Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—No, Taaa-ta.

Greebo parecía deprimido. Los humanos no se divertían.

Las actividades más básicas estaban rodeadas de complicaciones raíbles.

—Y nada de convertirse otra vez en gato hasta que nosotras lo digamos.

—Ssí, Taaa-ta.

—Juega bien tus cartas y tal vez te lleves un arenque ahumado.

—Ssí, Taaa-ta.

—¿Cómo lo vamos a llamar? —dijo Yaya—. No puede llamarse Greebo sin más, que por cierto siempre he dicho que era un nombre muy tonto para un gato.

—Bueno, parece aristocrático… —empezó a decir Tata.

—Parece un matón guapo y sin cerebro —la corrigió Yaya.

—Aristocrático —repitió Tata.

—Es lo mismo.

—De todas formas, no lo podemos llamar Greebo.

—Ya se nos ocurrirá algo.

* * *

Salzella se apoyó desconsolado en la barandilla de mármol de la gran escalinata del vestíbulo y miró tristemente su copa.

Siempre le había parecido que uno de los principales defectos del mundo de la ópera era el público. No estaban casi nunca a la altura. Los únicos peores que los que no sabían nada de música, y cuya idea de una observación sensata era «me ha gustado ese trozo casi al final donde a ella le temblaba la voz», eran los que se creían que sí sabían…

—¿Quiere una copa señor Salzella? ¡Hay muchas fíjese! —Walter Plinge iba tranquilamente de un lugar para otro, con su traje negro dándole el aspecto de un espantapájaros de primera clase.

—Plinge, limítate a decir: «¿Una copa, señor?» —dijo el director musical—. Y por favor, quítate esa boina ridicula.

—¡Me la hizo mi madre!

—Estoy seguro de que sí, pero… El señor Balde se le acercó.

—¡Creí haberle dicho que no dejara que el signore Basilica se acercara a los canapés! —dijo entre dientes.

—Lo siento, no encontré una palanca lo bastante grande —dijo Salzella, haciendo un gesto en dirección a Walter y a su boina para que se alejaran—. Además, ¿no se supone que tendría que estar en su camerino en plena comunión con su musa? ¡El telón se levanta dentro de veinte minutos!

—Dice que canta mejor con el estómago lleno.

—Entonces esta noche nos espera una gran función.

Balde se giró y contempló la escena.

—En todo caso, está yendo bien —dijo.

—Supongo que sí.

—La Guardia está aquí, ya sabe. De paisano. Entremezclados con el público.

—Ah… déjeme adivinar…

Salzella echó un vistazo a la multitud. Había, ciertamente, un hombre muy bajo que llevaba un traje hecho para un hombre bastante más grande. El efecto era especialmente pronunciado en su capa para la ópera, que alcanzaba a arrastrarse por el suelo tras él y le daba el aire general de ser un superhéroe que había pasado demasiado tiempo en presencia de kriptonita. Llevaba un gorro de piel deformado y estaba intentando fumar disimuladamente un cigarrillo.

—¿Se refiere a ese hombrecillo que lleva escrito: «Guardia Disfrazado» en letras intermitentes bailándole encima de la cabeza?

—¿Dónde? ¡Eso no lo he visto!

Salzella suspiró.

—Es el cabo Nobby Nobbs —dijo en tono cansino—. La única persona conocida que necesita carnet de identidad para demostrar la especie a la que pertenece. Lo he visto entremezclarse con tres copas grandes de jerez.

—Pero no es el único —dijo el señor Balde—. Se están tomando esto en serio.

—Oh, sí —dijo Salzella—. Si miramos en esa dirección, por ejemplo, veremos al sargento Detritus, que es un troll, y que lleva puesto lo que dadas las circunstancias es un traje bastante a la medida. Es por tanto, en mi opinión, una lástima que se haya olvidado de quitarse el casco. Y se supone que esta es la gente que la Guardia ha elegido por su talento para entremezclarse.

—Bueno, ciertamente serán de utilidad si el Fantasma ataca de nuevo —dijo Balde, abatido.

—El Fantasma tendría que… —Salzella se detuvo. Parpadeó—. Oh, cielos —susurró—. Pero ¿qué es lo que ha encontrado?

Balde se giró.

—Es lady Esmerelda… oh.

Greebo caminaba al lado de ella con ese aire suave y elegante que pone pensativas a las mujeres y blancos a los nudillos de los hombres. El rumor de las conversaciones se acalló durante un momento y luego se reanudó convertido en un rumor un poco más agudo.

—Estoy impresionado —dijo Salzella.

—Ciertamente no parece un caballero —susurró Balde—. ¡Mire el color de ese ojo! —Compuso lo que confiaba que fuera una sonrisa e hizo una reverencia.

—¡Lady Esmerelda! —dijo—. ¡Qué grato es verla de nuevo! ¿No nos quiere presentar a su… invitado?

—Este es lord Gribeau —dijo Yaya—. El señor Balde, el propietario, y el señor Salzella, que parece ser el que manda.

—Jajá —dijo Salzella.

Gribeau gruñó, dejando al descubierto unos incisivos mas grandes que ningunos otros que Balde hubiera visto fuera de un zoo. Y Balde nunca había visto un ojo de color tan verde amarillento. La pupila no era nada normal…

—Ajaja… —dijo—. ¿Y puedo pedirles una copa?

—Él tomará leche —dijo Yaya con firmeza.

—Supongo que tiene que recargar energías —dijo Salzella.

Yaya se dio la vuelta bruscamente. Su expresión pudo haber hecho incisiones sobre el acero.

—¿A alguien le apetece una copa? —dijo Tata Ogg saliendo de la nada con una bandeja e interponiéndose hábilmente entre ellos como una fuerza de pacificación muy pequeña—. Tengo un poco de todo por aquí…

—Incluyendo un vaso de leche, por lo que veo —dijo Balde.

Salzella miró primero a una bruja y luego a la otra.

—Eso demuestra una previsión notable —dijo.

—Bueno, nunca se sabe —dijo Tata.

Gribeau cogió el vaso con las dos manos y empezó a beber la leche dando lametones con la lengua. Luego miró a Salzella.

—¿Qué esstás mirrrrando? ¿Nunca hass vissto a nadie be-berrr leche?

—Pues no… no así, tengo que admitirlo.

Tata le guiñó un ojo a Yaya Ceravieja mientras se giraba para desaparecer discretamente.

Yaya la cogió del brazo.

—Recuerda —le dijo en un susurro—, cuando entremos en el palco… no pierdas de vista a la señora Plinge. La señora Plinge sabe algo. No estoy segura de qué va a pasar. Pero sé que va a pasar.

—De acuerdo —dijo Tata. Se alejó afanosamente, murmurando por lo bajo—. Oh, sí… haz esto, haz aquello…

—Una copa aquí, por favor, señora.

Tata bajó la vista.

—Por los dioses —dijo—. ¿Qué es usted?

La aparición con gorro de piel le guiñó un ojo.

—Soy el conde de Nobbs —dijo aquello—. Y este de aquí añadió, señalando a una pared móvil— es el conde de Tritus.

Tata le echó un vistazo al troll.

—¿Otro conde? Estoy segura de que aquí se esconden más condes de los que puedo contar. ¿Y qué les puedo ofrecer, agentes —dijo.

—¿Agentes? ¿Nosotros? —dijo el conde de Nobbs—. ¿Qué le hace pensar que somos hombres de la Guardia?

—Que él lleva el casco puesto —señaló Tata—. Y también la insignia puesta en la chaqueta.

—¡Te dije que la guardaras! —dijo Nobby entre dientes. Luego miró a Tata y sonrió con cara de circunstancias—. Es el estilo chic militar —dijo—. No es más que un accesorio de moda. En realidad somos caballeros bienestantes que no tien nada que ver con la Guardia de la ciudad en absoluto.

—Bueno, caballeros, ¿quieren una copa de vino?

—Gracias, pero nosotros de servicio —dijo el troll.

—Oh, sí, muchísimas gracias, conde de Tritus —dijo Nobby en tono cortante—. ¡Oh, sí, muy de incógnito, claro que sí! ¿Por qué no saludas con la porra para que todo el mundo la pueda ver?

—Bueno, si crees que es buena idea…

—¡Guarda eso!

Al conde de Tritus se le juntaron las cejas por el esfuerzo de pensar.

—Eso era ironía, ¿sí? ¿Hacia un superior?

—No puedes ser un superior, ¿no te parece? Porque no somos de la Guardia. Mira, el comandante Vimes nos lo explicó tres veces…

Tata Ogg se alejó diplomáticamente. Ya era bastante malo verles lastimar su tapadera como para encima hurgar en la herida.

Aquel era un nuevo mundo, estaba claro. Ella estaba acostumbrada a una vida en que los hombres llevaban la ropa llamativa y las mujeres iban de negro. Lo cual facilitaba mucho la decisión de qué ponerse por la mañana. Pero dentro del edificio de la ópera las normas indumentarias estaban todas invertidas, igual que las leyes del sentido común. Aquí las mujeres se vestían como pavos reales escarchados y los hombres parecían pingüinos.

Así pues… había polis en el lugar. Tata Ogg era básicamente una persona que respetaba la ley cuando no tenía razón para violarla, y por tanto su actitud respecto a los agentes de la ley era la actitud que tenía una persona de aquel tipo. Es decir, una actitud de desconfianza profunda y permanente.

Estaba, por ejemplo, la actitud de los agentes hacia el robo. Tata tenía una visión del robo propia de las brujas, que era mucho más complicada que la visión que adoptaba la ley y, ya que estamos, la de la gente con propiedades que valiera la pena robar. Lo que ellos tendían a hacer era blandir la enorme hacha embotada de la ley en circunstancias que requerían el delicado escalpelo del sentido común.

No, pensó Tata. En una noche como aquella no se necesitaba a los policías con sus botas enormes. No sería mala idea poner una chincheta debajo de los lentos y pesados pies de la Justicia.

Se agachó detrás de una estatua dorada y buscó a tientas en los recovecos de su ropa mientras la gente que tenía cerca miraba perpleja a su alrededor en busca de aquellos tañidos erráticos de cosas elásticas. Estaba segura de que tenía un poco en alguna parte: lo había guardado para casos de emergencia.

Se oyó el tintineo de un botellín. Ah, sí.

Un momento más tarde Tata Ogg emergió decorosamente con dos vasos pequeños en la bandeja y se dirigió decididamente a los hombres de la Guardia.

—¿Bebida de fruta, agentes? —dijo—. Oh, qué tonta, pero qué digo. No quería decir agentes. ¿Quieren una bebida de frutas casera?

Detritus olisqueó con cara de recelo y los senos nasales se le limpiaron en el acto.

—¿Qué lleva? —dijo.

—Manzanas —dijo Tata Ogg rápidamente—. Bueno… sobre todo manzanas.

Debajo de su mano, un par de gotas derramadas terminaron de atravesar el metal de la bandeja y cayeron sobre la alfombra, donde empezaron a humear.

* * *

Por todo el auditorio se oía el murmullo de los asistentes de la Ópera al sentarse y de la señora Legulino al intentar encontrar sus zapatos.

—No te los tendrías que haber quitado, madre.

—Los pies me están fastidiando.

—¿Has traído las cosas de tejer?

—Creo que me las he dejado en el lavabo de señoras.

—Oh, madre.

Henry Legulino marcó la página que estaba leyendo en el libro, levantó los ojos llorosos hacia el cielo y parpadeó. Justo encima de él —muy por encima de él— había un círculo de luz resplandeciente.

Su madre siguió su mirada.

—¿Y eso qué es?

—Creo que es una lámpara de araña, madre.

—Pues es bastante grande. ¿Y cómo se aguanta?

—Estoy seguro de que tienen cuerdas especiales y cosas, madre.

—Pues a mí me parece un poco peligrosa.

—Estoy seguro de que no tiene ningún peligro, madre.

—¿Y tú qué sabes de lámparas de araña?

—Estoy seguro de que la gente no vendría a la ópera si hubiera alguna posibilidad de que les cayera una lámpara de araña encima de la cabeza, madre —dijo Henry, intentando leer su libro.

Il Truccatore, El Maestro de los Disfraces. Il Truccatore (ten.), un misterioso noble, causa el escándalo en la ciudad cuando empieza a cortejar a mujeres de alta cuna disfrazado de sus maridos. Sin embargo, Laura (sop.), la recién casada esposa de Capriccio (bar.), se niega a ceder a sus lisonjas…

Henry puso un punto en el libro, se sacó del bolsillo uno más pequeño y consultó el significado de «lisonjas». Se estaba moviendo en un mundo en el que no se sentía muy seguro. La vergüenza acechaba en cada esquina y a él no le iban a pillar por lo que quería decir una palabra. Henry vivía su vida sumido en el terror permanente de que Después Le Hicieran Preguntas.

…y con la ayuda de su sirviente Alitas (ten.) adopta un subterfugio…

El diccionario volvió a aparecer un momento.

… lo cual culmina…

Y una vez más.

… en la escena del famoso Baile de Máscaras en el Palacio del Duque. Pero Il Truccatore no ha contado con su viejo adversario el conde de…

—Adversario… —Henry suspiró y se echó la mano otra vez al bolsillo.

* * *

Cinco minutos para levantar el telón…

Salzella pasó revista a sus tropas. Consistían en tramoyistas y pintores y en todos los demás empleados que no eran indispensables aquella noche. Al final de la hilera, más o menos el cincuenta por ciento de Walter Plinge había conseguido ponerse firme.

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