—Muy bien, todos sabéis cuál es vuestro puesto —dijo Salzella—. Y si veis algo, lo que sea, tenéis que hacérmelo saber de inmediato. ¿Lo entendéis?
—¡Señor Salzella!
—¿Sí, Walter?
—¡No debemos interrumpir la ópera señor Salzella!
Salzella negó con la cabeza.
—Estoy seguro de que la gente lo entenderá…
—¡El espectáculo tiene que continuar señor Salzella!
—¡Walter, harás lo que te digan!
Alguien levantó una mano.
—Pero tiene algo de razón, señor Salzella…
Salzella puso los ojos en blanco.
—Vosotros atrapad al Fantasma —dijo—. Si podemos hacerlo sin gritar mucho, mejor que mejor. Por supuesto que no quiero parar el espectáculo —añadió, y los vio relajarse.
Un acorde grave resonó por todo el escenario.
—¿Qué demonios ha sido eso?
Salzella fue dando zancadas hasta la parte de atrás del escenario y allí se encontró con André, que parecía emocionado
—¿Qué está pasando?
—¡Lo hemos reparado, señor Salzella! Lo que pasa ahora es que… bueno, que no quiere abandonar el asiento…
El Bibliotecario saludó con la cabeza al director musical. Salzella conocía al orangután, y entre las cosas que sabía de él se contaba el hecho de que, si el Bibliotecario se quería sentar en alguna parte, allí era donde se sentaba. Pero era un organista de primera, Salzella tenía que admitirlo. Sus recitales a la hora del almuerzo en la Gran Sala de la Universidad Invisible eran extremadamente populares, sobre todo debido a que el órgano de la Universidad tenía todos y cada uno de los efectos de sonido que la genialidad invertida de Jodido Estúpido Johnson había sido capaz de idear. Nadie habría creído, antes de que un par de manos de simio trabajaran en el proyecto, que algo como el romántico Preludio en sol mayor de Doinov se pudiera adaptar para Cojín de Broma y Conejos Aplastados.
—Están las oberturas —dijo André— y la escena del salón de baile…
—Por lo menos consiguele una pajarita —dijo Salzella.
—Nadie puede verlo, señor Salzella, y tampoco es que tenga mucho cuello…
—Aquí tenemos ciertos niveles de exigencia, Andre.
—Sí, señor Salzella.
—Como parece que te han eximido del trabajo esta tarde, tal vez puedas ayudarnos a prender al Fantasma.
—Por supuesto, señor Salzella.
—Pues tráele una pajarita y ven conmigo.
Un poco más tarde, después de que lo dejaran solo, el Bibliotecario abrió su ejemplar de la partitura y lo puso con cuidado en el atril.
Metió la mano debajo del asiento y sacó una bolsa grande de papel marrón llena de cacahuetes. No estaba del todo seguro de porqué André, después de convencerle para que tocara el órgano aquella noche, le había dicho al otro hombre que lo que pasaba era que él, el Bibliotecario, se había empeñado en hacerlo. De hecho, tenía algunas catalogaciones muy interesantes que hacer y que le apetecían bastante. Y en cambio, ahora parecía que se iba a pasar la noche aquí, aunque medio kilo de cacahuetes pelados era una paga generosa para los estándares de cualquier simio. La mente humana era un misterio profundo y pertinaz y el Bibliotecario se alegraba de ya no tener una.
Examinó la pajarita. Tal como había previsto André, presentaba ciertos problemas para alguien que había estado detrás de la puerta cuando se repartían los cuellos.
* * *
Yaya Ceravieja se detuvo delante del Palco Ocho y miró a su alrededor. La señora Plinge no estaba a la vista. Abrió la puerta con la que probablemente fuera la llave más cara del mundo.
—Y tú pórtate bien —dijo.
—Ssí, Yaaa-ya —gimió Greebo.
—Nada de ir al lavabo en los rincones.
—No, Yaaa-ya.
Yaya fulminó a su acompañante con la mirada. Aunque llevara pajarita, aunque llevara su fino bigote encerado, seguía siendo un gato. No se podía confiar en ellos para nada salvo para aparecer a la hora de las comidas.
El interior del Palco era de opulenta felpa roja, resaltada con decoración dorada. Era como un mullido cuartito privado.
A ambos lados del mismo había sendas columnas gruesas que soportaban parte del mirador de arriba. Yaya se asomó por encima de la barandilla y examinó la distancia vertical que los separaba del patio de butacas. Por supuesto, se podía trepar hasta allí desde uno de los palcos adyacentes, pero quien lo hiciera tendría que hacerlo a la vista del público y segúramente causaría algún comentario. Echó un vistazo debajo de los asientos. Se puso de pie sobre una silla y palpó el techo, que estaba decorado con estrellas doradas. Examinó minuciosamente la moqueta.
Lo que vio la hizo sonreír. Había estado preparada para apostar a que sabía cómo entraba el Fantasma, y ahora no le cabía duda.
Greebo se escupió en la mano y trató en vano de peinarse el pelo.
—Quédate quieto y cómete tus huevos de pescado —dijo Yaya.
—Ssí, Yaaa-ya.
—Y mira la ópera, que no te irá mal.
—Ssí, Yaaa-ya.
* * *
—¡Buenas tardes, señora Plinge! —dijo Tata en tono jovial—. ¿A que es emocionante? El murmullo del público, la atmósfera de expectación, los tipos de la orquesta buscando un sitio donde esconder las botellas y tratando de acordarse de cómo tocar… Toda la euforia y el drama de la experiencia operística esperando para desplegarse…
—Ah, hola, señora Ogg —dijo la señora Plinge. Estaba sacando brillo a los vasos en su bar diminuto.
—Ciertamente está abarrotado —dijo Tata. Miró de reojo a la anciana[9]—. He oído que se ha vendido hasta el ultimo asiento.
Aquello no logró la reacción esperada.
—¿Quiere que le eche una mano para limpiar el Palco Ocho? —continuó.
—Oh, ya lo limpié la semana pasada —dijo la señora Plinge. Levantó un vaso para mirarlo a contraluz.
—Sí, pero he oído que la dama es muy quisquillosa —dijo Tata—. Muy maniática con todo.
—¿Qué dama?
—Es que el señor Balde ha vendido el Palco Ocho —dijo Tata.
Oyó un tintineo de cristales. Ah.
La señora Plinge apareció en la entrada de su cuartito.
—Pero ¡no puede hacer eso!
—La ópera es de él —dijo Tata, mirando con cautela a la señora Plinge—. Supongo que él cree que sí puede.
—¡Es el Palco del Fantasma!
El público empezaba a aparecer por el pasillo.
—No creo que al Fantasma le importe por una sola noche —dijo Tata Ogg—. El espectáculo debe continuar, ¿no? ¿Se encuentra bien, señora Plinge?
—Creo que será mejor que vaya a… —empezó a decir, dando un paso hacia delante.
—No, lo que tiene que hacer es sentarse y descansar —dijo Tata, empujándola hacia atrás con suavidad pero con una fuerza irresistible.
—Pero tengo que ir a…
—¿A qué, señora Plinge? —dijo Tata.
La anciana palideció. Yaya Ceravieja podía ser cruel, pero la crueldad siempre estaba en el escaparate: uno era consciente de que podía aparecer en el menú. La brusquedad procedente de Tata Ogg, sin embargo, era como que te mordiera un perro grande y amigable. Resultaba mucho peor porque nadie se la esperaba.
—Supongo que quería ir usted a hablar con alguien, ¿verdad, señora Plinge? —dijo Tata en voz baja—. ¿Con alguien que podría llevarse un buen susto de encontrar su palco lleno, tal vez? Creo que puedo ponerle nombre a ese alguien, señora Plinge. Ahora, si…
La mano de la anciana sostuvo en alto una botella de champán y luego bajó con fuerza en un intento de hacer zarpar al SS Gytha Ogg hacia los mares de la inconsciencia. La botella rebotó.
Luego la señora Plinge dio un brinco y se alejó a la carrera con sus botitas negras lustradas centelleando.
Tata Ogg se agarró al marco de la puerta y se tambaleó un poco mientras detrás de sus ojos se disparaban fuegos artificiales azules y púrpuras. Pero entre los antepasados de los Ogg había sangre de enano, lo cual implicaba un cráneo con el que se podía ir a trabajar a la mina.
Se quedó mirando la botella con la cabeza embotada.
—Año de la Cabra Insultada —balbuceó—. Un buen año.
Entonces la consciencia ganó la mano.
Sonrió mientras echaba a galopar detrás de la figura cada vez más lejana. De estar en el lugar de la señora Plinge ella habría hecho exactamente lo mismo, solo que considerablemente más fuerte.
* * *
Agnes esperó junto con los demás a que se levantara el telón. Era una de la cincuentena aproximada de aldeanos que iban a oír a Enrico Basílica cantar sus éxitos como maestro de los disfraces, y constituía una parte vital del proceso el que, aunque el coro escuchara las explicaciones de la trama, e incluso las cantara a coro, después sufrieran un lapsus instantáneo de memoria a fin de que los desenmascaramientos posteriores los cogieran por sorpresa.
Por alguna razón, sin que nadie dijera nada al respecto, parecia que toda la gente que había podido había adquirido sombreros de ala muy ancha. Aquellos que no los tenían aprovechaban cualquier oportunidad para mirar hacia arriba.
Delante del telón, herr Problematikus dio entrada a la obertura.
Enrico, que estaba masticando una pata de pollo, dejó con cuidado el hueso sobre un plato y asintió. El tramoyista que esperaba a su lado salió corriendo.
La ópera acababa de empezar.
* * *
La señora Plinge llegó al pie de la gran escalinata y se agarró a la balaustrada, jadeando.
La ópera ya había empezado. El lugar estaba vacío. Y tampoco se oía ningún ruido de persecución.
Puso la espalda recta e intentó recuperar el aliento.
—¡Yu-juuu, señora Plinge!
Blandiendo la botella de champán como si fuera una porra, Tata Ogg ya se estaba deslizando a toda velocidad cuando llegó al primer giro de la balaustrada, pero se inclinó como una profesional y mantuvo el equilibrio mientras enderezaba nuevamente su rumbo, y luego se volvió a escorar para la siguiente curva…
…lo cual dejaba únicamente la gran estatua dorada del pie de la escalinata. Es el destino de todas las balaustradas por las que vale la pena deslizarse que haya algo desagradable esperando al final. Pero la reacción de Tata Ogg fue soberbia. Levantó una pierna en pleno descenso en picado y se impulsó para separarse, de manera que sus botas con clavos dejaron surcos en el mármol mientras aterrizaba girando delante de la anciana.
La señora Plinge fue levantada en volandas y transportada a la oscuridad de detrás de otra estatua.
—No intente dejarme atrás corriendo, señora Plinge —susurro Tata, tapando firmemente la boca de la señora Plinge con la mano—. Lo que le conviene es esperar aquí en silencio conmigo. Y ni se le pase por la cabeza que soy una persona amable. Sólamente soy amable comparada con Esme, pero lo mismo se puede decir prácticamente de cualquiera…
—¡Mmf!
Agarrando fuertemente el brazo de la señora Plinge con una mano y tapándole la boca con la otra, Tata se asomó al otro lado de la estatua. Oía cantar a lo lejos.
No sucedió nada más. Al cabo de un rato, empezó a preocuparse. Tal vez él se habría asustado. Tal vez la señora Plinge le había dejado alguna clase de señal. Tal vez había decidido que el mundo actual era demasiado peligroso para los Fantasmas, aunque Tata dudaba que alguna vez llegara a tomar aquella decisión…
A aquel ritmo se acabaría el primer acto antes de que… En alguna parte se abrió una puerta. Una figura desgarbada con traje negro y una boina ridicula cruzó el vestíbulo y subió las escaleras. Una vez arriba, lo vieron girar en dirección a los palcos y desaparecer.
—Mire usted —dijo Tata, intentando desentumecerse los brazos y las piernas—. Lo que pasa con Esme es que es tonta…
—¿Mmf?
—…así que cree que la forma más obvia de que el Fantasma entre y salga del palco, mire por dónde, es por la puerta. Si no se puede encontrar un panel secreto, piensa ella, es porque no hay ninguno. Los mejores paneles secretos son los que no están, y la razón es que así no los puede encontrar ningún mamón. Ahí es donde todos ustedes piensan demasiado operáticamente, ¿sabe? Están todos apelotonados en este sitio, escuchando tramas estúpidas que no se entienden, y supongo que eso acaba por afectarles a la cabeza. Y como nadie encuentra ninguna trampilla, pues dicen, oh cielos, lo que pasa es que tiene que estar escondida de maravilla. Mientras que una persona normal, como por ejemplo yo y Esme, diríamos: pues a lo mejor no hay ninguna. Y la mejor manera de que el Fantasma llegue al lugar sin que nadie lo vea es que lo vean y no se fijen en él. Sobre todo si tiene llaves. La gente no se fija en Walter. Miran para otro lado. Aflojó suavemente su presa.
—No la culpo, señora Plinge, porque yo haría lo mismo por uno de los míos, pero habría hecho usted mejor en confiar en Esme desde el principio. Ella la ayudará si puede.