Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Y felices en su conocimiento de que habían hecho un buen trabajo, pasaron al pub más cercano.

Tras de sí dejaron al sargento conde de Tritus y al cabo conde de Nobby Nobbs, que fueron dando tumbos hasta el medio del puente y contemplaron los pocos jirones de ropa que quedaban.

—Al comandante Vimes no le… no le… gustará esto —dijo Detritus—. Ya sabes, le gusta que los prisioneros estén vivos.

—Sí, pero a este lo habrían colgado de todas maneras —dijo Nobby, que estaba intentando permanecer erguido—. Lo que ha pasado simplemente ha sido un poco más… democrático. Un gran ahorro en términos de soga, por no mencionar el desgaste de cerraduras y llaves.

Detritus se rascó la cabeza.

—¿No debería haber algo de sangre? —se aventuró a preguntar.

Nobby lo miro con cara avinagrada.

—No ha podido salir de esta —dijo—. Así que no me vengas con esa clase de preguntas.

Solo sé que si a los humanos les das muy fuerte ponen todo perdido —dijo Detritus.

Nobby suspiró. Aquel era el calibre de la gente que uno se encontraba últimamente en la Guardia. Tenían que convertirlo todo en un misterio. En los viejos tiempos, cuando solamente eran la pandilla de toda la vida y existía una política oficiosa de lassefer las cosas, le habrían dicho un sentido «bien hecho, chavales» a la partida de linchamiento y habrían vuelto al cuartel temprano. Pero ahora que había sido ascendido a comandante, el viejo Vimes parecía estar enrolando a gente que hacía preguntas todo el tiempo. Aquello estaba afectando incluso a Detritus, de quien los demás trolls pensaban que tenía tan pocas luces como una luciérnaga muerta.

Detritus se agachó y recogió un parche del suelo.

—¿Qué te parece, entonces? —dijo Nobby en tono de burla—. ¿Crees que se ha convertido en murciélago y se ha ido volando?

—¡Ja! No pienso eso porque es in… consis… tente con métodos policiales modernos —dijo Detritus.

—Bueno, lo que yo creo —dijo Nobby— es que cuando se ha descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, no justifica que estemos deambulando por las calles en una noche fría y haciéndonos preguntas cuando podríamos estar al lado de una copa bien cargada. Vamos. Esta migraña va a necesitar mucha medicina.

—¿Eso era ironía?

—Eso era metáfora.

Detritus, incómodo en el fondo de lo que técnicamente era su mente, palpó los jirones rotos de ropa.

Algo rozó su pierna. Era un gato. Tenía las orejas todas desgarradas, un solo ojo bueno y una cara que parecía un puño cubierto de pelo.

—Hola, gatito —dijo Detritus.

El gato se desperezó y sonrió.

—Piérrrrdete, maderrro…

Detritus parpadeó. No existen los gatos troll y Detritus nunca había visto un gato antes de llegar a Ankh-Morpork donde había descubierto que eran muy, muy difíciles de comer. Y nunca los había oído hablar. Por otro lado, era intensamente consciente de su reputación de ser la persona más estúpida de la ciudad, y no tenía intención de llamar a nadie la atención sobre un gato que hablaba si luego iba a resultar que todo el mundo salvo él sabía que los gatos hablaban todo el tiempo.

En la alcantarilla, a un par de metros, había algo blanco. Lo recogió con cuidado. Se parecía a la máscara que había llevado el Fantasma.

Aquello era probablemente una Pista.

Él lo blandió en la mano con gesto apremiante.

—Eh, Nobby…

—Gracias. —Algo se abalanzó sobre el troll en medio de la oscuridad, le quitó la máscara de la mano y desapareció volando en la noche.

El cabo Nobbs se dio la vuelta.

—¿Sí? —dijo.

—Esto… ¿cómo de grandes son los pájaros? Normalmente.

—Ay, caray, no lo sé. Los hay grandes y los hay pequeños. ¿A quién le importa?

Detritus se chupó el dedo.

—Oh, por nada —dijo—. Soy demasiado listo para que me engañen las cosas perfectamente normales.

* * *

Algo chapoteó debajo de sus pies.

—Aquí abajo hay mucha humedad, Walter —dijo Tata.

Y el aire estaba cargado y era rancio y parecía estar sofocando la luz de la antorcha. La llama tenía los bordes oscuros.

—¡Ya falta poco señora Ogg!

En la oscuridad tintinearon unas llaves y se oyó el chirrido de unas bisagras.

—¡He encontrado esto señora Ogg! ¡Es la caverna secreta del Fantasma!

—La caverna secreta, ¿eh?

—¡Tiene que cerrar usted los ojos! ¡Tiene que cerrar los ojos! —dijo Walter en tono apremiante.

Tata lo hizo, pero para su vergüenza sostuvo con fuerza la antorcha, por si acaso. Y dijo:

—¿Y está el Fantasma ahí dentro, Walter?

—¡No!

Se oyó el traqueteo de una caja de cerillas, el ruido de alguien correteando y luego…

—¡Ya los puede abrir señora Ogg!

Tata los abrió.

Aparecieron luces y colores borrosos y luego las cosas se fueron volviendo nítidas, primero en sus ojos y luego, al cabo de un momento, en su cerebro.

—Ay, caray —murmuró—. Ay, ay, ay…

Había velas, de aquellas grandes y planas que se usaban para iluminar el escenario, flotando en cuencos con poca agua. La luz que daban era suave y reverberaba por la sala como el alma del agua.

Arrancaba destellos del pico de un cisne enorme. Hacía resplandecer el ojo de un dragón enorme y combado.

Tata Ogg se dio la vuelta lentamente. No tenía mucha experiencia con la ópera, pero las brujas cogen las cosas deprisa, y allí estaba el casco con alas que llevaba Hildabrun en El anillo de los

niblunguingungos, y ahí estaba el poste a rayas de El barbero de Pseudópolis, y allá estaba el disfraz de caballo con la trampilla cómica de El flautín embrujado, y más allá…

…más allá estaba la ópera, toda amontonada. Una vez la vista lo abarcaba todo entonces uno tenía ocasión de fijarse en la pintura descascarillada y en el yeso podrido y en el aire general de lento enmohecimiento. El atrezo decrépito y los trajes raídos habían acabado en aquel lugar porque nadie los quería en ninguna otra parte.

Pero allí abajo sí había alguien que quería todo aquello. Un vez uno veía la ruina se presentaba la ocasión de fijarse en los pequeños fragmentos de reparaciones recientes y las zonas donde se había aplicado con cuidado la pintura nueva.

En una zona diminuta del suelo libre de atrezo había algo parecido a un escritorio. Y luego Tata se dio cuenta de que estaba provisto de un teclado y un taburete, y de que tenía encima montones ordenados de papeles.

Walter la estaba observando con una sonrisa enorme y orgullosa.

Tata deambuló hacia el artefacto.

—Es un armonio, ¿verdad? Un órgano pequeñito.

—¡Eso es señora Ogg!

Tata levantó uno de los fajos de papeles. Movió los labios mientras leía la meticulosa caligrafía.

—¿Una ópera sobre gatos? —dijo—. Nunca he oído hablar de una ópera sobre gatos. Es una idea de narices. Las vidas de los gatos vienen a ser como óperas si uno lo piensa bien.

Hojeó los demás montones.

—¿Morpork Side Story? ¿Cantando bajo la lluvia de curry? ¿Les el miserable? ¿Quién es Les? ¿Siete enanos para otros siete enanos? ¿Qué es todo esto, Walter?

Se sentó en el taburete y pulsó algunas de las teclas amarillentas y agrietadas, que se movieron con un crujido audible.

Debajo del armonio había un par de pedales de gran tamaño. Al pisarlos se accionaban los fuelles y entonces las teclas esponjosas producían algo que era a la música de órgano lo mismo que «jopé» era a las palabrotas.

Así que allí era donde se sentaba Wal… el Fantasma, pensó Tata, debajo del escenario, entre los despojos olvidados de las representaciones. Debajo del gigantesco recinto sin ventanas donde, noche tras noche, la música y las canciones y las emociones desenfrenadas arrancaban ecos por doquier y nunca se escapaban ni morían del todo. El Fantasma trabajaba allí abajo, con la mente tan abierta como un pozo, y la llenaba de ópera. La ópera le entraba por las orejas y algo distinto le salía de la mente.

Tata pisó varias veces los pedales. El aire se escapaba siseando por las junturas defectuosas. Probó unas cuantas notas. Sonaban aflautadas. Sin embargo, reflexionó, a veces la vieja mentira era cierta y el tamaño realmente no importaba. Lo que importaba era solamente lo que uno hacía con lo que tenía.

Walter la miró con cara expectante.

Ella cogió otro fajo de papeles y echó un vistazo a la primera página. Pero Walter se le acercó y le quitó el libreto de la mano.

—¡Esta no está terminada señora Ogg!

* * *

La ópera seguía revuelta. La mitad del público había salido y la otra mitad permanecía a la espera en caso de que acabaran por tener lugar más acontecimientos interesantes. La orquesta estaba acurrucada en el foso, preparando su petición de una Bonificación Especial Por Haber Sido Trastornados Por Un Fantasma. El telón estaba bajado. Algunos miembros del coro se habían quedado en el escenario. Otros se habían ido corriendo para tomar parte en la persecución. El aire transmitía esa sensación de excitación eléctrica que tiene cuando la vida civilizada normal se cortocircuita temporalmente.

Agnes iba rebotando frenéticamente de rumor en rumor.

Habían atrapado al Fantasma y había resultado ser Walter Plinge. Al Fantasma lo había atrapado Walter Plinge. Al Fantasma lo había atrapado otra persona. El Fantasma se había escapado. El Fantasma había muerto.

Por todas partes se iniciaban discusiones.

—¡Todavía no me puedo creer que fuera Walter! O sea, por los dioses… ¿Walter?

—¿Y qué pasa con la representación? ¡No podemos pararla sin más! ¡El espectáculo nunca se detiene, aunque muera alguien!

—Oh, a veces hemos parado cuando moría alguien…

—¡Sí, pero solamente el tiempo necesario para sacar el cuerpo del escenario!

Agnes retrocedió hasta los bastidores y pisó algo.

—Lo siento —dijo en tono automático.

—Solamente era mi pie —dijo Yaya Ceravieja—. Así pues ¿cómo va la vida en la gran ciudad, Agnes Nitt?

Agnes se dio la vuelta.

—Oh… hola, Yaya… —balbuceó—. Y aquí no me llamo Agnes, si no te importa —añadió, un poco más desafiante.

—¿Es un buen trabajo ser la voz de otra persona, entonces?

—Estoy haciendo lo que quiero hacer —dijo Agnes. Se irguió en toda su anchura—. ¡Y no podéis detenerme!

—Pero no tomas parte en las cosas, ¿verdad? —dijo Yaya en tono tranquilo de conversación—. Lo intentas, pero siempre te descubres mirándote a ti misma mirar a la gente, ¿verdad? Y nunca te crees realmente nada. Siempre piensas lo que no deberías. ¿A que sí?

—¡Cállate!

—Ah. Ya me lo parecía.

—¡No tengo ninguna intención de hacerme bruja, muchas gracias!

—Vamos a ver, no te sulfures solamente porque sabes que al final ocurrirá. Vas a ser una bruja porque eso es lo que eres, y ahora que le dejas en la estacada no sé qué va a ser de Walter Plinge.

—¿No está muerto?

—No.

Agnes vaciló.

—Yo sabía que era el Fantasma —empezó a decir— luego vi que no podía serlo.

—Ah —dijo Yaya—. Te creíste lo que te decían los ojos, ¿verdad? ¿En un sitio como este?

—¡Uno de los tramoyistas acaba de decirme que lo han perseguido hasta el tejado y luego hasta la calle y que lo han matado a golpes!

—Ah, bueno —dijo Yaya—. Nunca llegarás a ninguna parte si te crees lo que te dicen. ¿Qué es lo que sabes?

—¿Qué quieres decir con qué es lo que sé?

—No vayas de lista conmigo, señorita.

Agnes contempló la expresión de Yaya y supo que tenía que dejarlo estar.

—Sé que es el Fantasma —dijo.

—Bien.

—Pero veo que no puede serlo.

—¿Sí?

—Y sé… Estoy bastante segura de que no tiene mala intención.

—Bien. Bien hecho. Puede que Walter no sepa distinguir la mano derecha de la izquierda, pero sabe lo que es correcto y lo que no. —Yaya se frotó las manos—. Bueno, pues ya tenemos lo que buscábamos, ¿no?

—¿Qué? Pero ¡si no has resuelto nada!

—Claro que lo hemos resuelto. Sabemos que no fue Walter el que cometió los asesinatos, así que ahora solamente nos queda averiguar quién lo hizo. Fácil.

—¿Dónde está Walter ahora?

—Tata lo ha llevado a un sitio.

—¿Y está ella sola?

—Te lo acabo de decir, está con Walter.

—Quería decir… bueno, él es un poco raro. Solamente en la parte que se ve.

Agnes suspiró y empezó a decir que no era problema de ella. Pero se dio cuenta de que era inútil siquiera intentarlo. Este conocimiento se aposentó en su mente como un intruso petulante. Fuera lo que fuese, sí que era problema de ella.

—Muy bien —dijo—. Te ayudaré si puedo, ya que estoy aquí. Pero después… ¡se acabó! Después me dejarás en paz. ¿Lo prometes?

—Por supuesto.

—Bueno… está bien entonces… —Agnes se detuvo.— Oh, no —dijo—. Ha sido demasiado fácil. No me fío de ti.

—¿No te fías de mí? —dijo Yaya—. ¿Estás diciendo que no te fías de mí?

Autore(a)s: