Una cacatúa se dio la vuelta y tiró de la máscara de un loro.
* * *
Balde sollozó. Aquello era peor que el día en que explotó la leche de manteca. Aquello era peor que la ola de calor repentina que sembró el caos en un almacén lleno de Lancre Extra Fuerte.
La ópera se había convertido en una pantomima.
El público se estaba riendo.
El único personaje que seguía llevando su máscara era el signore Basilica, que estaba contemplando los esfuerzos del coro con todo el asombro altivo que le permitía su propia máscara, y que, asombrosamente, era considerable.
—Oh, no —gimió Balde—. ¡Ya no levantaremos cabeza! ¡Nunca regresará con nosotros! ¡Va a correr la voz por todo el circuito de la ópera y ya nadie querrá venir aquí!
—¿Ya nadie querrá qué…? —balbuceó una voz detrás de él.
Balde se dio la vuelta.
—Oh, signore Basilica —dijo—. No lo había visto… Justamente estaba pensando, ¡confío en que no crea usted que esto es típico de aquí!
El signore Basilica lo miró sin verlo, bamboleándose ligeramente para un lado y para otro. Llevaba la camisa rota.
—Ahguien… —dijo.
—¿Perdone?
—Ahguien… ahguien me ha arreao en la cabeza —dijo el tenor—. ¿Me da un vaso de agua, po favo…?
—Pero usted… está a punto… de… cantar… ¿verdad que sí? dijo Balde. Agarró al hombre aturdido por el cuello de la camisa para acercárselo, pero lo único que consiguió fue levantarse a sí mismo del suelo hasta que sus zapatos estuvieron a la altura de las rodillas de Basilica—. Dígame… que está usted… en el escenario… ¡¡¡por favor!!!
Incluso en su estado aturdido, Enrico Basilica, alias Henry Babosa, reconoció lo que podría llamarse la dicotomía esencial de aquella declaración. Así que se atuvo a lo que conocía. —Ahguien me ha atizao nun pasillo… —sugirió.
—¿No es usted el que está ahí fuera?
Basílica parpadeó pesadamente.
—¿Yo no soy yo?
—¡¡¡Va a cantar usted el famoso dúo dentro de un momento!!!!
Otra idea pasó por el cráneo maltratado de Basílica:
—¿Ese soy yo? —dijo—. Qué bien. Tengo buchas ganas. Nunca me he escuchao a bi bisbo.
Soltó un pequeño suspiro de felicidad y se desplomó de espaldas cuan largo era.
Balde se apoyó en una columna para no perder el equilibrio. Luego se le frunció el ceño y, en la mejor tradición de las reacciones tardías, se quedó mirando al tenor caído y contó hasta uno con los dedos. Luego se giró hacia el escenario y contó hasta dos.
Notaba que en cualquier momento se avecinaba un cuarto signo de exclamación.
* * *
El Enrico Basilica que estaba en el escenario giró su máscara en una dirección y luego en la otra. A la derecha del escenario, Balde estaba hablando en voz baja con un grupo de tramoyistas. A la izquierda del escenario, André el pianista secreto estaba esperando. A su lado se erguía un troll enorme.
El cantante rojo y gordo caminó hasta el centro del escenario mientras empezaba el preludio del dúo. El público se volvió a poner cómodo. Los juegos y la diversión en el coro estaban muy bien, tal vez incluso formaban parte de la trama, pero ellos habían pagado por esto. Esto era lo que realmente importaba.
Agnes lo observó mientras Christine caminaba hacia él. Ahora se daba cuenta de que algo fallaba en Basilica. Oh, si, estaba gordo, de una forma que sugería una almohada debajo de la camisa, pero no se movía como Basilica. Basilica se movía con pasitos suaves, como suelen hacer los hombres gordos, dando la impresión de ser un globo mal amarrado.
Miró a Tata, que también estaba vigilando con atencion al hombre. No podía ver a Yaya Ceravieja por ninguna parte. Probablemente aquello quería decir que estaba muy cerca.
La expectación del público pesaba sobre todos ellos. Sus cejas abiertas como pétalos. La cuarta pared del escenario, la oscuridad enorme y absorbente de fuera, era un pozo de silencio que suplicaba que lo llenaran.
Christine se estaba acercando a él con total despreocupación. Christine se metería en la boca de un dragón si llevara un letrero que dijera «Totalmente inofensiva, prometido»… Por lo menos si el letrero estuviera impreso en letras grandes y fáciles de entender. Nadie parecía querer hacer nada al respecto. Era un dúo famoso. Y hermoso. Agnes lo sabía bien. Se había pasado toda la noche anterior cantándolo.
Christine cogió de la mano al falso Basilica y, mientras sonaban los compases iniciales del dúo, abrió la boca…
—¡Detente!
Agnes había puesto toda su energía en el grito. La lámpara de araña tintineó.
La orquesta dejó de tocar con un revuelo de bufidos y tañidos.
En medio de los acordes evanescentes y los ecos moribundos, el espectáculo se detuvo.
* * *
Walter Plinge estaba sentado a la tenue luz de las velas debajo del escenario, con las manos apoyadas en el regazo. No pasaba a menudo que Walter Plinge no tuviera nada que hacer, pero cuando no tenía nada que hacer, no hacía nada.
Le gustaba aquel sitio. Era familiar. A través de las paredes le llegaban los sonidos de la ópera. Llegaban lejanos, pero no importaba. Walter se sabía todos los textos, hasta la última nota de las partituras, hasta el último paso del último baile. Necesitaba las actuaciones propiamente dichas de la misma forma en que un reloj necesita su diminuto mecanismo de escape: mantenía en marcha su tranquilo tictac.
La señora Plinge le había enseñado a leer usando viejos programas de la ópera. Así es como había descubierto que él formaba parte de todo aquello. Aunque no era nada que no supiera ya. Había echado los dientes mordisqueando un casco con cuernos. La primera cama que recordaba era la misma cama elástica usada por lady Gigli en el infame incidente de la Gigli Saltarina.
La ópera era la vida de Walter Plinge. Respiraba sus canciones, pintaba sus decorados, encendía sus fuegos, fregaba sus suelos y sacaba brillo a sus zapatos. La ópera llenaba espacios en Walter Plinge que de otra manera habrían quedado vacíos.
Y ahora el espectáculo acababa de detenerse.
Pero toda la energía y toda la emoción contenida y en estado puro que se acumula detrás de un espectáculo —todos los gritos, los miedos, las esperanzas, los deseos— siguieron volando, como un cuerpo que sale despedido de un accidente.
Y aquel terrible impulso se estampó contra Walter Plinge como un maremoto que golpeara una taza de té.
Lo hizo salir volando de su silla y lo lanzó contra el decorado ruinoso.
Resbaló hasta el suelo y se encogió hasta no ser más que una bola temblorosa en el suelo, tapándose los oídos con las manos para no oír aquel silencio repentino, antinatural.
De las sombras salió una figura.
Yaya Ceravieja nunca había oído hablar de la psiquiatría y aunque ese no fuera el caso no habría querido tener nada que ver con ella. Hay algunas artes demasiado oscuras hasta para una bruja. Ella practicaba la cabezología; de hecho, la había practicado hasta convertirse en una maestra. Y aunque pudiera haber algunas semejanzas superficiales entre un psiquiatra y un cabezólogo, en la práctica existía una diferencia enorme. Si estuviera tratando a un hombre que teme estar siendo seguido por un monstruo enorme y terrible, el psiquiatra se esforzaría por convencerle de que los monstruos no existen. Yaya Ceravieja simplemente le daría una silla para que se subiera a ella y un palo muy grande.
—Levántate, Walter Plinge —dijo Yaya.
Walter se puso de pie, mirando hacia delante.
—¡Se ha parado! ¡Se ha parado! ¡Parar el espectáculo trae mala suertel —dijo con voz ronca.
—Alguien tendría que empezarlo de nuevo —dijo Yaya.
—¡No se puede parar el espectáculo! ¡Es el espectáculo!
—Sí, alguien tendría que empezarlo de nuevo, Walter Plinge.
Walter no parecía ser consciente de su presencia. Hojeó erráticamente su pila de partituras y pasó las manos por los montones de viejos programas. Puso una mano sobre el teclado del armonio y tocó unas cuantas notas neuróticas.
—No está bien parar. El espectáculo debe continuar…
—El señor Salzella está intentando parar el espectáculo, ¿verdad, Walter?
Walter levantó de repente la cabeza. Miró fijamente hacia delante.
—¡No has visto nada, Walter Plinge! —dijo, con una voz tan parecida a la de Salzella que hasta Yaya enarcó una ceja—. ¡Y si dices mentiras, te encerraré y me encargaré de que tu madre tenga problemas graves!
Yaya asintió.
—Se enteró de lo del Fantasma, ¿verdad? —dijo—. El Fantasma que aparece cuando lleva puesta la máscara… ¿verdad, Walter? Y pensó: puedo aprovecharme de esto. Y cuando sea hora de que cojan al Fantasma… bueno, hay un Fantasma al que pueden coger. Y lo mejor es que todos lo creerán. Se sentirán mal consigo mismos, tal vez, pero lo creerán. Y ni siquiera Walter Plinge estará seguro porque tiene la mente hecha un lío.
Yaya respiró hondo.
—Está hecha un lío pero no es retorcida. —Hubo un suspiro— Bueno, los problemas tendrán que resolverse solos. No queda otro remedio.
Se quitó el sombrero y hurgó en el interior de la punta.
—No me importa decirte esto, Walter —dijo—, porque no lo vas a entender y no te vas a acordar. Había una vez una bruja malvada que se llamaba Aliss la Negra. Era un terror impío. Nunca ha habido ninguna peor ni más poderosa. Hasta ahora. Porque yo podría escupirle en el ojo y robarle la dentadura postiza, ya ves. Porque ella no podía distinguir lo que era Correcto de lo que no, así que la mente se le retorció y aquel fue su final.
»El problema, ¿sabes?, es que si uno distingue lo que es Correcto de lo que no lo es, entonces no puede elegir lo segundo. No se puede elegir eso y seguir adelante con tu vida. Así pues… si yo fuera una mala bruja podría hacer que los músculos del señor Salzella se volvieran contra sus huesos y se los rompieran en el acto… si fuera mala. Podría hacerle cosas a su cabeza, cambiar la forma que él cree que tiene, y él acabaría de rodillas, o en lo que habían sido sus rodillas, y me suplicaría que lo convirtiera en una rana… si fuera mala. Podría dejarle la mente como unos huevos revueltos, oyendo los colores y escuchando los olores… si fuera mala. Oh, sí. —Hubo otro suspiro, más profundo y más sentido—. Pero no puedo hacer nada de todo eso. No sería Correcto.
Soltó una risita despectiva. Y si Tata Ogg hubiera estado escuchando, habría llegado a la siguiente conclusión: que ninguna risotada enloquecida de la Aliss la Negra del infausto recuerdo, ninguna risita maligna de cualquier vampiro demente cuya moralidad fuera todavía peor que su ortografía, ninguna carcajada salpicada de babas del torturador más inventivo podía ser tan aterradora como una risita jovial de Yaya Ceravieja cuando estaba a punto de hacer lo más conveniente.
De la punta de su sombrero Yaya sacó una máscara fina como el papel. Era una cara muy sencilla: lisa, blanca y básica. Tenía sendos agujeros semicirculares para los ojos. No estaba ni triste ni alegre.
Ella le dio vueltas con las manos. A Walter pareció cortársele la respiración.
—Qué cosa tan sencilla, ¿verdad? —dijo Yaya—. Es preciosa, pero no es más que un objeto normal y corriente, igual que cualquier otra máscara. Los magos se podrían pasar un año urgando en ella y seguirían diciendo que no tiene ni una pizca de magia, ¿verdad? Lo cual viene a demostrar lo poco que saben, Walter Plinge. Se la lanzó. Él la cogió con avidez y se la puso en la cara. Entonces se incorporó con un solo movimiento elegante, como si fuera un bailarín.
—No sé qué eres cuando estás detrás de la máscara —dijo Yaya—, pero «fantasma» no es más que otra palabra para decir «espíritu», y «espíritu» no es más que otra palabra para decir «alma». Ahora puedes ir, Walter Plinge. La figura enmascarada no se movió.
—Quería decir… puedes ir, Fantasma. El espectáculo debe continuar.
La máscara asintió y salió disparada. Yaya dio una palmada que retumbó como el juicio final.
—¡Vale! ¡Hagamos un poco el bien! —le dijo al universo en general.
* * *
Todo el mundo la estaba mirando.
Se encontraban en un momento del tiempo, un pequeño punto entre el pasado y el futuro, en que un segundo podía dilatarse sin fin…
Agnes sintió que empezaba a ruborizarse. El rubor avanzaba hacia su cara como la venganza del dios volcán. Cuando llegara allí, lo sabía, todo se habría acabado para ella.
Pedirás perdón, se burló Perdita.
—¡Cállate! —gritó Agnes.
Echó a andar antes de que el eco tuviera tiempo de regresar de la otra punta del auditorio y arrancó la máscara roja