Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—Nos espera una larga caminata —dijo Yaya.

El carruaje se detuvo. Tata levantó la vista hacia el cochero y le dedicó una sonrisa inocente.

—¡Buenos días, buen señor!

Él le dedicó una mirada ligeramente temerosa pero sobre todo cargada de recelo.

—¿Lo son?

—Desearíamos viajar a Lancre, pero por desgracia nos encontramos un poco avergonzadas en materia de bragas.

—¿Ah, sí?

—Pero somos brujas y probablemente podríamos pagar nuestro viaje, por ejemplo, curando cualquier pequeño acné vergonzoso que pueda usted tener.

El cochero frunció el ceño.

—No te voy a llevar a cambio de nada, vieja arpía. ¡Y no tengo ningún pequeño achaque vergonzoso!

Yaya dio un paso adelante.

—¿Cuántos te gustarían? —dijo.

* * *

La lluvia retumbaba sobre las llanuras. No era una tormenta impresionante de las Montañas del Carnero, sino una lluvia persistente y perezosa, procedente de nubes bajas, como una neblina espesa. Llevaba todo el día siguiéndolas.

Las brujas tenían el carruaje para ellas solas. Varias personas habían abierto la portezuela mientras el vehículo estaba esperando para arrancar, pero por alguna razón habían acabado decidiendo de repente que los planes de viaje del día no incluían un trayecto en diligencia.

—Vamos bien de tiempo —dijo Tata, abriendo las cortinas y asomándose a la ventanilla.

—Supongo que el cochero tiene prisa.

—Sí, supongo que sí.

—Pero cierra la ventanilla, que está entrando agua.

—Maaarchando.

Tata agarró la correa y de pronto sacó la cabeza fuera, bajo la lluvia.

—¡Para! ¡Para! ¡Dile al hombre que pare!

El carruaje se detuvo con un patinazo en medio de una cortina de barro.

Tata abrió la portezuela de golpe.

—¡Qué crees que haces intentando volver a casa a pie, y con este tiempo! ¡Te vas a morir de una pulmonía!

La lluvia y la niebla entraban por la portezuela abierta. Luego una forma empapada saltó esforzadamente al pesebrón y se metió debajo de los asientos, dejando una serie de charquitos detrás de sí.

—Intentaba ser independiente —dijo Tata—. Qué mono es.

La diligencia reanudó su camino. Yaya estaba contemplando los interminables campos cada vez más oscuros y la llovizna infatigable cuando vio a otra figura avanzando con gran esfuerzo por el barro del camino que, al cabo de un largo viaje, llegaría a Lancre. Al pasar a su lado, el carruaje empapó a la caminante de agua enfangada.

—Sí, por supuesto. Ser independiente es una buena ambición —dijo corriendo las cortinas.

* * *

Cuando Yaya Ceravieja llegó a su cabaña, todos los árboles estaban pelados.

El viento había arrastrado montones de ramitas y semillas por debajo de la puerta. Había caído hollín por la chimenea. Su casa, que siempre había sido más o menos orgánica, se había acercado un poco más a sus raíces enterradas en la arcilla.

Había cosas por hacer, así que Yaya las hizo. Había hojas por barrer y se tenía que amontonar la leña al resguardo del alero del tejado. Había que zurcir la manga de viento de debajo de las colmenas, rasgada por las tormentas de otoño. Había que traer paja para las cabras. Había que almacenar manzanas en el altillo. A las paredes no les iría mal otra capa de encalado.

Pero antes de nada había que hacer otra cosa. Esa cosa dificultaría un poco todas las demás tareas, pero no había otro remedio. No se podía encantar el hierro. Y no se podía coger una espada sin hacerse daño. De no ser eso cierto, el mundo estaría todo patas arriba.

Yaya se hizo un poco de té y luego puso el hervidor al fuego otra vez. Sacó un puñado de hierbas de una caja que tenia en la cómoda y las metió en un cuenco junto con el agua hirviendo. Sacó un trozo de venda limpia de un cajón y lo dejo con cuidado sobre la mesa junto al cuenco. Enhebró una aguja tremendamente afilada y dejó el hilo y la aguja junto a la venda. Sacó un poco de ungüento verdoso con los dedos de una lata pequeña y lo extendió sobre un trozo cuadrado de tela.

Aquello parecía suficiente.

Se sentó y apoyó el brazo sobre la mesa con la palma de la mano hacia arriba.

—Bueno —dijo, dirigiéndose a nadie en concreto—, supongo que ahora sí que tengo tiempo.

* * *

Había que mover el retrete. Era un trabajo que Yaya prefería hacer ella sola. Cavar un agujero muy profundo tenía algo increíblemente satisfactorio. Carecía de complicaciones. Con un agujero en el suelo uno sabía a qué atenerse. A la tierra no le entraban ideas extrañas ni creía que la gente era honrada porque tenía una mirada fija y un apretón firme. Simplemente estaba ahí, esperando a que una lo moviera. Y después de hacerlo, una podía quedarse ahí sentada con el conocimiento cálido y gratificante de que pasarían meses antes de tener que hacerlo otra vez.

Se encontraba precisamente en el fondo del agujero cuando una sombra se proyectó sobre el mismo.

—Buenas tardes, Perdita —dijo sin levantar la vista.

Levantó otra palada de tierra hasta la altura de la cabeza y la arrojó por encima del borde del agujero.

—Has venido a casa de visita, supongo —dijo.

Clavó otra vez la pala en la arcilla del fondo del agujero, hizo un gesto de dolor y la obligó a hundirse pisando con el pie.

—Me pareció que te estaba yendo muy bien en la ópera —continuó—. Por supuesto, no soy una experta en esas cosas. Aunque es bueno ver cómo los jóvenes buscan fortuna en la gran ciudad.

Levantó la vista con una sonrisa amplia y amigable.

—Veo que también has perdido un poco de peso. —La inocencia colgaba de sus palabras como churretes de caramelo líquido.

—He estado… haciendo ejercicio —dijo Agnes.

—El ejercicio es bueno, está claro —dijo Yaya, regresando a su excavación—. Aunque dicen que puede ser excesivo ¿Cuándo te vuelves?

—No… no lo he decidido.

—Bueeeno, no compensa estar siempre haciendo planes. No hay que atarse todo el tiempo, siempre lo he dicho. Te estás quedando con tu madre, ¿no?

—Sí —dijo Agnes.

—Ah. Pues la vieja cabaña de Magrat sigue vacía. Le harías un favor a todo el mundo si la airearas un poco. Ya sabes, mientras estés aquí.

Agnes no dijo nada. No se le ocurría nada que decir.

—Es gracioso —dijo Yaya, dando golpes a una raíz particularmente problemática—. No se lo contaría a cualquiera, pero el otro día estaba acordándome de cuando era joven y me hacía llamar Endemonidia…

—¿En serio? ¿Cuándo?

Yaya se frotó la frente con la mano vendada, dejando un rastro de color rojo arcilla.

—Oh, durante tres o cuatro horas —dijo—. Hay nombres que no se te pegan. Nunca elijas un nombre con el que no puedas fregar el suelo.

Tiró la pala fuera del agujero.

—Échame una mano para salir, ¿quieres? —Agnes lo hizo. Yaya se sacudió la tierra y el mantillo del delantal y trató de quitarse la arcilla de las botas pisoteando con fuerza. —Es hora de tomar una taza de té, ¿no? —dijo—. Caray, si que tienes buen aspecto. Es el aire fresco. En esa ópera el aire estaba demasiado viciado, me parecía a mí.

Agnes intentó en vano detectar en los ojos de Yaya Ceravieja algo que no fuera sinceridad transparente y buena voluntad.

—Sí. A mí también me lo parecía —dijo—. Esto, ¿te has hecho daño en la mano?

—Se curará. Muchas cosas se curan. Se echó la pala al hombro y se dirigió hacia la cabaña. Y entonces, en mitad del sendero, se giró para mirar atrás.

—Es solamente una pregunta, ya sabes, una pregunta amable de vecina, que se interesa por las cosas y tal, ya sabes, no sería humana si no…

Agnes suspiró.

—¿Sí?

—¿Estás muy ocupada estos días a media tarde?

A Agnes le quedaba la cantidad justa de rebelión como para contestar con un matiz de sarcasmo en la voz.

—¿Ah? ¿Me estás ofreciendo enseñarme alguna cosa?

—¿Enseñarte? No —dijo Yaya—. No tengo paciencia para enseñar. Pero puedo dejarte que aprendas.

—¿Cuándo nos volveremos a reunir las tres?

—Todavía no nos hemos reunido ni una vez.

—Claro que sí. Yo llevo reuniéndome contigo por lo menos…

—Me refiero a que nosotras Tres nunca nos hemos Reunido. Ya sabes… oficialmente…

—Vale… ¿Cuándo nos reuniremos las tres?

—Ya estamos aquí.

—Muy bien. ¿Cuándo…?

—Cállate y saca los malvaviscos. Agnes, dale a Tata los malvaviscos.

—Sí, Yaya.

—Y ten cuidado de no quemar los míos.

Yaya se echó hacia atrás. Era una noche luminosa, aunque las nubes que se estaban acumulando hacia el Eje prometían que iba a nevar pronto. Unas cuantas chispas volaron hacia las estrellas. Yaya miró a su alrededor con orgullo.

—Pero qué bien se está así —dijo.

FIN

Notes

[1] La gente de Lancre creía que el matrimonio era un paso muy serio se tenía que dar correctamente, así que practicaban mucho.

[2] No es que estuviera sentada mirando por la ventana. Había estado mirando el fuego cuando captó el acercamiento de Jarge Tejedor. Pero esa no era la cuestión.

[3] O por lo menos que se moría de ganas de comerse un bombón.

[4] Ejem. Es decir, se iban a dormir a la misma hora que los pollos se iban a dormir y se levantaban a la misma hora que las vacas se levantaban. Los re8rarnaticalmentc imprecisos pueden causar verdaderos malentendidos.

[5] La destilación de alcohol era ilegal en Lancre. Pero por otro lado, el rey Verence ya había renunciado hacía tiempo a la idea de impedir que una bruja hiciera algo que quería hacer, así que simplemente le pedía a Tata que tuviera su alambique en algún lugar donde no se viera mucho. Ella aceptaba sin reservas aquella prohibición, ya que le daba un mercado sin competencia para su producto, conocido dondequiera que los hombres se caían espaldas en las zanjas como «suicidador».

[6] Los royalties o derechos de realeza incluían, estrictamente hablando, que lo persiguieran a uno fotógrafos ansiosos por sacarte una foto sin camiseta.

[7] Y sin lamentarlo, porque no había visto que sirviera para nada.

[8] Jenaro Bucéfalo («Jodido Estúpido») Johnson fue el más famoso inventor de Ankh-Morpork, o por lo menos el más notorio. Fue célebre por no permitir nunca que su ceguera a los números, su falta de cualquier habilidad o su incapacidad para comprender la esencia de los problemas fueran obstáculos de su jovial carrera como el primer hombre del Contra— Renacimiento. Poco después de construir la famosa Torre Desplomada de Quirm volvió su atención al mundo de la música, sobre todo a los organos y las orquestas mecánicas. Todavía salen ocasionalmente a la luz ejemplos de su artesanía en saldos, subastas y, más frecuentemente bajo los escombros.

[9] Era algo esencial al alma de Tata Ogg el que nunca se considerase a si misma una anciana, aunque por supuesto se concedía todas las ventajas que le pudiera propiciar que el resto de la gente la percibiera como tal.

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