Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Tata soltó a la señora Plinge, pero no soltó la botella de champán, por si acaso.

—¿Y si no puede? —dijo la señora Plinge amargamente.

—¿Cree que Walter ha cometido esos asesinatos?

—¡Es un buen chico!

—Estoy segura de que eso es lo mismo que un «no», ¿verdad?

—¡Lo mandarán a la cárcel!

—Si ha cometido los asesinatos, Esme no dejará que eso suceda —dijo Tata.

La mente no muy alerta de la señora Plinge pareció comprender algo:

—¿Qué quiere decir con que no dejará que eso suceda? —dijo.

—Digo —dijo Tata— que si se lanza usted de cabeza a la piedad de Esme, más le vale estar puñeteramente segura de que se merece rebotar.

—¡Oh, señora Ogg!

—Ahora no se preocupe por nada —dijo Tata, tal vez un poco tarde dadas las circunstancias. Se le ocurrió que el futuro inmediato podía ser un poco más fácil para todos si la señora Plinge se tomaba un merecido descanso. Buscó a tientas en su ropa y sacó una botella llena a medias de un líquido turbio de color naranja—. Le voy a dar un sorbo de algo que le calmará los nervios.

—¿Qué es?

—Viene a ser un tónico —dijo Tata. Hizo saltar el tapón derecho con el pulgar. La pintura del techo encima de ella soltó un crujido—. Está hecho de manzanas. Bueno… sobre todo manzanas…

* * *

Walter Plinge se detuvo delante del Palco Ocho y miró a su alrededor.

Luego se quitó la boina y sacó la máscara. Se guardó la boina en el bolsillo.

Irguió la espalda y de pronto dio la sensación de que Walter Plinge con la máscara puesta medía bastantes centímetros más.

Se sacó una llave del bolsillo, abrió la puerta y la figura que entró en el Palco ya no se movía como Walter Plinge. Se movía como si cada uno de sus nervios y músculos estuvieran bajo el control total de un atleta.

Los ruidos de la ópera llenaban el palco. Las paredes estaban forradas de terciopelo rojo y cubiertas de cortinas. Las sillas eran altas y muy acolchadas.

El Fantasma se deslizó sobre una de ellas y se puso cómodo.

Una figura sentada en la otra silla se inclinó hacia delante y dijo:

—¡No te puedess comerrr miss huevosss de pesscado!

El Fantasma dio un salto. La puerta hizo clic a sus espaldas.

Yaya salió de entre las cortinas.

—Vaya, vaya, nos volvemos a encontrar —dijo.

Él retrocedió hasta el borde del palco.

—No creo que puedas saltar —dijo Yaya—. La caída es demasiado grande —concentró su mejor mirada en la máscara blanca—. Y ahora, señor Fantasma…

Él dio un salto de espaldas hasta la barandilla del palco, saludó ostentosamente a Yaya y brincó hacia arriba.

Yaya parpadeó.

Hasta aquel momento la Mirada siempre había funcionado.

—Demasiado oscuro, narices —dijo entre dientes— ¡Greebo!.

El cuenco de caviar salió volando de los dedos nerviosos de Greebo y causó una experiencia paranormal en alguna parte del patio de butacas.

—¡Ssí, Yaaa-ya!

—¡Atrápalo! ¡Y puede que te ganes un arenque ahumado!

Greebo gruñó, feliz. Aquello ya le gustaba más. La opera se le había empezado a hacer pesada en cuanto se dio cuenta de que nadie iba a volcarles un cubo de agua fría encima a los cantantes. Pero sí entendía de perseguir cosas.

Además, le gustaba jugar con sus amigos.

* * *

Agnes vio el movimiento con el rabillo del ojo. Una figura acababa de saltar desde uno de los palcos y estaba trepando hacia arriba en dirección al paraíso. Luego otra figura empezó a encaramarse tras la primera, impulsándose por entre los querubines dorados.

A los cantantes les vaciló la voz en plena nota. La figura que trepaba en cabeza era inconfundible. Era el Fantasma.

* * *

El Bibliotecario se dio cuenta de que la orquesta había dejado de tocar. Al otro lado del telón de fondo los cantantes también se habían detenido. Se oyó un murmullo de conversaciones excitadas y un par de gritos.

Se le empezó a erizar el pelo que le cubría todo el cuerpo. Los sentidos diseñados para proteger a su especie en las profundidades de la selva se habían ajustado sin problemas a las condiciones de la gran ciudad, que simplemente era más seca y tenía más carnívoros.

Cogió el corbatín que había tirado antes y, con gran parsimonia, se lo ató en torno a la frente de forma que acabó pareciendo un guerrero kamikaze muy formal. Luego tiró la partitura de la ópera y se quedó mirando un momento al infinito. Sabía por instinto que algunas situaciones requerían acompañamiento musical.

A aquel órgano le faltaban los que él consideraba los accesorios más básicos, como el pedal Trueno, un tubo Terremoto de cuarenta y dos metros y un teclado completo de ruidos animales, pero estaba seguro de que se podía hacer algo emocionante con el registro de bajos.

Extendió los brazos e hizo crujir los nudillos. Aquello le llevó algún tiempo.

Y luego empezó a tocar.

* * *

El Fantasma avanzó grácilmente por el borde del paraíso haciendo volar sombreros y anteojos para la ópera. El público observó con asombro y luego arrancó a aplaudir. No entendía muy bien cómo encajaba aquello en la trama… pero al fin y al cabo aquello era la ópera.

Llegó al centro de la baranda, subió un trecho por el pasillo a paso ligero, dio media vuelta y lo volvió a bajar a toda velocidad. Llegó al borde, saltó, volvió a saltar, voló por encima del auditorio…

…y aterrizó en la lámpara de araña, que tintineó y empezó a mecerse suavemente.

El público se puso de pie y aplaudió mientras él trepaba por los diversos niveles tintineantes en dirección al cable central.

Luego otra sombra llegó trepando al borde del paraíso y se apresuró en su persecución. Se trataba de una figura más fornida que la primera, con un solo ojo, de espaldas anchas y cintura estrecha. Parecía malvado pero de una forma interesante, como un pirata que entendiera de verdad las palabras «pabellón azabache». Ni siquiera tomó carrerilla sino que cuando llegó a la parte más cercana a la lámpara simplemente se lanzó al vacio.

Estaba claro que no iba a llegar.

Y después no estaba claro cómo lo hizo.

La gente que estaba mirando con sus anteojos para la opera juraría más tarde que el hombre había extendido un brazo que pareció que solo rozó la araña y que sin embargo fue capaz de hacer girar todo su cuerpo en medio del aire.

Un par de personas juraron todavía con mayor insistencia que, justo cuando el hombre extendía el brazo, las uñas parecieron crecerle varios centímetros.

La enorme montaña de cristal se balanceó pesadamente en su soga y, cuando estaba llegando al final de su balanceo, echó las piernas hacia delante, como un trapecista. El público dejó escapar un «oooh» de admiración.

Greebo se retorció de nuevo. La lámpara vaciló un momento en el extremo de su arco y luego inició su retroceso.

Mientras la lámpara tintineaba y crujía sobre el patio, la figura colgante se impulsó hacia arriba, se soltó y dio una voltereta hacia atrás que lo hizo aterrizar en medio de los cristales.

Una lluvia de velas y prismas roció los asientos de abajo. Y luego, mientras el público aplaudía y lo vitoreaba, empezó a trepar por la cuerda en persecución del Fantasma.

* * *

Henry Legulino intentó mover el brazo, pero un cristal caído le había remachado la manga de la chaqueta al brazo de su butaca.

Era embarazoso. Estaba bastante convencido de que aquello no tenía que estar pasando, pero no estaba seguro del todo.

A su alrededor oía a la gente haciendo preguntas.

—¿Esto era parte del argumento?

—Estoy seguro de que debe serlo.

—Oh, sí. Sí. Claro que lo era —dijo alguien sentado fila abajo, en tono autoritario—. Sí. Sí. La famosa escena de la persecución. Claro. Oh, sí. La hicieron en Quirm, ya sabe.

—Oh… sí. Sí, claro. Estoy seguro de que he oído hablar de ella…

—A mí me ha parecido cojonuda —dijo la señora Legulino.

—¡Madre!

—Ya era hora de que pasara algo interesante. Me lo tendrías que haber dicho. Me habría puesto las gafas.

* * *

Tata Ogg subió a buen paso las escaleras traseras que llevaban al altillo flotante.

—Algo ha salido mal —murmuró por lo bajo mientras subía los escalones de dos en dos—. Ella cree que solamente le hace falta mirarlos y se volverán como una malva en sus manos. ¿Y despues a quién le toca arreglar las cosas? Adivina…

La vetusta puerta de madera que había en lo alto de las escaleras cedió a la bota de Tata Ogg con el impulso de Tata Ogg detrás, y se quebró para dar paso a un espacio enorme y sombrío. Lleno de figuras que corrían. De piernas que correteaban a la luz de linternas. Había gente gritando.

Una figura corrió directamente hacia ella.

Tata se agazapó de golpe con los dos pulgares apoyados en el tapón de corcho de la botella de champán agitada que acunaba debajo del brazo.

—¡Esto, es una mágnum! —dijo—. ¡Y no me da miedo bebérmela!

La figura se detuvo.

—Ah, es usted, señora Ogg…

La memoria infalible de Tata para los detalles personales sacó una carta.

—¿Eres Peter, verdad? —dijo, relajándose—. El que tiene problemas en los pies.

—Eso es, señora Ogg.

—Los polvos que te dí funcionan, ¿verdad?

—Ya los tengo mucho mejor, señora Ogg…

—¿Qué está pasando, pues?

—¡El señor Salzella ha atrapado al Fantasma!

—¿De verdad?

Ahora que la mirada de Tata había conseguido discernir cierto orden en el caos, pudo ver a un corro de personas en mitad del altillo, alrededor de la lámpara de araña.

Salzella estaba sentado en los tablones del suelo. Tenia el cuello de la camisa rasgado y le habían arrancado una manga de la chaqueta, pero su mirada era de triunfo.

Sostuvo algo en alto.

Era blanco. Parecía un trozo de cráneo.

—¡Era Plinge! —dijo—. ¡Os lo digo, era Walter Plinge! ¿Por qué estáis todos ahí parados? ¡Id a por él!

—¿Walter? —dijo uno de los hombres, nada convencido.

—¡Sí, Walterl

Otro hombre apareció corriendo y agitando su linterna.

—¡He visto al Fantasma dirigiéndose al tejado! ¡Y había un cabrón enorme y tuerto corriendo detrás de él como un gato escaldado!

Esto no va bien, pensó Tata. Hay algo aquí que no va bien.

—¡Al tejado! —gritó Salzella.

—¿No sería mejor que cogiéramos primero las antorchas llameantes?

—¡Las antorchas llameantes no son obligatorias!

—¿Rastrillos y guadañas?

—¡Eso es solamente para los vampiros!

—¿Y qué me dice de una sola antorcha?

—¡Subid ahora mismo! ¿Entendido?

* * *

Bajó el telón. Hubo algunos aplausos que apenas se oyeron por encima del parloteo del público.

Los miembros del coro se miraron entre ellos.

—¿Eso tenía que pasar?

Hubo una lluvia de polvo. Los tramoyistas estaban trotando de un lado a otro por los andamios que había muy por encima del escenario. Entre las cortinas polvorientas y las cuerdas se oían ecos de gritos. Un tramoyista cruzó corriendo el escenario con una antorcha llameante.

—Eh, ¿qué está pasando? —dijo un tenor.

—¡Tienen al Fantasma! ¡Se dirige al tejado! ¡Es Walter Plinge!

—Cómo, ¿Walter?

—¿Nuestro Walter Plinge?

—¡Sí!

El tramoyista echó a correr otra vez soltando un rastro de chispas y dejando que la levadura de los rumores fermentara en la masa preparada que era el coro. ¿Walter? ¡No puede ser!

—Bueeeno… Es un poco rarito, ¿no?

—Pero si esta misma mañana me ha dicho: «¡Qué día tan bonito señor Sidney!». Así tal cual. Lo más normal del mundo Bueno… normal para Walter.

—De hecho, a mí siempre me ha preocupado que los ojos se le moviesen como si no hablaran entre ellos…

—¡Y siempre está en todas partes!

—Sí, pero es el que hace todo el trabajo sucio…

—¡De eso sí que no hay duda!

—No es Walter —dijo Agnes.

Todos la miraron.

—Es a él a quien ha dicho que están persiguiendo, querida.

—No sé a quién están persiguiendo, pero Walter no es el Fantasma. ¡Cómo puede pensar alguien que Walter es el Fantasma! —dijo Agnes, acalorada—. Pero ¡si no le haría daño ni a una mosca! Además, yo he visto…

—Pues a mí siempre me ha parecido un poco falso.

—Y dicen que baja muy a menudo a los sótanos. ¿Y para qué?, me pregunto yo. Afrontémoslo. Las cosas por su nombre. Está loco.

—¡No actúa como un loco!

—Bueno, siempre parece a punto de hacerlo, eso tienes que admitirlo. Voy a ver qué está pasando. ¿Alguien se viene?

Agnes se rindió. Era un descubrimiento horrible, pero hay veces en que lo evidente es pisoteado y empieza la cacería.

* * *

Se abrió una trampilla. El Fantasma salió trepando, miró hacia abajo y cerró la trampilla de un golpe. Se oyó un aullido del otro lado.

Luego cruzó dando saltos el emplomado hasta llegar al parapeto recubierto de gárgolas, negro y plateado bajo la luz de la luna. El viento le infló la capa mientras corría por el mismo borde del tejado y se volvía a dejar caer junto a otra puerta.

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