Veynte Mil Exemplares Vendidos! Medio Dólar».
—¿Y tú les enviaste dinero para que lo imprimieran? —preguntó.
—Nada más que un par de dólares —respondió Tata—. Y han hecho un trabajo de narices. Luego me enviaron el dinero de vuelta, pero se equivocaron y enviaron tres dólares de más.
Yaya Ceravieja entendía poco de letras pero trataba los números con mucho cuidado. Ella daba por sentado que cualquier cosa escrita era probablemente mentira, y aquello también se aplicaba a los números. Los números solamente los usaba la gente que te quería asignar uno.
Sus labios se movían en silencio mientras ella pensaba en números.
—Oh —dijo en voz baja—. ¿Y ya está? ¿Nunca volviste a escribirle?
—Nunca en la vida. Es que eran tres dólares. No quería que me dijera que se los tenía que devolver.
—Comprendo —dijo Yaya, todavía asentada en el mundo de números. Se estaba preguntando cuánto costaba hacer un libro. No podía ser mucho: tenían una especie de molinos para imprimir que se encargaban de todo el trabajo duro.
—Al fin y al cabo, se pueden hacer muchas cosas con tres dólares —dijo Tata.
—Cierto —dijo Yaya—. No llevarás un lápiz encima, ¿verdad? Tú que eres una literata y tal.
—Tengo una pizarra —dijo Tata.
—Pásamela, entonces.
—La he estado teniendo a mano por si me despierto por la noche y me viene una idea para una receta, mira —dijo Tata.
—Bien —dijo Yaya sin prestar atención. La tiza chirriaba sobre la tablilla gris. «El papel tiene que costar algo. Y probablemente hay que darle a alguien un par de peniques de propina para que lo venda…» Las cifras angulosas bailaban de una columna a otra.
—Voy a hacer otra taza de té, ¿vale? —dijo Tata, aliviada porque la conversación parecía estar llegando a un final pacífico.
—¿Hum? —dijo Yaya. Se quedó mirando el resultado y le trazó dos líneas por debajo—. Pero te lo pasaste bien, ¿no? —dijo levantando la voz—. ¿Al escribirlo?
Tata Ogg asomó la cabeza por la puerta del fregadero de la cocina.
—Oh, sí. El dinero no me importaba.
—Nunca se te han dado muy bien los números, ¿verdad? —dijo Yaya. Ahora trazó un círculo alrededor de la cifra final.
—Oh, ya me conoces, Esme —dijo Tata en tono jovial—. No sabría ni restar un pedo de un plato de alubias.
—Eso está bien, porque me parece que ese tal Maese Goatberger te debe un poco más de lo que has recibido, si es que hay alguna justicia en el mundo —dijo Yaya.
—El dinero no lo es todo, Esme. Lo que yo digo es que si una tiene salud…