Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—Hum… Yo… —Agnes vaciló, probando la frase siguiente en su cabeza-… estudié con… lady Ogg. Pero no tiene conservatorio porque nunca hace compotas, se las regala todo el mundo.

Christine no mostró ninguna voluntad de cuestionar aquello. Todo lo que le parecía demasiado difícil de entender lo ignoraba.

—¡¿En el coro no pagan muy bien, verdad?! —dijo.

—No. —Era menos de lo que pagaban por fregar suelos. La razón era que, cuando uno anunciaba un suelo sucio, no aparecían cientos de aspirantes.

—¡Pero es lo que siempre he querido hacer! ¡Además, está la cuestión del estatus!

—Sí, supongo que también está.

—¡He ido a ver las habitaciones que nos dan! ¡Son muy estrechitas! ¡¿Qué habitación te ha tocado a ti?!

Agnes miró con cara inexpresiva la llave que le habían entregado, junto con muchas instrucciones severas acerca de «nada de hombres» y una expresión desagradable de «aunque a ti no hace falta que te lo diga» en la cara de la gobernanta del coro.

—Eh… la 17.

Christine dio una palmada.

—¡¡Ay, caray!!

—¿Perdona?

—¡¡Estoy tan contenta!! ¡¡Vas a estar a mi lado!!

Agnes se quedó perpleja. Siempre había estado resignada a ser la que elegían la última en el gran juego por equipos de la Vida.

—Bueno, sí… supongo… —dijo.

—¡¡Tienes tanta suerte!! ¡¡Tienes una figura muy majestuosa!! ¡¡Y ese pelo tan maravilloso, así tal como te lo recoges en un montón!! ¡¡Te sienta bien el negro, por cierto!!

Majestuosa, pensó Agnes. Era una palabra que nunca, nunca se le habría ocurrido. Y siempre se había mantenido alejada del blanco porque vestida de blanco parecía una cuerda llena de ropa tendida en un día de viento.

Siguió a Christine.

A Agnes se le ocurrió, mientras seguía con dificultad a la chica camino hacia sus nuevos alojamientos, que si alguien pasaba mucho tiempo en la misma habitación que Christine, tendría que abrir una ventana para evitar ahogarse en signos de exclamación.

Desde algún lugar en el fondo del escenario, sin ser visto por nadie, alguien miró cómo se marchaban.

* * *

Por lo general la gente se alegraba de ver a Tata Ogg. A Tata se le daba bien hacer que se sintieran como en casa en sus propias casas.

Pero el caso es que era una bruja, y por tanto también era experta en llegar justo después de que se cocinaran las tartas o se hicieran las salchichas. Por lo general Tata Ogg viajaba con una bolsa de red metida en una pernera de su ropa interior larga hasta las rodillas: por si acaso, como decía ella, alguien quiere darme algo.

—Así pues, señora Nitt —comentó, alrededor de la tercera tarta y la cuarta taza de té—. ¿Cómo está su hija? Me refiero a Agnes.

—Ah, ¿no se ha enterado, señora Ogg? Se ha ido a Ank-Morpork para ser cantante.

A Tata Ogg se le cayó el alma a los pies.

—Eso está bien —dijo—. Tiene buena voz, me acuerdo, por supuesto, yo le di algunos consejos. La oía siempre cantar en los bosques.

—Es el aire de aquí —dijo la señora Nitt—. Ella siempre ha tenido un buen pecho.

—Cierto, cierto. Es famosa por ello. Así pues… esto ¿Ella no está aquí, entonces?

—Ya conoce a nuestra Agnes. Nunca dice gran cosa. Creo que esto le parecía un poco aburrido.

—¿Aburrido? ¿Lancre? —dijo Tata Ogg.

—Eso le decía yo —dijo la señora Nitt—. Yo le decía siempre que aquí tenemos puestas de sol muy bonitas. Y está la feria todos los Martes del Pastel del Alma, sin falta.

Tata Ogg pensó en Agnes. Había que tener pensamientos muy grandes para hacer que cupiera toda Agnes en ellos.

Lancre siempre había dado mujeres fuertes y capaces. Un granjero de Lancre necesitaba una mujer a quien no se le cayeran los anillos por matar a un lobo a golpes de delantal cuando salía a buscar leña. Y aunque al principio parecía que besar tenía más encanto que cocinar, cualquier muchachote de Lancre que buscara novia siempre se acordaba del consejo de su padre de que los besos pierden el fuego con el tiempo pero la cocina tiende incluso a mejorar con los años, y dirigía su cortejo a aquellas familias que mostraban claramente una tradición de disfrutar de la comida.

Agnes era, en opinión de Tata, bastante guapa de una forma más bien expansiva. Era un bonito ejemplo de la típica femineidad de Lancre. Lo cual quería decir que era aproximadamente como dos femineidades de cualquier otro sitio.

Tata también recordaba que era más bien pensativa y tímida, como si intentara reducir la cantidad de mundo que ocupaba.

Pero había mostrado señales de aptitud para la brujería. No podía esperarse otra cosa. No había nada como aquella sensación de «no encajo» para estimular los viejos nervios mágicos.

Por eso a Esme se le daba tan bien. En el caso de Agnes, esto se había manifestado en forma de una tendencia a llevar guantes de encaje negro y maquillaje blanco y a llamarse Perdita más una inicial sacada del culo del alfabeto, pero Tata daba por hecho que aquello se pasaría pronto en cuanto tuviera un poco de brujería seria a sus amplias espaldas.

Tendría que haber prestado más atención a aquello de la música. El poder encontraba vías de salida por toda clase de rutas…

La música y la magia tenían mucho en común. Sin ir más lejos, ambas empezaban por eme. Y era imposible dedicarse a las dos.

Maldición. Tata ya casi contaba con la chica.

—Solía encargar música en Ankh-Morpork —dijo la señora Nitt—. ¿Ve?

Le pasó varios fajos de papeles a Tata. Tata los hojeó. Las partituras eran bastante comunes en las Montañas del Carnero, y se consideraba que una sesión de canciones en el salón era la tercera mejor cosa que hacer en una velada larga y oscura. Pero Tata se daba cuenta de que aquello no era música normal y corriente. Estaba demasiado apelotonada.

– Cosi fan Hita —leyó—. Die Meistersinger von Scrote.

—Está escrito en extranjero —dijo la señora Nitt con orgullo.

—Ciertamente —dijo Tata.

La señora Nitt la estaba mirando con cara expectante.

—¿Qué? —dijo Tata, y luego—. Oh.

La mirada de la señora Nitt se desvió por un instante hacia su taza de té vacía.

Tata Ogg suspiró y dejó a un lado la música. De vez en cuando entendía lo que solía decir Yaya Ceravieja. A veces la gente esperaba demasiado poco de las brujas.

—Claaaro —dijo, intentando sonreír—. Vamos a ver lo que el destino manifestándose en forma de estos trocitos secados de hojas nos depara, ¿eh?

Compuso sus rasgos en una mueca adecuada de poder oculto y miró la taza.

Que, un segundo más tarde, se hizo añicos al estrellarse en el suelo.

* * *

Era una habitación pequeña. De hecho era media habitación pequeña, ya que alguien había levantado un tabique que la atravesaba. Las integrantes nuevas del coro tenían un rango bastante más bajo que los aprendices de tramoyista en la opera.

Había sitio para una cama, un ropero, una mesa de tocador y, bastante fuera de lugar, un espejo enorme, tan grande como la puerta.

—¡¿Impresionante, verdad?! —Dijo Christine—. ¡¡Intentaron sacarlo pero parece que está empotrado en la pared!! ¡¡Estoy segura de que resultará muy útil!!

Agnes no dijo nada. La media habitación que le tocaba a ella, la otra mitad de aquella, no tenía espejo. Y ella se alegraba. No consideraba a los espejos como objetos amigables por naturaleza. Y no solamente por las imágenes que le mostraban. Había algo… preocupante… en los espejos. Siempre lo había sentido así. Parecía que la miraban. Agnes odiaba que la miraran.

Christine se colocó en el poco espacio que había en mitad del suelo y giró sobre sí misma. Mirarla tenía algo que resultaba placentero. Es la chispa, pensó Agnes. Había algo en Christine que hacía pensar en lentejuelas.

—¡¿A que esto es genial?! —dijo.

Que no te cayera bien Christine sería como que no te gustasen los animales pequeños y peluditos. Y Christine era igual que un animal pequeño y peludito. Un conejo, tal vez. Ciertamente era imposible meterle toda una idea en la cabeza de una vez. Tenía que mordisquearla primero para partirla en trocitos manejables.

Agnes volvió a echar un vistazo al espejo. Su reflejo la miró a ella. No le iría nada mal tener un poco de tiempo para ella ahora mismo. Todo había pasado tan deprisa… y aquel lugar la incomodaba. Todo le resultaría mucho más agradable si pudiera tener un poco de tiempo para ella misma.

Christine paró de girar.

—¡¿Te encuentras bien?!

Agnes asintió.

– ¡¡Háblame de ti!!

—Esto… bueno… —Agnes se sintió halagada a pesar de sí misma—. Soy de un sitio en las montañas del que probablemente no hayas oído hablar nunca…

Se detuvo. En la cabeza de su compañera se había apagado una luz, y Agnes se dio cuenta de que Christine no le había hecho la pregunta porque quisiera saber la respuesta en absoluto, sino por decir algo. Ella continuó:

—… Y mi padre es el Emperador de Klatch y mi madre es una bandeja pequeña de pudines de frambuesa.

—¡Qué interesante! —Dijo Christine, que se estaba mirando en el espejo—. ¡¿Crees que me queda bien el pelo?!

* * *

Lo que habría dicho Agnes, si Christine fuera capaz de escuchar algo durante más de un par de segundos, era esto:

Una mañana se había levantado con el horrible descubrimiento de que le había tocado vivir con la carga de una personalidad encantadora. Así de simple. Ah, y un pelo muy bonito.

Lo malo no era tanto la personalidad, era el «pero» que la gente añadía siempre cuando hablaba del tema. «Pero tiene una personalidad encantadora», decían. Era la falta de opciones lo que le dolía. Nadie le había preguntado, antes de nacer, si quería una personalidad encantadora o si prefería, por ejemplo, una personalidad despreciable pero un cuerpo que cupiera en 10 vestidos de la talla 9. En cambio, la gente se esforzaba al máximo por decirle que la belleza solamente estaba de piel para adentro, como si alguna vez un hombre se hubiera enamorado de un atractivo par de riñones.

Notaba un futuro que intentaba aterrizar sobre ella. Se había sorprendido a sí misma diciendo «¡ostras!» y «¡jopé!» cuando quería decir una palabrota y usando papel color rosa.

Tenía reputación de mantener la calma y actuar con eficiencia en situaciones de crisis.

Si no espabilaba, pronto se vería haciendo galletas dulces de mantequilla y tartas de manzana tan buenas como las de su madre y entonces ya no habría esperanza para ella.

Así que había creado a Perdita. Había oído en alguna parte que dentro de toda mujer gorda había una mujer delgada que quería salir[3] así que le había puesto el nombre de Perdita. Era una buena depositaria de aquellos pensamientos que Agnes no podía tener debido a su personalidad maravillosa. Perdita usaría el negro si pudiera encontrar la forma de hacerlo, y era hermosamente pálida en lugar de vergonzosamente ruborizada. Perdita quería ser un alma perdida e interesante con los labios pintados de color ciruela. Solamente a veces, sin embargo, Agnes pensaba que Perdita era tan tonta como ella.

¿Acaso eran las brujas su única alternativa? Ella había notado que estaban interesadas en ella, de una forma que no acababa de identificar con precisión. Era lo mismo que saber cuándo te está mirando alguien, aunque ella, de hecho, había visto ocasionalmente que Tata Ogg la miraba de una forma crítica, como alguien que está examinando un caballo de segunda mano.

Ella sabía que tenía cierto talento. A veces sabía algunas cosas que iban a pasar, aunque siempre de una forma lo bastante confusa como para que ese conocimiento fuera totalmente inútil una hora después. Y tenía su voz. Era consciente de que no era del todo natural. Siempre le había gustado cantar y de alguna manera su voz había hecho todo lo que ella quisiera que hiciera.

Pero había visto cómo vivían las brujas. Oh, Tata Ogg estaba bien, la verdad es que era un vejestorio bastante simpático. Pero las demás eran rarísimas, nadando a contracorriente en lugar de dejarse llevar agradablemente por el río de la vida como todo el mundo… la vieja Madre Dismass que podía ver el pasado y el futuro pero era totalmente ciega en el presente, y Millie Hopwood en Tajada que tartamudeaba y le goteaban las orejas, y en cuanto a Yaya Ceravieja…

Sí, sí. ¿El mejor oficio del mundo? ¿Ser una vieja amargada y sin amigos?

Siempre estaban buscando a gente que fuera rara como ellas.

Bueno, pues no les iba a servir de nada buscar a Agnes Nitt.

Harta de vivir en Lancre, y harta de las brujas, y sobre todo harta de ser Agnes Nitt, se había… escapado.

* * *

Tata Ogg no parecía tener complexión de corredora, pero avanzaba engañosamente deprisa, pateando montones de hojas con sus botas enormes y pesadas.

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