Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Mientras continuaba el descenso traqueteante, vio por entre sus botas que había alguien forcejeando con la trampilla que daba a los sótanos.

Aterrizó a un par de metros de distancia, con la soga todavía en las manos.

—¿Señor Salzella?

Tata se metió dos dedos en la boca y soltó un silbido capaz de fundir la cera de las orejas.

Soltó la soga.

Salzella levantó la vista para mirarla mientras levantaba la puerta de la trampilla y en ese momento vio la forma que bajaba desde el techo.

Noventa kilos de sacos de arena cayeron sobre la puerta, cerrándola de golpe.

—¡Ándese con ojo! —dijo Tata en tono jovial.

* * *

Balde esperaba nervioso en los bastidores. Innecesariamente nervioso, claro. El Fantasma estaba muerto. No podía haber nada de que preocuparse. Había gente diciendo que habían visto su muerte, aunque Balde tenía que admitir que eran un poco vagos sobre los detalles en sí.

Nada de que preocuparse.

Nada de nada.

Nada en absoluto, de ninguna manera.

No había nada de lo que preocuparse en ningún sentido posible.

Se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa. La Verdad era que la vida en el negocio de los quesos al por mayor no había sido tan mala. La peor preocupación que se podía tener era un botón del pantalón del pobre Reg Plenty en el queso de granja con nueces o la vez que el joven Wecvins se hizo migas el pulgar en la batidora y solamente la suerte quiso que justo entonces estuvieran preparando yogur de fresa

Notó una presencia imponente a su lado. Se agarró a una cortina para no perder el equilibrio y luego se giró para ver con gran alivio la panza majestuosa y tranquilizadora de Enrico Basílica. El tenor tenía un aspecto magnífico vestido con un enorme disfraz de pollo, incluyendo un pico gigante, barbas y cresta.

—Ah, signore —balbuceó Balde—. Muy impresionante, déjeme que se lo diga.

—Vero —dijo una voz amortiguada procedente de alguna parte detrás del pico, mientras otros miembros de la compañía pasaban apresuradamente a su lado en dirección al escenario.

—Déjeme transmitirle mis disculpas por todo lo que ha sucedido antes. Puedo asegurarle que no pasa todas las noches, jajaja…

—Vero

—Probablemente es que los ánimos están muy altos, jajaja… El pico se giró hacia él. Balde retrocedió.

—Vero

—… Sí… bueno, me alegro de que sea usted tan comprensivo…

Temperamental, pensó, mientras el tenor se marchaba dando zancadas hacia el escenario y la obertura del Tercer Acto tocaba a su fin. Los verdaderos artistas son así. Sus nervios pueden estirarse como gomas elásticas, supongo. Es como esperar al queso, en realidad. Uno se puede poner realmente nervioso mientras espera a ver si ha conseguido media tonelada del mejor queso azul o solamente una cuba llena de comida para cerdos. Probablemente sea lo mismo cuando uno tiene un aria a punto de llegar…

—¿Adonde ha ido? ¿Adonde ha ido?

—¿Cómo? Ah… señora Ogg…

La anciana le blandió una sierra delante de la cara. En actual estado de tensión mental del señor Balde no fue un gesto beneficioso.

De pronto se vio rodeado de otras figuras, igualmente suscitadoras de signos de exclamación múltiples.

—¿Perdita? ¿Por qué no estás en el escenario…? Oh, lady Esmerelda, no la había visto. Por supuesto, si quiere venir a los bastidores solamente tiene que…

—¿Dónde está Salzella? —dijo André.

Balde miró a su alrededor con expresión vaga.

—Estaba aquí hace unos minutos… Es decir —dijo, recuperando la compostura— que probablemente el señor Salzella esté atendiendo a sus obligaciones en alguna parte, lo cual, joven, es más de lo que puedo decir de…

—Le exijo que detenga el espectáculo ahora mismo —dijo André.

—¿Ah, en serio? ¿Y con qué autoridad, si me permite la pregunta?

—¡Ha estado serrando la cuerda! —dijo Tata.

André sacó una placa.

—¡Con esta!

Balde la examinó de cerca.

—¿«Gremio de Músicos de Ankh-Morpork. Miembro 1.244»?

André lo fulminó con la mirada, luego hizo lo propio con la placa y se puso a palmearse los bolsillos apresuradamente.

—¡No! Mierda, sé que tenía la otra hace un momento… Mire, tiene usted que vaciar el teatro, tenemos que hacer una batida, y eso quiere decir…

—No detenga el espectáculo —dijo Yaya.

—No voy a detener el espectáculo —dijo Balde.

—Porque sospecho que a él le gustaría ver que se detiene. El espectáculo tiene que continuar, ¿no? ¿No es eso lo que ustedes piensan? ¿Es posible que haya salido del edificio?

—He enviado al cabo Nobbs a la entrada para actores y el sargento Detritus está en el vestíbulo —dijo André—. Cuando se trata de quedarse en la puerta, se cuentan entre los mejores.

—Perdonen, ¿qué está pasando aquí? —dijo Balde.

—¡Podría estar en cualquier parte! —dijo Agnes—. ¡Hay centenares de escondrijos!

—¿Quién? —dijo Balde.

—¿Y qué hay de esos sótanos de los que habla todo el mundo? —dijo Yaya.

—¿Dónde?

—Solamente hay una entrada —dijo André—. No es tonto.

—No puede meterse en los sótanos —dijo Tata—. ¡Se ha ido corriendo! ¡Probablemente debe de estar metido en algún armario!

—No, permanecerá donde haya mucha gente —dijo Yaya—. Eso es lo que yo haría.

—¿Cómo? —dijo Balde.

—¿Podría haber llegado hasta el público desde aquí? —dijo Tata.

—¿Quién? —dijo Balde.

Yaya señaló con un pulgar hacia el escenario.

—Está ahí en alguna parte. Lo noto.

—¡Entonces esperaremos a que salga!

—¿Cuando ochenta personas salgan al mismo tiempo del escenario? —dijo Agnes—. ¿No sabéis cómo es cuando se baja el telón?

—Y no queremos detener el espectáculo —murmuró Yaya.

—No, no queremos detener el espectáculo —dijo Balde, aferrándose a la única idea familiar que vio pasar arrastrada por la corriente de incomprensibilidad—. Ni devolverle a la gente su dinero de ninguna forma en absoluto. ¿Alguien sabe de qué estamos hablando aquí?

—El espectáculo debe continuar —murmuró Yaya Ceravieja, todavía asomándose desde los bastidores—. Las cosas han de acabar correctamente. Esto es la ópera. Han de tener un final operático…

Tata Ogg se puso a dar saltitos emocionados.

—¡Ooh, ya sé qué estás pensando, Esme! —chilló— ¡sí, sí! ¿Podemos? ¡Así podré decir que lo he hecho! ¿Eh? ¿lo hacemos? ¡Venga! ¡Hagámoslo!

* * *

Henry Legulino miró con atención el folleto de la ópera. Por supuesto, no había entendido del todo los acontecimientos de los dos primeros actos, pero sabía que no pasaba nada porque había que ser bastante ingenuo para esperar que además de haber buenas canciones todo tuviera sentido. Además, todo se explicaría en el último acto, que era el Baile de Máscaras en el Palacio del Duque. Casi seguro que acabaría resultando que la mujer que uno de los hombres había estado cortejando de forma más bien atrevida era en realidad su propia esposa, pero tan astutamente disfrazada con una máscara diminuta que su marido no se habría fijado en que llevaba la misma ropa y el mismo peinado. El sirviente de alguien resultaría ser la hija de otro disfrazada. Alguien moriría de algo que no le impediría cantar sobre ello durante varios minutos. Y la trama se resolvería gracias a algunas coincidencias que, en la vida real, serían tan probables como un martillo de cartón.

Él no sabía nada de todo esto con certeza. No eran más que suposiciones bien fundadas.

Entretanto el Tercer Acto se abrió con el ballet tradicional, que en aquella ocasión parecía ser una danza campestre a cargo de las Doncellas de la Corte.

Henry oyó risotadas sofocadas a su alrededor.

La razón de las mismas era que, si uno recorría con la mirada las cabezas de la hilera de bailarinas que subían grácilmente al escenario cogidas de los brazos, se encontraba con un vacío aparente.

Y aquel vacío solamente se llenaba si uno bajaba medio metro la mirada, hasta una bailarina pequeña y gorda con una amplia sonrisa, un tutu que le venía pequeño, bragas largas y blancas y… botas.

Henry se fijó en ellas. Eran unas botas enormes. Y se movían de un lado a otro a una velocidad asombrosa. Las zapatillas de sap de las demás bailarinas titilaban al deslizarse por el suelo, pero aquellas botas relampagueaban y repiqueteaban como un bailarín de claque que tuviera miedo de caerse dentro del fregadero.

Las piruetas también eran originales. Mientras las demás bailarinas giraban como copos de nieve, la pequeña y gorda giraba como una peonza y se movía por el escenario también como una peonza, con diversas partes de su anatomía intentando emplazarse en una órbita geoestacionaria.

Alrededor de Henry había miembros del público hablando en voz baja.

—Oh, sí —oyó afirmar a alguien—. Esto lo intentaron en Pseudópolis.

Su madre le dio un codazo.

—¿Esto está en el guión?

—Esto… Creo que no…

—¡Pues es cojonudo! ¡Una risa!

La bailarina gorda chocó con un burro vestido de etiqueta, perdió el equilibrio y se agarró de la máscara del burro, que se soltó…

Herr Problematikus, el director de la orquesta, se quedó paralizado de horror y de asombro. A su alrededor los miembros de la orquesta se fueron deteniendo, confundidos, con la excepción de la tuba…

…uum-BAA… uum-BAA… uum-BAA…

…que había memorizado la partitura hacía años y nunca le interesaban mucho los acontecimientos presentes.

Dos figuras se pusieron de pie delante de Problematikus. Una mano le agarró la batuta.

—Lo siento, señor —dijo André—. Pero el espectáculo tiene que continuar, ¿verdad? —Y le dio la batuta a la otra figura.

—Aquí tienes —dijo—. Y no les dejes parar.

—¡Ook!

El Bibliotecario cogió cuidadosamente en volandas a her Problematikus con una mano y lo dejó a un lado. Luego lamió la batuta con gesto pensativo y por fin concentró su mirada en el intérprete de tuba.

… uum-BAA-uum-BAA… uum… om…

El intérprete de tuba le dio unos golpecitos en el hombro a un trombonista.

—Eh, Frank, hay un mono en el sitio del viejo Problematikus…

—¡Callacallacallacalla!

Satisfecho, el orangután alzó los brazos.

La orquesta levantó la vista. Y luego la levantó un poco más. Ningún director de orquesta en toda la historia de la música, ni siquiera el que una vez frió el hígado del intérprete de flautín en un címbalo por tocar demasiadas notas en falso, ni siquiera el que ensartó a tres violinistas problemáticos con su batuta, ni siquiera el que hizo comentarios sarcásticos realmente dolorosos en voz alta, fue nunca objeto de semejante atención reverencial.

Sobre el escenario, Tata Ogg aprovechó el silencio para quitarle la cabeza a una rana.

—¡Señora!

—Lo siento, pensaba que era usted otra persona…

Los largos brazos cayeron. Con un solo acorde enorme y desmañado, la orquesta regresó bruscamente a la vida.

Las bailarinas, después de un momento de confusión durante el cual Tata Ogg aprovechó para decapitar a un payaso y a un fénix, intentaron reanudar su baile.

El coro observaba, divertido.

Christine sintió que le daban unos golpecitos en el hombro, se giró y vio a Agnes.

—¡Perdita! ¡¿Dónde has estado?! —dijo entre dientes—. ¡Ya casi es la hora de mi dúo con Enrico!

—¡Tienes que ayudarnos! —dijo Agnes entre dientes. Pero en el fondo de su alma Perdita dijo: «conque Enrico, ¿eh? Para todos los demás es el signore Basilica…».

—¡¿Ayudaros a qué?! —dijo Christine.

—¡A quitarle la máscara a todo el mundo!

La frente de Christine se llenó de hermosas arrugas.

—Eso no tiene que pasar hasta el final de la ópera, ¿no?

—Esto… ¡lo han cambiado todo! —dijo Agnes en tono apremiante. Se giró hacia un noble que llevaba una máscara de cebra y se la quitó de un tirón desesperado. El cantante que había debajo la fulminó con la mirada.

—¡Lo siento! —susurró ella—. ¡Creí que era usted otra persona!

—¡No nos las podemos quitar hasta el final!

—¡Lo han cambiado!

—¿Ah, sí? ¡Nadie me lo ha dicho!

Una jirafa de cuello corto que había junto a él se inclinó hacia un lado:

—¿Qué pasa?

—¡Parece que la gran escena del desenmascaramiento es ahora!

—¡Nadie me lo ha dicho!

—Ya, pero ¿alguien nos dice algo alguna vez? Solamente somos el coro… Oye, ¿por qué el viejo Problematikus lleva una máscara de mono…?

Tata Ogg pasó haciendo piruetas, se lanzó contra un elefante de etiqueta y lo decapitó tirándole de la trompa. Luego susurró:

—Es que estamos buscando al Fantasma.

—Pero… el Fantasma está muerto, ¿no?

—Los fantasmas cuestan de matar —dijo Tata.

A partir de aquel momento el rumor se empezó a propagar. No hay nada como un coro para difundir rumores. La misma gente que no creería a un sumo sacerdote si les dijera que el cielo es azul, y además pudiera mostrarles declaraciones juradas en este sentido firmadas por su anciana madre canosa y tres vírgenes vestales, creería en cambio cualquier cosa que un completo desconocido les susurrara en un pub tapándose la boca con la mano.

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