Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—Exacto. No me fío. Encontrarás una manera de culebrear para saltarte la promesa.

—Yo nunca culebreo —dijo Yaya—. Es Tata Ogg la que cree que deberíamos tener una tercera bruja. Yo creo que la vida ya es bastante difícil sin tener a una chica en medio todo el tiempo solamente porque cree que le queda bien el sombrero en punta.

Hubo una pausa. Luego Agnes dijo:

—Tampoco voy a picar con eso. Esta es la parte en que tú dices que soy demasiado estúpida para ser bruja y yo digo «oh, no, no lo soy», y tú acabas ganando otra vez. Prefiero ser la voz de otra persona a ser una vieja bruja sin amigos y que le da miedo a todo el mundo y que lo único que tiene es que es un poco más lista que el resto de la gente y no sabe hacer ninguna magia de verdad…

Yaya inclinó la cabeza a un lado.

—Me parece que eres más lista de lo que te conviene —dijo—. Muy bien. Cuando todo esto se acabe, te dejaré que hagas tu vida. No te detendré. Pero ahora quiero que me expliques cómo se va al despacho del señor Balde…

* * *

Tata sonrió con su sonrisa de manzana vieja arrugada y jovial.

—Venga, dame eso, Walter —dijo—. No pasa nada por dejármelo ver, ¿verdad que no? No a la vieja Tata.

—¡No se puede ver hasta que esté acabado!

—Bueno, bueno —dijo Tata, odiándose a sí misma por tirar la bomba atómica—. Estoy segura de que a tu madre no le gustaría oír que te has portado mal, ¿verdad?

Por los rasgos amarillentos de Walter pasaron flotando varias expresiones mientras él trataba de lidiar con varias ideas a la vez. Por fin, sin decir palabra, le entregó bruscamente el fardo a la bruja, con los brazos temblando por la tensión.

—Eso es ser buen chico —dijo Tata.

Ella echó un vistazo a las primeras páginas y luego las acercó más a la luz.

—Hum.

Pedaleó en el armonio durante un rato y tocó varias notas con la mano izquierda. Representaban casi todas las notas musicales que sabía tocar. Se trataba de un temilla muy simple, hasta el punto de que se podía interpretar en el teclado con un solo dedo.

—Eh…

Leyó el argumento moviendo los labios.

—Vaya, vaya, Walter —dijo—. ¿Acaso no es esto una especie de ópera sobre un fantasma que vive en una ópera? —Pasó una página—. Un tipo muy listo y elegante. Y por lo que veo, tiene una caverna secreta…

Tocó otra fase musical corta.

—Y la música es pegadiza…

Volvió a la lectura y se dedicó a decir de tiempo en tiempo cosas como: «vaya, vaya» y «recórcholis». De vez en cuando miraba a Walter con expresión calculadora.

—Me pregunto por qué ha escrito esto el fantasma, Walter —dijo al cabo de un rato—. Es un tipo más bien callado, ¿no? Que lo pone todo en su música.

Walter se miró los pies.

—Va a haber muchos problemas señora Ogg.

—Oh, Yaya y yo los resolveremos todos —dijo Tata.

—No está bien decir mentiras —dijo Walter.

—Probablemente —dijo Tata, que nunca hasta entonces había dejado que aquello la preocupara.

—No estaría bien que mi madre perdiera su trabajo señora.

—No estaría bien, no.

A Tata le llegó flotando la sensación de que Walter estaba intentando transmitirle alguna clase de mensaje.

—Esto… ¿qué clase de mentiras no estaría bien decir, Walter?.

Walter abrió mucho los ojos.

—¡Mentiras… sobre las cosas que uno ve señora Ogg! ¡Aunque sea verdad que las ha visto!

A Tata se le ocurrió que probablemente era hora de presentar el punto de vista oggiano:

—No está mal decir mentiras si uno no las piensa de verdad —dijo.

—¡Él dijo que mi madre perdería su trabajo y que me meterían en la cárcel si lo contaba señora Ogg!

—¿En serio? ¿Y quién es ese «él»?

—¡El Fantasma señora Ogg!

—Creo que Yaya tendría que echarte un buen vistazo, Walter —dijo Tata—. Creo que tienes la mente más enredada que un ovillo de lana que se ha caído al suelo. —Pisó los pedales del armonio con expresión pensativa—. ¿Me estás hablando del Fantasma que escribió toda esta música, Walter?

—¡No está bien decir mentiras sobre la sala donde están los sacos señora Ogg!

Ah, pensó Tata.

—Ese sitio debe de estar por aquí abajo ¿no?

—¡Me dijo que no se lo dijera a nadie!

—¿Quién?

—¡El Fantasma señora Ogg!

—Pero si tú eres… —empezó a decir, pero luego probó de otra forma—. Ah, pero yo no soy nadie —dijo—. Además, si fueras a esa sala donde están los sacos y yo te siguiera, eso no sería decírselo a nadie, ¿verdad? Si una anciana te siguiera no sería culpa tuya, ¿verdad, Walter?

La cara de Walter estaba desgarrada por la indecisión, pero por errático que pudiera ser su pensamiento, no se podía comparar con la duplicidad meretricia de Tata Ogg. Walter se las veía con una mente que consideraba que la verdad era un punto de referencia pero ciertamente no un par de grilletes. El pensamiento de Tata Ogg podía recorrer un sacacorchos en medio de un tornado sin tocar sus lados.

—Además, no pasa nada si soy yo —añadió para redondear las cosas. De hecho, probablemente quería decir «con la excepción de la señora Ogg», pero se le olvidó.

Lentamente, Walter extendió el brazo y cogió una vela. Sin decir palabra salió por la puerta y se adentró en la oscuridad húmeda de los sótanos.

Tata Ogg lo siguió, con las botas chapoteando en el barro.

El lugar no parecía encontrarse muy lejos. Por lo que pudo deducir Tata, ya no estaban debajo del edificio de la Ópera, aunque no era fácil estar segura. Sus sombras bailaban a su alrededor y ellos atravesaron otras salas todavía más oscuras y con más goteras que las salas de donde venían. Walter se detuvo un momento ante un montón de leña que brillaba por la podredumbre y apartó unos cuantos tablones reblandecidos.

Había algunos sacos prolijamente amontonados.

Tata le dio una patada a uno, que se rompió.

Bajo la luz parpadeante de la vela lo único que pudo ver fueron destellos de luz mientras caía la cascada, pero era imposible confundir el suave tintineo metálico de un buen montón de dinero. Muchísimo dinero. El bastante dinero como para sugerir a las claras que pertenecía a un ladrón o bien a un editor, y por allí cerca no parecía haber ningún libro.

—¿Qué es esto, Walter?

—¡Es el dinero del Fantasma señora Ogg!

En el rincón más alejado de la sala había un agujero cuadrado. A pocos centímetros debajo del mismo resplandecía el agua. Al lado había media docena de recipientes de diversos tipos: viejas latas de galletas, cuencos rotos y cosas por el estilo. En cada uno había un palo, o posiblemente un tallo muerto.

—¿Y eso de ahí, Walter? ¿Qué es eso de ahí?

—¡Rosales señora Ogg!

—¿Aquí abajo? Pero nada puede crec…

Tata se detuvo.

Se acercó chapoteando a las macetas. Alguien las había llenado de porquería raspada del suelo. Los tallos muertos tenían un resplandor de cieno.

Por supuesto, allí abajo no podía crecer nada. No había luz. Todo lo que crecía necesitaba algo de que alimentarse. Y… acercó más la vela y olió la fragancia. Sí. Era sutil, pero se notaban rosas en la oscuridad.

—Vaya, vaya, Walter Plinge —dijo—. Estás lleno de sorpresas, ¿verdad?

* * *

La mesa del señor Balde estaba llena de libros amontonados.

—Lo que estás haciendo está mal, Yaya Ceravieja —dijo Agnes desde la puerta.

Yaya levantó la vista.

—¿Tan mal como vivir las vidas de otras personas por ellos? —dijo—. De hecho, hay algo todavía peor que eso, que es vivir las vidas de otros por uno mismo. ¿Lo que hago está así de mal?

Agnes no dijo nada. Yaya Ceravieja no podía saberlo.

Yaya se volvió hacia los libros.

—En todo caso, esto solamente parece que está mal. Las apariencias engañan. Tú concéntrate en vigilar el pasillo, señorita.

Hojeó los trozos de sobres rasgados y las notas garabateadas que parecían ser el equivalente en la Ópera a una contabilidad como era debido. Aquello era un caos. De hecho, era más que un caos. Era de lejos demasiado caótico para ser un verdadero, porque un caos de verdad tiene trozos ocasiónales de coherencia, fragmentos de lo que se podría llamar un orden aleatorio. Más bien era esa clase de caos errático que sugería que alguien se había propuesto ser caótico desde un principio.

Por ejemplo, los libros de contabilidad. Estaban llenos de pequeñas filas y columnas, pero a alguien no le había parecido valiera la pena invertir en papel pautado y tenía una calígrafía que se torcía un poco. En la parte izquierda de la página había cuarenta filas, pero cuando llegaban al otro lado solamente había treinta y seis. Y era difícil fijarse en aquello porque para entonces ya te lloraban los ojos.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Agnes, apartando la vista del pasillo.

—Asombroso —dijo Yaya—. ¡Hay cosas que están apuntadas dos veces! ¡Y creo que hay una página por aquí donde alguien ha añadido el mes y ha quitado la hora del día!

—Creí que no te gustaban los libros —dijo Agnes.

—No me gustan —dijo Yaya, pasando la página—. Te pueden mirar a la cara y aun así estar mintiéndote. ¿Cuántos rascatripas hay tocando en la banda?

—Creo que en la orquesta hay nueve violinistas.

La corrección pareció pasar desapercibida.

—Bueno, pues pasa lo siguiente —dijo Yaya sin mover la cabeza—. Parece que hay doce en nómina, pero tres están en la página siguiente, así que uno puede no darse cuenta. —Levantó la vista y se frotó felizmente las manos—. A menos que tenga buena memoria, claro.

Recorrió otra columna errática con un dedo flaco.

—¿Qué es un trinquete elevado?

—¡No lo sé!

—Aquí dice: «Reparaciones en el trinquete elevado, muelles nuevos para el ensamblaje de ruedas dentadas y puesta a punto. Ciento sesenta dólares y sesenta y tres centavos». ¡Ja!

Se lamió el dedo y probó otra página.

—Ni siquiera a Tata se le dan tan mal los números —dijo—. Para que se te den tan mal se te tienen que dar bien. ¡Ja! No me extraña que este sitio nunca gane dinero. Es como intentar llenar un colador.

Agnes se metió corriendo en la sala.

—¡Viene alguien!

Yaya se levantó y apagó la lámpara de un soplido.

—Ponte detrás de las cortinas —le ordenó.

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Oh… yo tendré que pasar desapercibida…

Agnes corrió hasta el ventanal y se giró para mirar a Yaya que estaba de pie junto a la chimenea.

La vieja bruja se desvaneció. No es que desapareciera. Simplemente se confundió con el entorno.

Un brazo se volvió gradualmente parte de la repisa de la chimenea. Un pliegue de su vestido se convirtió en una sombra. Un codo se transformó en la parte superior de la silla que tenía detrás. Su cara se fundió con un jarrón de flores descoloridas.

Seguía estando en el mismo sitio, igual que la anciana del dibujo enigmático que a veces imprimían en el Almanaque, en el que se podía ver a la anciana o bien a la chica joven pero no a las dos al mismo tiempo, porque cada una estaba hecha con las sombras de la otra. Yaya Ceravieja seguía estando de pie junto a la chimenea, pero solamente se la podía ver si uno sabía que estaba allí.

Agnes parpadeó. Y ya no pudo ver más que las sombras, la silla y el fuego.

Se abrió la puerta. Ella se agachó detrás de las cortinas, con la sensación de estar llamando tanto la atención como una fresa en un estofado y convencida de que los latidos de su corazón la iban a delatar.

La puerta se cerró con cuidado, haciendo apenas un chasquido. Unos pasos cruzaron la sala. Un ligero chirrido de madera que podría proceder de alguien que movía un poco una silla.

Un raspado seguido de un susurro indicaron que se esta encendiendo una cerilla. Un tintineo indicó que alguien estaba levantando el cristal de la lámpara… Luego todos los ruidos cesaron. Agnes se encogió, con todos los músculos chillando repentinamente por culpa de la tensión. Nadie había encendido la lámpara, o ella habría visto la luz a través de las cortinas. Había alguien allí en completo silencio. Había alguien allí que de repente sospechaba algo. Un tablón del suelo crujió muuuy despaaacio, mientras alguien acomodaba el peso de su cuerpo.

Agnes sintió que iba a gritar, o bien a estallar por el esfuerzo de permanecer en silencio. El tirador de la ventana que tenía detrás, un simple punto de presión un momento antes, ahora estaba intentando seriamente convertirse en parte de su vida. Tenía la boca tan seca que si se atrevía a tragar saliva sabía que le chirriaría como unas bisagras.

No podía tratarse de nadie que tuviera derecho a estar allí. La gente que tenía derecho a estar en un sitio caminaba haciendo ruido. El tirador de la ventana se estaba poniendo íntimo de verdad. Intenta pensar en otra cosa… La cortina se movió. Había alguien de pie al otro lado de ella.

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