Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Agnes los vio marcharse. El público, que era capaz de distinguir la ópera aunque no hubiera nadie cantando, les dedicó un aplauso.

—Muy bien —dijo Agnes—. Y ahora, ¿se ha terminado?

—Casi —dijo Yaya.

—¿Les habéis hecho algo a las cabezas de la gente?

—No, pero a mí me han dado ganas de aporrear unas cuantas —dijo Tata.

—Pero ¡nadie ha dado las gracias ni nada!

—Suele pasar —dijo Yaya.

—Están demasiado ocupados pensando en la siguiente función —dijo Tata—. El espectáculo tiene que continuar —añadió.

—Pero eso… ¡es una locura!

—Es la ópera. Me he dado cuenta de que hasta el señor Balde se ha contagiado —dijo Tata—. Y a ese joven André lo han salvado de ser policía, si me queda algo de juicio.

—Pero ¿qué hay de mi?

—Oh, la gente que hace los finales no es la que se los lleva —dijo Yaya. Y se quitó una mota invisible de polvo del hombro.

—Supongo que tendríamos que ir yéndonos, Gytha —dijo, dándole la espalda a Agnes—. Mañana salimos muy temprano.

Tata dio unos pasos hacia delante, protegiéndose los ojos de la luz mientras contemplaba las fauces oscuras del auditorio.

—El público todavía no se ha ido, fijaos —dijo—. Siguen ahí sentados.

Yaya fue a su lado y escrutó la oscuridad.

—No entiendo por qué —dijo—. Balde ha dicho que la ópera había acabado.

Se giraron para mirar a Agnes, que estaba de pie en el centro del escenario y se dedicaba a fruncir el ceño a la nada.

—¿Te sientes un poco enfadada? —dijo Tata—. Es de esperar.

—¡Sí!

—¿Sientes que todo ha sucedido para los demás y que no hay nada para ti?

—¡Si!

—Pero míralo así —dijo Yaya Ceravieja—: ¿qué le queda a Christine? Simplemente se convertirá en cantante. Atrapada en ese pequeño mundo. Oh, tal vez aprenda lo bastante como para conseguir un poco de fama, pero un día la voz le fallará y ese será el fin de su vida. Mientras que tú puedes elegir. Puedes quedarte sobre los escenarios y ser una simple artista que repite líneas de memoria… O puedes estar en la parte de fuera, y saber cómo funciona el libreto, dónde se cuelgan los decorados y dónde están las trampillas. ¿No es eso mejor?

—¡No!

Lo que más rabia daba de Tata Ogg y Yaya Ceravieja, pensó Agnes más tarde, era la forma en que a veces actuaban en tándem, sin intercambiar una palabra. Por supuesto, había más cosas: el hecho de que nunca pensaran que entrometerse era entrometerse si eran ellas quienes lo hacían. El hecho de que dieran por sentado automáticamente que los asuntos de los demás eran asuntos de ellas. El hecho de que vivieran la vida en línea recta. El hecho, en suma, de que llegaran a cualquier situación y de inmediato se pusieran a cambiarla. Comparado con aquello, actuar según un acuerdo tácito no era más que una molestia menor, pero ahora le estaba sucediendo delante de las narices. Las dos se le acercaron y cada una le puso una mano en un hombro.

—¿Te sientes furiosa? —dijo Yaya.

—¡SÍ!

—Entonces si yo fuera tú la dejaría salir —dijo Tata. Agnes cerró los ojos, apretó con fuerza los puños, abrió la boca y gritó.

Empezó siendo un sonido grave. Del techo se puso a llover polvo de yeso. Los prismas de la lámpara de araña tintinearon suavemente mientras temblaban.

Y se elevó, pasando rápidamente por ese tono a catorce ciclos por segundo en que el espíritu humano empieza a sentirse claramente incómodo con el universo y con el lugar que las tripas ocupan en él. Por todo el edificio de la Ópera la vibración empezó a hacer caer de las estanterías objetos pequeños que se estrellaron contra el suelo.

La nota ascendió, tañó como una campana y ascendió más todavía. En el Foso, todas las cuerdas de los violines se partieron, una tras otra.

A medida que el tono se elevaba, los prismas de cristal de la lámpara temblaban más y más. En el bar, los tapones de las botellas de champán dispararon una salva. El hielo traqueteaba y se resquebrajaba en su cubo. Una hilera de copas de vino se unió al coro, con los bordes borrosos por la vibración, y después explotaron como si fueran vilanos de cardo peligrosos y con actitud.

Había armónicos y ecos que causaban extraños efectos. En los camerinos el maquillaje del número 3 se derritió. Los espejos se resquebrajaron y llenaron la escuela de ballet de un millón de imágenes fracturadas.

Se levantó una polvareda, cayeron los insectos. Las partículas de cuarzo de las piedras del edificio de la Ópera danzaron durante un instante muy breve…

Luego se hizo el silencio, roto de vez en cuando por algún golpe o algún tintineo.

Tata sonrió.

—Ah —dijo—. Ahora sí que se ha acabado la ópera.

* * *

Salzella abrió los ojos.

El escenario estaba vacío, y a oscuras, y sin embargo lo iluminaba un gran resplandor. Es decir, había una tremenda luz sin sombras que manaba de alguna fuente invisible y aun sí, aparte del propio Salzella, no tenía nada más que iluminar.

Sonaron unos pasos a lo lejos. Su propietario tardó un rato en llegar, pero cuando entró en el aire líquido que rodeaba a Salzella pareció incendiarse.

Vestía de rojo: un traje rojo con puntillas rojas, una capa roja, zapatos rojos con hebillas de rubí y un sombrero rojo de ala ancha con una enorme pluma roja. Incluso caminaba ayudándose de un bastón largo y rojo engalanado con cintas rojas. Pero para ser alguien que había invertido tanto tiempo y meticulosidad en su disfraz, el individuo había descuidado el asunto de su máscara. Era una tosca máscara de calavera, de esas que se pueden comprar en cualquier tienda de artículos teatrales. Salzella podía incluso ver el cordel.

—¿Adonde han ido todos? —quiso saber Salzella. En la mente le estaban empezando a borbotear algunos desagradables recuerdos recientes. Todavía no los podía recordar con claridad, pero tenían mal sabor.

La figura no dijo nada.

—¿Dónde está la orquesta? ¿Qué le ha pasado al público?

La figura alta y roja se encogió casi imperceptiblemente de hombros.

Salzella empezó a ver otros detalles. Lo que hasta entonces había pensado que era el escenario le resultaba un poco arenoso bajo los pies. El techo parecía estar muy lejos, tal vez todo lo lejos que puede estar algo, y estaba lleno de puntos fríos y nítidos de luz.

—¡Te he hecho una pregunta!

TRES PREGUNTAS, DE HECHO.

Las palabras se materializaron en el interior de los oídos de Salzella sin ninguna señal de que hubieran viajado como el sonido normal.

—¡No me has contestado!

HAY COSAS QUE TIENE QUE AVERIGUAR POR USTED MISMO, Y ESTA ES UNA DE ELLAS, CRÉAME.

—¿Quién eres tú? ¡No eres del reparto, eso lo sé! ¡Quítate esa máscara!

COMO QUIERA. ME GUSTA PARTICIPAR EN EL AMBIENTE.

La figura se quitó la máscara.

—¡Y ahora quítate esa otra máscara! —dijo Salzella, mientra los dedos gélidos del terror empezaban a subirle por la espalada. La Muerte tocó un resorte secreto del bastón. Una hoja aftlada salió rápidamente, tan fina que era transparente, con un resplandor azul en el filo mientras cortaba las moléculas de aire en sus átomos constituyentes.

AH, dijo, levantando la guadaña. AHÍ CREO QUE ME HA PILLADO.

* * *

Los sótanos estaban oscuros, pero Tata Ogg había caminado sola por las extrañas cavernas que había en el subsuelo de Lancre y por el bosque de noche con Yaya Ceraviejá. La oscuridad no contenía espantos para una Ogg.

Encendió una cerilla.

—¿Greebo?

La gente llevaba horas yendo de arriba abajo. La oscuridad ya no era íntima. Había hecho falta un buen montón de gente para transportar todo el dinero, eso para empezar. Hasta el final de la ópera, aquellos sótanos habían tenido algo misterioso. Ahora eran solo… bueno… habitaciones subterráneas llenas de humedad. Algo que antes vivía allí se había marchado.

Su pie golpeó un trozo de cerámica.

Soltó un gruñido mientras se agachaba apoyándose en una rodilla. El suelo estaba lleno de grumos de barro y fragmentos de maceta rota. Aquí y allí, desarraigados y arrancados, había trozos abandonados de brotes muertos.

Había que ser alguna clase de tonto para meter palitos en macetas llenas de barro en el subsuelo y esperar que pasara algo.

Tata cogió uno y probó a olisquearlo. Olía a barro. Y a nada más.

Le habría gustado saber cómo se había hecho aquello. Simple interés profesional, claro. Y ahora sabía que no llegaría a saberlo nunca. Ahora que estaba allá arriba bajo las luces, Walter era un hombre atareado. Y para que algo empezara, otras cosas tenían que terminar.

—Todos llevamos alguna clase de máscara —le dijo al aire húmedo—. De qué sirve ahora remover las cosas, ¿eh…?

* * *

La diligencia no salía hasta las siete en punto de la mañana. Para alguien de Lancre aquello era casi mediodía. Las brujas llegaron temprano.

—Esperaba tener tiempo de comprar unos cuantos souvenirs —dijo Tata, pateando fuerte en los adoquines para combatir el frío—. Para los niños.

—No hay tiempo —dijo Yaya Ceravieja. —Tampoco importa mucho porque no tengo dinero con que comprarlos —siguió Tata.

—No es culpa mía que dilapides tu dinero —dijo Yaya.

—No recuerdo haber tenido una sola oportunidad de dilapidar.

—El dinero solamente es útil por las cosas que permite hacer.

—Bueno, sí. No me habrían ido mal unas botas nuevas, para empezar.

Tata caminó un poco de arriba para abajo y silbó entre dientes.

—La señora Palma ha sido muy amable al dejar que nos quedáramos en su casa gratis —dijo.

—Sí.

—Por supuesto, yo he ayudado tocando el piano y contando chistes.

—Una bonificación extra —dijo Yaya, asintiendo.

—Y por supuesto también preparé varios aperitivos. Con la Salsa Especial para Fiestas.

—Sí, claro —dijo Yaya con cara de póquer—. Esta misma mañana la señora Palma estaba diciendo que lo mismo se jubilaba el año que viene.

Tata volvió a escrutar la calle.

—Supongo que Agnes aparecerá en cualquier momento -dijo.

—Pues no lo sé, la verdad —dijo Yaya en tono altanero.

—No es que tenga gran cosa que hacer por aquí, después de todo.

Yaya se sorbió la nariz.

—Estoy segura de que eso es cosa suya.

—Creo que todo el mundo se quedó muy impresionado cuando agarraste la espada con la mano.

Yaya suspiró.

—Ja, sí, supongo que sí. No pensaron con claridad, ¿verdad? Lo que le pasa a la gente es que es perezosa. Nunca piensan que tal vez yo tuviera algo en la mano, un trozo de metal o algo así. Ni se les ocurre que pudiera ser un truco. No se les ocurre que si te fijas en las cosas siempre hay una explicación perfectamente válida. Probablemente crean que hice alguna clase de magia.

—Sí, pero… es que no tenías nada en la mano, ¿verdad que no?

—Esa no es la cuestión. Podría haberlo tenido. —Yaya escrutó la plaza—. Además, no se puede hacer magia con el hierro.

—Eso es verdad. Con el hierro no. Ahora bien, alguien como la vieja Aliss la Negra podría hacer que su piel fuera más dura que el acero… pero supongo que eso no es más que una vieja leyenda…

—Sí que podía hacerlo —dijo Yaya—. Pero no se puede ir trasteando con la causa y el efecto. Eso es lo que la volvió loca, al final de todo. Creyó que podía estar al margen de cosas como la causa y el efecto. Pero no se puede. Si uno agarra una espada afilada por la hoja, se hace daño. El mundo sería un lugar terrible si la gente se olvidara de eso.

—Perono te hiciste daño.

—No fue culpa mía. No tenía tiempo. —Tata se sopló en las manos.

—Hay una cosa buena, sin embargo —dijo—. Es un milagro que la lámpara de araña no llegara a caerse. Eso me preocupó nada más verla. Parecía demasiado dramática para su propio bien. Si yo fuera una chiflada, es lo primero que me cargaría.

—Sí.

—No he podido encontrar a Greebo desde anoche.

—Aunque siempre acaba apareciendo.

—Por desgracia.

Se oyó un traqueteo y el carruaje apareció doblando una esquina.

Y se detuvo.

Luego el cochero tiró de las riendas y dio un giro de ciento ochenta grados y volvió a desaparecer.

—¿Esme? —dijo Tata al cabo de un rato.

—¿Sí?

—Hay un hombre y dos caballos que nos están mirando asomados desde la esquina —levantó la voz—. ¡Vamos, sé que estáis ahí! ¡Esta diligencia tiene que salir a las siete! ¿Compraste los billetes, Esme?

—¿Yo?

—Ah —dijo Tata en tono incierto—. Así que… ¿no nos quedan ocho dólares para los billetes?

—¿Qué tienes tú debajo de los elásticos? —dijo Yaya mientras el carruaje avanzaba con cautela.

—Nada que sea moneda de curso legal para viajar, me temo.

—Entonces… no, no tenemos dinero para los billetes.

Tata suspiró.

—Oh, bueno, tendré que usar mi encanto.

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