Y de pronto una gárgola dejó de ser una gárgola para convertirse en una figura que extendía un brazo hacia abajo y le quitaba la máscara de un tirón.
Fue como cortarle las cuerdas.
—Buenas noches, Walter —dijo Yaya, mientras él caía de rodillas.
—¡Hola señorita Ceravieja!
—Señora —lo corrigió Yaya—. Ahora ponte de pie.
De una parte lejana del tejado llegó un gruñido y luego un golpe sordo. Por un momento se alzaron pedazos de trampilla contra la luz de la luna.
—¿Qué bien se está aquí arriba, verdad? —dijo Yaya—. Hay aire fresco y estrellas. He pensado: ¿arriba o abajo? Pero abajo solamente hay ratas.
Con otro movimiento rápido agarró la barbilla de Walter y se la torció a un lado, justo mientras Greebo se aupaba al tejado lleno de deseos aplazados de asesinar.
—¿Cómo funciona tu mente, Walter Plinge? Si tu casa estuviera en llamas, ¿qué es lo primero que intentarías sacar?
Greebo cruzó al acecho el tejado, gruñendo. Le gustaban los tejados en general, y algunos aparecían en sus más gratos recuerdos, pero le acababan de arrear en la cabeza con una trampilla y ahora estaba buscando algo que destripar.
Entonces reconoció la figura de Walter Plinge como la de alguien que le había dado comida. Y al lado de Walter vio la silueta mucho menos grata de Yaya Ceravieja, que una vez lo había pillado escarbando en su jardín y le había dado una patada en los cataplines.
Walter dijo algo. Greebo no le prestó mucha atención.
Yaya Ceravieja dijo:
—Bien hecho. Buena respuesta. ¡Greebo!
Greebo le dio un buen codazo a Walter en la espalda.
—¡Quierrro leche ahorrra missmo! ¡Prrr, prrr!
Yaya le tiró la máscara al gato. A lo lejos había gente subiendo las escaleras y gritando.
—¡Ponte esto! Y tú agáchate lo más que puedas, Walter Plinge. Al fin y al cabo un hombre enmascarado se parece mucho a otro. Y cuando te persigan, Greebo… hazles correr de lo lindo. HazIo bien y puede que te ganes un…
—Ssí, ya lo ssé —dijo Greebo con desaliento, cogiendo la máscara. Estaba siendo una tarde de lo más larga y ajetreada para un simple arenque.
Alguien asomó la cabeza por la trampilla siniestrada. La luz arrancó un destello de la máscara de Greebo… Y había que decir, y hasta Yaya lo admitió, que quedaba bien como Fantasma. Para empezar, su campo morfogénico estaba empezando a restablecerse. Sus garras ya no podían confundirse ni remotamente por uñas humanas.
Bufó en dirección a sus perseguidores, que ya empezaban a salir en tropel por las escaleras, arqueó dramáticamente la espalda en el borde mismo del tejado y dio un paso al vacío.
Un piso más abajo extendió un brazo, se cogió de una repisa y aterrizó sobre la cabeza de una gárgola, que dijo: «oh, uchí-si-as acias» en tono de reproche.
Los perseguidores se lo quedaron mirando desde arriba. Algunos habían conseguido finalmente hacerse con antorchas llameantes, ya que a veces la convención es demasiado fuerte como para rechazarla a la ligera.
Greebo gruñó desafiante y se volvió a dejar caer, saltando de una cornisa a una tubería de desagüe y luego a un balcón y deteniéndose de vez en cuando para otra pose dramática y otro gruñido a sus perseguidores.
—Mejor que vayamos tras él, cabo de Nobbs —dijo uno de ellos, que iba dando tumbos al final del grupo.
—Mejor que vayamos tras él volviendo con cuidado a las escaleras, quieres decir. Porque algo que he bebido no quiere quedarse dentro. Si corremos mucho más voy a echar los higadillos, te lo digo.
Los demás miembros de la partida también parecían estar llegando a la conclusión de que no tenía demasiado futuro perseguir a un hombre que estaba bajando por la pared de un edificio. Así que todos a una dieron media vuelta y, gritando y agitando en el aire sus antorchas, regresaron a las escaleras.
Al disgregarse, la multitud dejó atrás a Tata Ogg, que llevaba una horca en una mano y una antorcha en la otra y estaba blandiendo ambas en el aire mientras murmuraba: «ruibarbo, ruibarbo».
Yaya se acercó a ella y le dio unos golpecitos en el hombro.
—Ya se han ido, Gytha.
—Ruiba… Ah, hola, Esme —dijo Tata, bajando los instrumentos del castigo justiciero—. Solamente me había pegado a ellos para asegurarme de que no se desmadraran. ¿Es Greebo ese al que he visto?
—Sí.
—Oooh, bendito sea —dijo Tata—. Aunque parecía un poco molesto. Espero que nadie se le cruce por delante.
—¿Dónde tienes la escoba? —preguntó Yaya.
—Está en el armario de la limpieza de detrás del escenario.
—Entonces la voy a coger prestada y a vigilar un poco —dijo Yaya.
—Eh, es mi gato, soy yo quien debería cuidar de él… —empezó a decir Tata.
Yaya se hizo a un lado para dejar al descubierto a una figura acurrucada que se estaba abrazando las rodillas.
—Tú cuida de Walter Plinge —dijo—. Se te dará mejor que a mí.
—¡Hola señora Ogg! —dijo Walter en tono lastimero.
Tata se lo quedó mirando un momento.
—¿Así pues, él es…?
—Sí.
—¿Quieres decir que él es el ases…?
—¿A ti que te parece? —dijo Yaya.
—Bueno, si me lo preguntas, creo que no es él —dijo Tata—. ¿Puedo decirte algo al oído, Esme? No creo que deba decirlo delante del joven Walter.
Las brujas juntaron las cabezas. Hubo una breve conversación en voz baja.
—Todo es simple cuando una conoce la respuesta —dijo Yaya—. Vuelvo enseguida.
Y se marchó a toda prisa. Tata oyó sus zapatos aporreando las escaleras.
Tata volvió a mirar a Walter y le ofreció su mano.
—Arriba, Walter.
—¡Sí señora Ogg!
—Supongo que tenemos que encontrar un sitio para que te escondas, ¿no?
—¡Yo conozco un escondite señora Ogg!
—Sí, ¿verdad?
Walter cruzó el tejado tambaleándose hacia una trampilla distinta y la señaló con cara orgullosa.
—¿Ahí? —dijo—. No me parece un sitio muy escondido Walter.
Walter le dedicó una mirada perpleja y luego sonrió de la misma forma en que podría sonreír un científico después de resolver una ecuación particularmente difícil.
—¡Está escondido a la vista de todos señora Ogg!
Tata clavó en él una mirada afilada, pero en los ojos de Walter no había nada más que una inocencia ligeramente vidriosa.
Él levantó la trampilla y señaló educadamente hacia abajo.
—¡Baje usted primero por la escalerilla y así yo no le veré las bragas!
—Muy… amable —dijo Tata. Era la primera vez que alguien le decía algo así.
El hombre esperó pacientemente a que Tata llegara al pie de la escalera de mano y luego bajó laboriosamente detrás de ella.
—Esto no son más que unas viejas escaleras, ¿no? —dijo Tata, blandiendo la antorcha en dirección a las sombras.
—¡Sí! ¡Van hasta abajo del todo! ¡Excepto en la parte de abajo, donde van hasta arriba del todo!
—¿Alguien más las conoce?
—¡El Fantasma señora Ogg! —dijo Walter, bajando por la escalera.
—Ah, sí —dijo Tata, despacio—. ¿Y dónde está ahora el Fantasma, Walter?
—¡Se ha escapado!
Ella sostuvo la antorcha en alto. Seguía sin poder leerse nada en la expresión de Walter.
—¿A qué se dedica aquí el Fantasma, Walter?
—¡Vigila la ópera!
—Muy amable de su parte, no me cabe duda.
Tata inició el descenso, y mientras las sombras bailaban a su alrededor oyó decir a Walter:
—¿Sabe que ella me hizo una pregunta muy tonta señora Ogg? ¡Era una pregunta tonta de la que cualquier idiota sabe la respuesta!
—Ah, sí —dijo Tata, examinando las paredes—. Supongo que sobre casas incendiadas…
—¡Sí! ¡Me preguntó qué sacaría de nuestra casa si se estuviera quemando!
—Supongo que fuiste un buen chico y le dijiste que te llevarías a tu madre —dijo Tata.
—¡No! ¡Mi madre se llevaría ella sola!
Tata pasó la mano por la pared más cercana. Cuando se decidió a abandonar aquellas escaleras, habían cerrado las puertas con clavos. Alguien que subiera y bajara por allí, con un oído bien atento, podría enterarse de muchas cosas…
—Pues entonces, ¿qué sacarías de la casa, Walter? —dijo.
—¡El fuego!
Tata miró fijamente la pared sin verla y por fin una sonrisa apareció lentamente en su cara.
—Eres un memo, Walter Plinge —dijo.
—¡Más memo que un calcetín señora Ogg! —dijo Walter en tono jovial.
Pero no estás loco, pensó ella. Eres un memo pero estás cuerdo. Eso es lo que diría Esme. Y hay cosas mucho peores.
* * *
Greebo corría pesadamente por Broadway. De pronto no se encontraba muy bien. Le temblaban los músculos de formas extrañas. Un cosquilleo en la base del espinazo le indicaba que su cola quería crecer, y también estaba claro que sus orejas querían subir por los lados de su cabeza, lo cual siempre es embarazoso cuando sucede en compañía.
En aquel caso la compañía estaba como a un centenar de metros detrás de él y al parecer tenía intención de desplazar las orejas bastante lejos de su posición actual, resultara o no embarazoso.
Y también le estaba ganando terreno. Normalmente Greebo era famoso por su velocidad, pero no cuando a cada pocos segundos sus rodillas intentaban darse la vuelta.
Su plan habitual cuando lo perseguían era saltar sobre el barril de agua que había detrás de la cabaña de Tata Ogg y rastrillarle la nariz al perseguidor con las garras en cuanto doblaba la esquina. Como en aquel momento aquello requeriría un sprint de ochocientos kilómetros, había que buscar alguna alternativa.
Delante de una de las casas había un carruaje esperando. Se acercó dando bandazos, saltó al pescante, agarró las riendas y dirigió brevemente su atención hacia el cochero.
—Fffuerra de aquí.
Los dientes de Greebo brillaron bajo la luz de la luna. El cochero, con gran presencia de ánimo y apremiante ausencia de cuerpo, dio un salto mortal hacia atrás y se perdió en la noche.
Los caballos se encabritaron y trataron de romper a galopar sin pasar por el trote. Los animales son menos susceptibles de ser engañados que los hombres. Aquellos sabían que lo que tenían detrás era un gato muy grande, y el hecho de que tuviera forma de hombre no hacía que la situación les gustara más.
El carruaje arrancó pesadamente. Greebo miró por encima de su hombro tembloroso a la multitud iluminada por antorchas e hizo un gesto burlón con la pata. El efecto le satisfizo tanto que trepó al techo del carruaje bamboleante y continuó con sus mofas.
Es un atributo gatuno el retar con bufidos a los enemigos desde un lugar seguro. En aquellas circunstancias habría sido mejor que los atributos gatunos incluyeran la capacidad de manejar las riendas.
Una rueda golpeó el parapeto del Puente de Latón, empezó a rozarlo y la llanta de hierro se puso a soltar chispas. El impacto derribó a Greebo de su posición a mitad de gesto burlón. Aterrizó de pie en medio de la calle, mientras los caballos aterrados seguían al galope y el carruaje se alejaba dando peligrosos bandazos.
Los perseguidores se detuvieron.
—¿Y ahora qué hace?
—Nada, está ahí de pie.
—Solamente es uno y nosotros somos muchos, ¿verdad? Lo podemos reducir sin problema.
—Buena idea. A la de tres nos echamos todos encima de él, ¿de acuerdo? Uno… dos… y tres. —Hubo una pausa—. No habéis echado a correr.
—Bueno, tú tampoco.
—Sí, pero yo era el que estaba diciendo «uno, dos y tres».
—¡Recuerda lo que le hizo al señor Pounder!
—Sí, bueno, a mí Pounder nunca me cayó muy bien…
Greebo gruñó. A su cuerpo le estaban pasando cosas que le hacían cosquillas. Echó la cabeza hacia atrás y rugió.
—Mirad, como mucho se podrá llevar por delante a uno o dos de nosotros…
—Ah, y eso es bueno, ¿verdad?
—Oye, ¿por qué se está retorciendo así?
—Tal vez se haya hecho daño al caer del carruaje…
—¡Vamos a por él!
La muchedumbre lo rodeó. Greebo, luchando contra un campo morfogénico que oscilaba salvajemente de una especie a otra, le dio un puñetazo al primer hombre en la cara con una mano y le arrancó la camisa a otro con algo que se parecía más a una garra gigante.
—¡Oh, mierrrrr…!
Veinte manos lo agarraron. Y luego, en plena melé y a oscuras, aquellas veinte manos ya no agarraban más que ropa vacía. Las botas vengativas no conectaban más que con el aire, las porras que se habían proyectado contra una cara ahora surcaban el espacio vacío y regresaban para golpear a sus propietarios en la oreja.
—¡…rrdaaaoouuu!
Bastante inadvertida en medio de la riña, una bala de piel con las orejas aplanadas salió disparada por entre las piernas de la escaramuza.
Las patadas y los puñetazos solamente se detuvieron cuando se hizo evidente que la muchedumbre no estaba atacando a nadie más que a sí misma. Y como el CI de una muchedumbre es el CI de su miembro más estúpido dividido por el número de sus integrantes, a nadie le llegó a quedar nunca muy claro lo que acababa de pasar. Era obvio que habían rodeado al Fantasma, y estaba claro que no se podía haber escapado. Lo único que quedaba era una máscara y algunas ropas rasgadas. Así pues, razonó la muchedumbre, tenía que haber terminado en el río. Y se lo tenía bien merecido.