Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—¡Hace toda clase de trabajos! ¡Nadie sabe nunca dónde está… todo el mundo da por sentado que está por ahí!

—Muy bien, pero no tienes por qué sulfurarte tanto…

Detrás de ellas se oyó el más débil de los sonidos.

Se dieron la vuelta.

El Fantasma hizo una reverencia.

* * *

—¿Quién es un buen chico? Tata tiene un cuenco de huevos de pescado para un buen chico —dijo Tata, intentando mirar por debajo del enorme aparador de la cocina.

—¿Huevos de pescado? —dijo Yaya en tono frío.

—Los he cogido prestados de las cosas que han preparado para la suagué —dijo Tata.

—¿Prestados? —dijo Yaya.

—Eso es. Ven aquí, Greebo, ¿quién es un buen chico?.

—Prestados. O sea que… cuando el gato haya terminado de comérselos, los vas a colocar otra vez en su sitio, ¿no?

—Solamente es una manera de hablar, Esme —dijo Tata con voz suave y dolida—. No es lo mismo que robar si no tienes intención. Vamos, chico, aquí tienes unos huevos de pescado muy ricos…

Greebo retrocedió más adentro de las sombras.

* * *

Christine soltó un ligero suspiro y se desmayó en el suelo. Pero se las apañó, tal como notó Agnes con amargura, para desplomarse de forma que probablemente no se hiciera daño al dar en el piso y que ofreciera la mejor perspectiva de su vestido. Agnes estaba empezando a darse cuenta de que Christine era notablemente lista de ciertas maneras especializadas.

Volvió a mirar a la máscara.

—No pasa nada —dijo, con una voz que le sonó ronca incluso a ella—. Sé por qué estás haciendo esto. De verdad.

Ninguna expresión podía cruzar aquella cara de marfil, pero los ojos parpadearon.

Agnes tragó saliva. La parte de ella que correspondía a Perdita quería rendirse en aquel mismo momento, ya que sería más excitante, pero ella no dio el brazo a torcer.

—Quieres ser algo distinto y estás atrapado en lo que eres —dijo Agnes—. Conozco perfectamente la sensación. Tienes suerte. Lo único que tú tienes que hacer es ponerte una máscara. Por lo menos tu forma es la correcta. Pero ¿por qué tienes que ir matando a gente? ¿Por qué? ¡El señor Pounder no te podía hacer ningún daño! Pero… hurgaba en sitios extraños, ¿Verdad? Y tal vez… ¿encontró algo?

El Fantasma asintió ligeramente y luego levantó su bastón de ébano. Sostuvo los dos extremos y tiró hasta extraer una espada larga y muy fina.

—¡Sé quién eres! —estalló Agnes, y dio un paso hacia delante— ¡Yo… probablemente yo podría ayudarte! ¡Puede que no fuera culpa tuya! —Retrocedió—. ¡Yo no te he hecho nada! ¡No me has de tener miedo!

Siguió retrocediendo a medida que la figura avanzaba. Los ojos, dentro de los huecos oscuros de la máscara, resplandecían como joyas diminutas.

—Soy tu amiga, ¿no lo ves? ¡Por favor, Walter! ¡Walter!

A modo de respuesta sonó un ruido lejano que pareció tan fuerte como un trueno y tan imposible, dadas las circunstancias como una tetera de chocolate.

Era el claqueteo del mango de un cubo.

—¿Qué pasa señorita Perdita Nitt?

El Fantasma vaciló.

Se oyeron unos pasos. Unos pasos irregulares.

El Fantasma bajó la espada, abrió una puerta situada en una pieza de decorado pintada para representar la muralla de un castillo, hizo una reverencia irónica y se escabulló.

Walter apareció doblando un recodo.

Era un caballero andante inverosímil. Para empezar, llevaba un traje de etiqueta obviamente diseñado para alguien de una envergadura distinta. Todavía llevaba su boina. También llevaba un delantal y transportaba un cubo y una fregona. Pero ningún héroe al rescate armado con una lanza cruzó nunca al galope un puente levadizo en mejor momento. Prácticamente le rodeaba un resplandor dorado.

—¿…Walter?

—¿Qué le pasa a la señorita Christine?

—Ella… esto… se ha desmayado —dijo Agnes—. Esto… Probablemente… sí, probablemente la emoción. Por la ópera… De esta noche. Sí. Probablemente. La emoción. Por la ópera de esta noche.

Walter le dedicó una mirada ligeramente preocupada.

—Sí —dijo, y añadió en tono paciente—. Sé dónde hay un botiquín ¿quiere que lo traiga?

Christine gimió e hizo revolotear sus pestañas.

—¿Dónde estoy?

Perdita rechinó los dientes de Agnes. «¿Dónde estoy?» Aquello no sonaba como la clase de cosa que alguien decía al despertarse de un desmayo. Sonaba más bien como la clase de cosa que decían porque habían oído que era la clase de cosa que la gente decía.

—Te has desmayado —dijo.

Miró a Walter con expresión severa

—¿Por qué estás aquí, Walter?

—Tengo que fregar el retrete de los tramoyistas señorita Nitt. ¡Siempre da problemas, llevo meses trabajando en él!

—Pero ¡si vas de etiqueta!

—Sí, es que tengo que hacer de camarero después porque falta personal y no hay nadie más para hacer de camarero cuando den las bebidas y las salchichas pinchadas con palos antes de la ópera.

Nadie podría haberse movido tan deprisa. Cierto, el Fantasma y Walter no habían estado en la sala al mismo tiempo, pero ella había oído su voz. Nadie podría haber tenido tiempo para ir agachado por detrás de los montones de bastidores y aparecer en el otro extremo de la sala en cuestión de segundos, a menos que fuera alguna clase de mago. Y algunas de las chicas decían que casi parecía que el Fantasma pudiera estar en dos lugares al mismo tiempo. Tal vez había otros lugares secretos como las viejas escaleras. Tal vez él…

Se detuvo. Así pues, Walter Plinge no era el Fantasma. No tenía sentido buscar una explicación emocionante para intentar demostrar que el sol salía de noche.

Se lo había dicho a Christine. Bueno, Christine solamente miraba con expresión ligeramente aturdida mientras Walter la ayudaba a levantarse. Y se lo había dicho a André, pero no parecía que él le creyera, así que probablemente no pasaba nada.

Lo cual quería decir que el Fantasma era…

…otra persona.

Con lo segura que había estado.

* * *

—Te va a gustar, madre. De verdad.

—No es para gente como nosotros, Henry. No entiendo por qué el señor Morecombe no te dio entradas para ver a Nellie Sello en la revista de variedades. Eso sí que es música. Canciones como es debido, que se entienden.

—Las canciones como «Ella se sienta entre las coles y los puerros» no son muy culturales, madre.

Dos figuras deambulaban por entre la multitud en dirección al edificio de la Ópera. Esta era su conversación.

—Por lo menos te ríes. Y no hay que alquilar trajes. Me parece una tontería tener que alquilar un traje solamente para oír música.

—Realza la experiencia —dijo el joven Henry, que había leído aquello en alguna parte.

—O sea, ¿cómo lo sabe la música? —dijo su madre—. En cambio, Nellie Sello…

—Por favor, madre.

Iba a ser una de aquellas tardes, él lo sabía.

Henry Legulino hacía lo que podía. Y teniendo en cuenta su punto de partida, no lo hacía nada mal. Era empleado en la firma de Morecombe, Slant & Honeyplace, un bufete de abogados un poco a la antigua usanza. Una razón del estilo poco moderno del bufete era el hecho de que los señores Morecombe y Honeyplace eran vampiros y el señor Slant era un zombi. Los tres socios estaban, por tanto, técnicamente muertos, aunque aquello no les impedía trabajar a jornada completa, normalmente de noche en el caso de los señores Morecombe y Honeyplace.

Desde el punto de vista de Henry, el horario estaba bien y el trabajo no era pesado, aunque le producían cierto resquemor sus perspectivas de ascenso porque, si bien normalmente era cierto que «a rey muerto rey puesto», en este caso los reyes llevaban tiempo muertos y aun así no tenían pensado bajarse del trono. Había decidido que la única forma de triunfar era Mejorar Su Mente, cosa que intentaba a la menor ocasión. Probablemente constituya una descripción completa de la mente de Henry Legulino el hecho de que si le dieras un libro titulado Cómo mejorar tu mente en cinco minutos, lo leería con cronómetro. Su progreso en la vida se veía obstaculizado por su tremenda conciencia de su propia ignorancia, un impedimento que afecta a demasiada poca gente.

El señor Morecombe le había regalado dos entradas para la ópera como premio por resolver un agravio indemnizable particularmente problemático. Y él había invitado a su madre porque ella representaba el cien por cien de las mujeres que conocía.

La gente solía estrecharle la mano a Henry con cuidado, por si acaso se le caía.

Había comprado un libro sobre ópera y lo había leído con atención, porque había oído decir que era absolutamente insólito ir a la ópera sin tener idea de qué iba la cosa, y que las posibilidades de enterarse mientras ya la estabas viendo eran remotas. En aquel preciso momento notaba en el bolsillo el peso tranquilizador de aquel libro. Lo único que necesitaba para llevar la velada a buen termino era una madre menos vergonzante.

—¿Podemos comprar unos cacahuetes antes de entrar? —dijo su madre.

—Madre, en la ópera no venden cacahuetes.

—¿No hay cacahuetes? ¿Y qué tiene que hacer uno si no le gustan las canciones?

* * *

Los ojos recelosos de Greebo eran dos resplandores en la penumbra.

—Dale con el mango de una escoba —sugirió Yaya.

—No —dijo Tata—. Con alguien como Greebo hay que usar un poquito de amabilidad.

Yaya cerró los ojos e hizo un gesto con la mano.

Debajo del aparador de la cocina se oyó un maullido y el ruído de algo escarbando frenéticamente. Luego, dejando un rastro tras de sí en el suelo con las zarpas, Greebo salió de espaldas, sin parar de forcejear.

—Eso sí, un montón de crueldad también funciona —admitió Tata—. Nunca te han gustado mucho los gatos, ¿verdad Esme?

Greebo le habría bufado a Yaya, pero incluso su cerebro de gato era lo bastante listo como para darse cuenta de que aquella no habría sido su mejor jugada posible.

—Dale sus huevos de pescado —dijo Yaya—. Da igual que se los coma ahora o después.

Greebo examinó el plato. Ah, bueno, todo iba bien después de todo. Querían darle comida.

Yaya asintió mirando a Tata Ogg. Las dos extendieron las manos, con las palmas hacia arriba.

Greebo iba por la mitad del caviar cuando notó que sucedía Eso.

—¡Wrrrooowlllll! —gimió, y luego su voz se fue volviendo más grave a medida que su pecho se expandía, y se fue elevando físicamente a medida que sus patas traseras se alargaban.

Las orejas se le aplanaron contra la cabeza y luego descendieron lentamente por los lados.

—¡…llllwwaaaa…!

—La chaqueta hace ciento diez de pecho —dijo Tata. Yaya asintió.

—¡…aaaaoooo…!

La cara se le acható. Los bigotes se le expandieron. La nariz de Greebo desarrolló una vida propia.

—¡… ooooomm… mmierda!

—Está claro que cada vez le coge el tranquillo más deprisa —dijo Tata.

—Ponte algo de ropa ahora mismo, hijo —dijo Yaya, que había cerrado los ojos.

Tampoco era que aquello cambiara mucho las cosas, tuvo que admitir después. Completamente vestido, Greebo conseguía transmitir la desnudez que había tras la ropa. Su bigote despreocupado, las largas patillas y el pelo negro y alborotado se combinaban con los músculos bien desarrollados para darle un aire de bucanero galante o de un poeta romántico que hubiera dejado el opio para pasarse a la carne roja. Tenía una cicatriz atravesándole la cara y ahora un parche negro allí donde le cruzaba el ojo. Cuando sonreía, exudaba una sensación de lascivia sin destilar y excitantemente peligrosa. Podía caminar con aire fanfarrón mientras dormía. De hecho, Greebo podía cometer acoso sexual simplemente sentándose sin decir nada en la habitación de al lado.

Salvo por lo que respectaba a las brujas. Para Yaya, un gato era un maldito gato tuviera la forma que tuviera, y Tata Ogg siempre pensaba en él como en el Señor Peludito.

Tata le ajustó la pajarita y retrocedió para mirarlo con ojo crítico.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—Parece un asesino, pero servirá —respondió Yaya.

—¡Oh, qué cosas más feas dices!

Greebo sacudió los brazos a modo de prueba y manoseó el bastón de marfil. Costaba un poco acostumbrarse a los dedos, pero los reflejos gatunos aprendían deprisa.

Tata le puso un dedo juguetón debajo de la nariz. Greebo agitó una mano desganada hacia él.

—Ahora quédate con Yaya y haz lo que ella te diga como un buen chico —dijo.

—Ssí, Taaa-ta —dijo Greebo en tono reticente. Consiguió agarrar el bastón como era debido.

—Y nada de peleas.

—No, Taaa-ta.

—Y nada de dejar trocitos de gente en el felpudo.

—No, Taaa-ta.

—No quiero que nos metamos en líos como con aquellos ladrones del mes pasado.

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