Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—Entonces, ¿por qué no te marchaste? —le cortó Agnes—. Con todo ese dinero que has robado, ¿por qué no te fuiste a otra parte, si odiabas esto tanto?

Salzella la miró mientras se bamboleaba de atrás hacia delante. Abrió y cerró la boca un par de veces, como si estuviera intentando pronunciar palabras en un idioma extraño.

—¿Irme? —consiguió decir—. ¿Irme? ¿Irme de la ópera?… argh, argh, argh… Volvió a caer al suelo.

André tocó con el pie al director caído.

—¿Ya está muerto? —dijo.

—¿Cómo puede estar muerto? —dijo Agnes—. Por los dioses, ¿es que nadie puede ver que…?

—¿Sabéis lo que me fastidia de verdad? —dijo Salzella, incorporándose hasta ponerse de rodillas—. ¡¡¡¡¡Que todo el mundo tarde tanto!!!!! ¡¡¡¡¡Tiempo!!!!! ¡¡¡¡¡En!!!!!…argh… argh… argh…

Cayó redondo.

La compañía esperó un momento. El público contenía su respiración colectiva.

Tata Ogg lo empujó con una bota.

—Sí, ya está. Parece que ya ha dado su último saludo desde el escenario —dijo.

—Pero ¡si Walter no le ha clavado la espada! —dijo Agnes—. ¿Por qué nadie me escucha? Mirad, ni siquiera tiene la espada clavada! ¡La tiene metida entre el cuerpo y el brazo, por todos los dioses!

—Sí —dijo Tata—. Supongo que en realidad es una pena que no se haya dado cuenta de eso. —Se rascó el hombro—. Anda, estos vestidos de ballet pican un montón…

—Pero ¡está muerto!

—Tal vez se haya sobreexcitado un poco —dijo Tata, toqueteando un tirante.

—¿ Sobreexcitado?

—Se habrá puesto frenético. Ya conoces a estos artistas. Bueno, tú eres una de ellos, claro.

—¿Está muerto de verdad? —dijo Balde.

—Eso parece —dijo Yaya—. Una de las mejores muertes operísticas de todos los tiempos, no me importaría apostar.

—¡¡Es terrible!! —Balde agarró al difunto Salzella por el cuello de la chaqueta y tiró de él hasta ponerlo derecho—. ¿Dónde está mi dinero? ¡¡¡Vamos, suéltalo, dime qué has hecho con mi dinero!!! ¡¡¡No te oigo!!! ¡¡¡No está diciendo nada!!!

—Eso es porque está muerto —dijo Yaya—. Los difuntos no suelen ser muy habladores. Por lo general.

—¡¡¡Bueno, usted es bruja!!! ¿No puede hacer la cosa esa con las cartas y los vasos?

—Bueno, sí… podríamos echar unas manitas de póquer —dijo Tata—. Buena idea.

—El dinero está en los sótanos —dijo Yaya—. Walter le enseñará dónde.

Walter Plinge hizo chocar los talones.

—Ciertamente —dijo—. Encantado.

Balde se lo quedó mirando. Era la voz de Walter Plinge y salía de la cara de Walter Plinge, pero tanto la cara como la voz eran distintas. Sutilmente distintas. La voz había perdido su matiz inseguro y asustado. La mirada torcida había desaparecido de la cara.

—Cielo santo —murmuró Balde, y soltó la chaqueta de Salzella. Se oyó un golpe sordo.

—Y como va usted a necesitar un nuevo director musical —dijo Yaya—, le recomiendo que piense en nuestro amigo Walter.

—¿En Walter?

—Sabe todo lo que se puede saber sobre la ópera —dijo Yaya—. Y también lo sabe todo sobre este edificio.

—Tendría que ver usted la música que ha escrito… —dijo Tata.

—¿Walter? ¿Director musical? —dijo Balde.

—… material que se puede silbar de verdad…

—Sí, creo que se sorprendería usted —dijo Yaya.

—… hay una en la que salen muchos marineros bailando y cantando que no hay mujeres…

—Pero este es el mismo Walter, ¿verdad?

—… Y luego hay un tipo que se llama Les que es todo un miserable…

—Oh, sí, es el mismo Walter —dijo Yaya—. En persona.

—…Y hay una, ja, donde salen un montón de gatos saltando y cantando, esa sí que es divertida —parloteaba Tata—. No me imagino cómo se le debe de haber ocurrido…

Balde se rascó la barbilla. Ya se sentía bastante mareado sin necesidad de aquello.

—Y es de fiar —dijo Yaya—. Y es honrado. Y lo sabe todo sobre el edificio de la Ópera, tal como he dicho. Y… sabe dónde está todo…

El señor Balde ya había tenido bastante.

—¿Quieres ser director musical, Walter? —preguntó.

—Gracias, señor Balde —dijo Walter Plinge—. Eso me gustaría mucho. Pero ¿qué pasa con limpiar los retretes?

—¿Disculpa?

—No tendré que dejar de limpiarlos, ¿verdad? Es que acabo de arreglarlos.

—¡Oh! Ya veo. ¿De verdad? —El señor Balde puso los ojos bizcos un momento—. Bueno, vale. Puedes cantar mientras los limpias, si quieres —añadió con generosidad—. ¡Y ni siquiera te recortaré el sueldo! ¡Te lo… te lo subiré! ¡Seis… no, siete dólares como siete soles!

Walter se frotó la cara con cara pensativa.

—Señor Balde…

—¿Sí, Walter?

—Creo… que al señor Salzella le pagaba usted cuarenta dólares como cuarenta soles… —Balde se volvió hacia Yaya.

—¿Es alguna clase de monstruo?

—Usted escuche las cosas que ha estado escribiendo —dijo Tata—. Unas canciones asombrosas, y ni siquiera están en extranjero. ¿Quiere mirar usted esto…? Disculpe…

Le dio la espalda al público…

… tuingtuangtuong…

… y se volvió a dar la vuelta con un fajo de partituras en las manos.

—Yo sé reconocer la buena música cuando la veo —dijo, dándosela a Balde y señalando emocionada algunos fragmentos—. Tiene bolitas negras y palitos ondulados por todas partes, ¿lo ve?

—¿Tú has estado escribiendo esta música? —le dijo Balde a Walter—. Que está inexplicablemente caliente, por cierto.

—Por supuesto, señor Balde.

—¿En horas de trabajo?

—Aquí hay una canción preciosa —dijo Tata—. «No llores por mí, Genua». Es muy triste. Lo cual me recuerda que tengo que ir a ver si la señora Punge ha vuelto en s… a ver si se ha despertado. Puede que se me haya ido un poquito la mano con el esfumino. —Y se marchó tan ancha, estirándose del vestido aquí y allá y dándole un codazo a una bailarina fascinada— Esto del ballet no hace sudar nada, ¿no te parece?

—Perdone, pero hay algo que no termino de creerme —dijo André. Cogió la espalda de Salzella y palpó la hoja con cuidado.

—¡Au! —gritó.

—Está afilada, ¿verdad? —dijo Agnes.

—¡Sí! —André se chupó el pulgar—. Ella la ha cogido con la mano.

—Es una bruja —dijo Agnes.

—Pero ¡es de acero! ¡Yo pensaba que nadie podía encantar el acero! ¡Lo sabe todo el mundo!

—Yo no me dejaría impresionar demasiado si fuera tu —dijo Agnes en tono amargo—. Probablemente sea alguna clase truco…

André se volvió hacia Yaya.

—¡Ni siquiera tiene usted un arañazo en la mano! ¿Cómo… ha… podido…?

La mirada de Yaya lo retuvo durante un momento en su lomo de zafiro. Cuando él apartó la vista parecía vagamente perplejo, como un hombre que no recuerda dónde ha dejado algo.

—Confío en que no haya hecho daño a Christine —balbuceó—. ¿Por qué nadie la está atendiendo?

—Probablemente porque siempre se asegura de chillar y desmayarse antes de que pase nada —dijo Perdita por boca de Agnes.

André echó a andar por el escenario. Agnes lo siguió. En realidad había un par de bailarinas arrodilladas junto a Christine.

—Sería terrible que le pasara algo —dijo André.

—Oh… sí.

—Todo el mundo dice que es tan prometedora… —Walter apareció a su lado.

—Sí. Tenemos que llevarla a alguna parte —dijo. Su voz era controlada y precisa.

Agnes sintió que su mundo empezaba a perder fondo.

—Sí, pero… tú sabes que era yo la que cantaba, ¿no?

—Oh, sí… sí, claro… —dijo André, incómodo—. Pero… bueno… esto es la ópera… ya sabes…

Walter cogió a Agnes de la mano.

—Pero ¡era a mí a quien enseñabas! —dijo ella, desesperada.

—Entonces eras muy buena —dijo Walter—. Sospecho que ella nunca será igual de buena, ni siquiera después de muchos meses bajo mi instrucción. Pero Perdita, ¿has oído alguna vez la expresión «cualidades de estrella»?

—¿Es lo mismo que talento? —espetó Agnes.

—Es menos frecuente.

Ella se lo quedó mirando. La cara de él, fuera como fuese que estaba controlada ahora, resultaba bastante atractiva a la luz de las candilejas.

Ella se soltó la mano.

—Me gustabas más cuando eras Walter Plinge —dijo.

Agnes apartó la vista y sintió la mirada de Yaya Ceravieja sobre ella. Estaba segura de que era una mirada de burla.

—Esto… tendríamos que llevar a Christine al despacho del señor Balde —dijo André.

Aquello pareció romper alguna clase de hechizo.

—¡¡¡Por supuesto!!! —dijo Balde—. Y tampoco podemos dejar el cadáver del señor Salzella ahí cadavereando sobre el escenario. Vosotros dos, llevadlo a los bastidores. Los demás… bueno, ya estaba a punto de acabarse de todas formas… esto… ya está. La… ópera se ha acabado.

—¡Walter Plinge!

La señora Plinge entró, apoyada en Tata Ogg. La madre de Walter clavó en él una mirada brillante.

—¿Has sido un chico malo?

El señor Balde se le acercó y le dio unos golpecitos en la mano.

—Creo que será mejor que venga usted también a mi despacho —dijo. Le dio el fajo de partituras a André, que lo abrió por una página al azar.

André les echó un vistazo y abrió mucho los ojos.

—Eh… esto es bueno —dijo.

—¿Lo es?

André miró otra página.

—¡Por los dioses!

—¿Qué? ¿Qué? —dijo Balde.

—Yo nunca… o sea, hasta yo puedo ver… tum-ti TUM tum-tum… sí… señor Balde, ¿sabe que esto no es ópera? Hay música, y… sí… bailes y canciones, en efecto, pero no es opera. Para nada. Está muy lejos de la ópera.

—¿Cómo de lejos? ¿No querrá usted decir…? —Balde dijo, saboreando la idea—. ¿No querrá usted decir que hay posibilidad de que uno ponga música y saque dinero?

André tarareó unos compases.

—Ese podría muy bien ser el caso, señor Balde.

Balde sonrió encantado. Puso un brazo en los hombros de André y el otro en los de Walter.

—¡¡¡¡¡Bien!!!!! —dijo—. ¡¡¡¡¡Esto pide una copa muy gra… de tamaño medio!!!!!

Uno a uno o bien en grupos, los cantantes y bailarines abandonaron el escenario. Y las brujas se quedaron solas con Agnes.

—¿Y ya está? —dijo Agnes.

—Todavía no del todo —dijo Yaya.

Alguien entró al escenario dando tumbos. Una mano amable le había vendado la cabeza a Enrico Basilica, y presumiblemente otra mano amable le había dado el plato de espaguetis que tenía en la mano. Todavía parecía estar bajo los efectos de la conmoción cerebral leve. Miró parpadeando a las brujas, como un hombre que hubiera dejado de entender los acontecimientos inmediatamente recientes y por tanto hubiera decidido aferrarse a consideraciones más antiguas.

—Ahguien me ha dao unos ‘paguetis —dijo.

—Qué bien —dijo Tata.

—¡Ja! ¡Pagguetis buenos pa quien le guhten… pero no pa mí! ¡Ja! ¡Sí! —Se giró y se quedó mirando embotadamente la oscuridad del patio de butacas.

—¿Saben qué voy a hacer? ¿Saben qué voy a hacer ahora mismo? ¡Voy a decir adiós a Enrico Basilica! ¡Oh, sí! ¡Ya ha masticado su último tentáculo! Voy a salir ahora mismo y me voy a soplar ocho pintas de Turbot Extra Rara. ¡Y probablemente una salchicha en panecillo! Y luego me voy a ir al teatro de variedades a oír cómo Nellie Sello canta «De qué sirve la colita si no tienes alfiler», y si alguna vez vuelvo a cantar aquí será con el nombre orgulloso de Henry Babosa, ¿me oyen…?

En alguna parte del público se oyó un chillido:

—¿Henry Babosa?

—Esto… sí.

—¡Ya me había parecido que eras tú! ¡Te has dejado crecer barba y te has metido una bala de paja dentro de los pantalones pero ya me parecía a mí que debajo de ese pequeño disfraz eras mi Henry, claro que sí!

Henry Babosa se protegió con la mano los ojos del brillo de las candilejas.

—¿Angeline?

—¡Oh, no! —dijo Agnes en tono cansino—. Esta clase de cosas no pasan.

—En el teatro pasan a todas horas —dijo Tata Ogg.

—Está claro que sí —dijo Yaya—. Es un puro milagro que no tenga un gemelo perdido mucho tiempo atrás.

Se oyó un ruido parecido a una refriega entre el público. Alguien estaba saliendo aparatosamente de su hilera de asientos y arrastrando a otra persona tras de sí.

—¡Madre! —dijo una voz procedente de las sombras—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—¡Tú te vienes conmigo, joven Henry!

—¡Madre, no podemos subir al escenario!

Henry Babosa lanzó el plato como un disco volador entre los bastidores, bajó con dificultad del escenario y pasó pesadamente por encima del borde del foso de la orquesta, ayudado por un par de violinistas.

Se encontraron en la primera hilera de asientos. Agnes pudo oír sus voces.

—Yo quería volver. ¡Ya lo sabes!

—Y yo quería esperar, pero entre una cosa y otra… especialmente entre una cosa. Ven aquí, joven Henry…

—Madre, ¿qué está pasando?

—Hijo… ¿sabes que siempre te dije que tu padre era el señor Legulino el malabarista de anguilas?

—Sí, el…

—¡Por favor, venid los dos a mi camerino! Veo que tenemos mucho de lo que hablar.

—Oh, sí. Mucho…

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