Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Susurro, susurro. Susurro, susurro, susurro.

—Y, esto, ¿alguna otra…?

—Puedo cantar en terceras conmigo misma. Tata Ogg dice que no lo puede hacer todo el mundo.

—¿Perdone?

—Como… Do-mi. Al mismo tiempo.

Susurro, susurro.

—Enséñenoslo, muchacha.

—¡Laaaaaaa!

La gente congregada a los lados del escenario estaba hablando con entusiasmo.

Susurro, susurro.

La voz procedente de la oscuridad dijo:

—Ahora, respecto a su proyección de voz…

Ya se estaba hartando un poco.

—¿Adonde quieren que la proyecte?

—¿Perdón? Estamos hablando de…

Agnes apretó la mandíbula. Aquello sí que se le daba bien. Y se lo iba a enseñar… ¿Aquí? ¿O allí? ¿O allá? ¿Aquí arriba?

Como truco no era gran cosa, pensaba ella. Podía ser muy impresionante cuando ponía las palabras en la boca de un muñeco cercano, como hacían algunos artistas ambulantes, pero no se podía proyectar muy lejos y seguir engañando al público entero.

Ahora que se había acostumbrado a la oscuridad, Agnes pudo distinguir a gente que se daba la vuelta en sus asientos perpleja.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba, querida? —La voz, que un momento atrás había mostrado un asomo de condescendencia, ahora tenía un tono claramente vapuleado.

—Ag… Per… Perdita —dijo Agnes—. Perdita Nitt. Perdita X… Nitt.

—Vamos a tener que hacer algo con el Nitt, querida.

* * *

La puerta de Yaya Ceravieja se abrió sola.

Jarge Tejedor vaciló. Claro, es que era una bruja. La gente le había dicho que pasaba esa clase de cosas.

Aquello no le gustaba. Pero tampoco le gustaba la espalda que le había tocado en suerte, sobre todo cuando a su espalda no le gustaba él. Las cosas se ponían feas cuando las vértebras se amotinaban contra uno.

Avanzó lentamente, haciendo muecas de dolor y apoyándose en dos bastones.

La bruja estaba sentada en una mecedora, de espaldas a la puerta.

Jarge vaciló.

—Entra, Jarge Tejedor —dijo Yaya Ceravieja— Y deja que te dé algo para esa espalda tuya.

El sobresalto le hizo intentar poner la espalda recta, lo que hizo que algo al rojo blanco explotara en algún lugar cercano a su cintura.

Yaya Ceravieja puso los ojos en blanco y suspiro.

—¿Puedes sentarte? —dijo.

—No señora. Pero me puedo dejar caer encima de una silla eso si.

Yaya sacó un frasquito negro de un bolsillo de su delantal y lo agitó vigorosamente. Jarge abrió mucho los ojos.

—¿Ya tenía eso listo para mí? —preguntó.

—Si —respondió Yaya, y era cierto. Hacía tiempo que se había resignado al hecho de que la gente esperaba un frasco de algo pegajoso y de color raro. No era la medicina lo que funcionaba, sin embargo. Era, en cierta forma, la cuchara.

—Es una mezcla de hierbas raras y cosas así —dijo ella—. Incluyendo sakrosa y un poquito de hidros.

—Caramba —dijo Jarge, impresionado.

—Ahora da un trago.

Él obedeció. Le sabía un poco a regaliz.

—Tienes que dar otro trago justo antes de irte a dormir —continuó Yaya—. Y luego dar tres vueltas a un castaño.

—… Tres vueltas a un castaño…

—Y… y… poner un tablón de madera de pino debajo de tu colchón. Tiene que ser madera de un árbol de veinte años, ojo.

—… Un pino de veinte años… —dijo Jarge. Tenía la sensación de que debía efectuar alguna contribución—. ¿Para que los nudos de mi espalda vayan a parar al pino? —aventuró.

Yaya quedó impresionada. Era una paparruchada folclórica increíblemente ingeniosa que valía la pena recordar para otra ocasión.

—Lo has acertado de pleno —dijo ella.

—¿Y ya está?

—¿Querías más?

—Yo creía que había danzas y cantos y cosas de esas.

—Ya las he hecho antes de que llegaras —dijo Yaya.

—Caramba. Sí. Esto… Lo de pagar…

—Oh, no quiero que me paguen —dijo Yaya—. Aceptar dinero trae mala suerte.

—Oh. Bien —Jarge se animó.

—Pero tal vez… si tu mujer tuviera quizá algo de ropa vieja, yo llevo la talla 12 y tengo preferencia por el negro, o si de vez en cuando hace alguna tarta, sin ciruelas, que me dan gases o si le queda algo de hidromiel vieja guardada, posiblemente o si tal vez estás a punto de matar un cerdo, mi parte favorita es el solomillo, tal vez un poco de jamón, o unos pies de cerdo. Cualquier cosa que te sobre, de verdad. Sin ningún compromiso. Yo no iría por ahí cargando a la gente de compromisos solamente porque soy una bruja. Todo el mundo se encuentra bien en tu casa, ¿verdad? Confío en que cuenten con la bendición de una buena salud.

Se quedó mirando cómo el hombre absorbía aquello.

—Y ahora déjame que te acompañe a la puerta —añadió. Tejedor nunca llegó a estar muy seguro de qué pasó a continuación. Yaya, que normalmente tenía el paso muy firme, pareció tropezar con uno de sus bastones cuando estaba saliendo por la puerta y cayó hacia atrás, agarrándose de los hombros de él, y de alguna forma su rodilla salió disparada hacia arriba y le golpeó algún punto de la columna mientras se retorcía hacia un lado, y entonces se oyó un clic…

-¡Aaargh!

—¡Lo siento!

—¡Mi espalda! ¡Mi espalda!

Con todo, razonó Jarge más tarde, era una anciana, y puede que se estuviera volviendo patosa, siempre había sido una chiflada, pero hacía buenas pociones. Y joder si funciona deprisa. Para cuando llegó a casa ya llevaba los bastones en la mano.

Yaya lo vio alejarse, negando con la cabeza.

La gente era tan ciega, reflexionó. Preferían creer en la palabrería antes que en la quiropraxia.

Por supuesto, aquello ya le iba bien. Prefería que dijeran «oooh» cuando ella parecía saber quién se acercaba a su cabaña a que se dieran cuenta de que la cabaña daba convenientemente a un recodo del camino, y en cuanto al pestillo y el truco del pedazo de hilo negro…[2]

Pero, ¿qué acababa de hacer? Simplemente le había tomado el pelo a un anciano más bien tonto.

Se había enfrentado con magos, con monstruos y elfos… Y se sentía satisfecha consigo misma porque acababa de engañar a Targe Tejedor, un hombre que había fracasado en sus intentos de convertirse en Tonto del Pueblo por estar sobrecualificado.

Era el camino a la perdición. Pronto estaría riéndose socarronamente y farfullando y atrayendo a niños al horno. Y ni siquiera le gustaban los niños.

Durante años Yaya Ceravieja se había contentado con el desafío que le podía ofrecer la brujería rural. Luego se había visto obligada a irse de viaje y había visto mundo y aquello le había metido el gusanillo en el cuerpo: sobre todo durante aquella época del año en que las ocas volaban por el cielo y la primera escarcha ya había atracado a las hojas inocentes en los valles más profundos.

Echó un vistazo a la cocina donde estaba. Hacía falta barrer. También había que lavar la ropa. Las paredes se habían puesto mugrientas. Parecía haber tanto por hacer que no tenía ánimo para hacer nada.

Oyó un graznido en el cielo y una V desmadejada de ocas pasó a toda velocidad por encima del claro.

Se dirigían hacia un clima más cálido en lugares de los que Ceravieja solamente había oído hablar.

Era tentador.

* * *

El comité de selección estaba sentado alrededor de una mesa en el despacho del señor Seldom Balde, el nuevo propietario de la Ópera. Estaban con él Salzella, el director musical, y el doctor Undershaft, el director del coro.

—Y así pues —dijo el señor Balde—, ahora nos toca… vamos a ver… sí, Christine… Una maravillosa presencia escénica, ¿eh? Y tiene buena figura. —Le guiñó un ojo al doctor Undershaft.

—Sí. Muy guapa —dijo el doctor Undershaft cansinamente—. Pero no sabe cantar.

—Lo que pasa es que ustedes los tipos artísticos no se dan cuenta de que estamos en el Siglo del Murciélago Frugívoro —dijo Balde—. La ópera es una producción, no una simple colección de canciones.

—Eso dice usted. Pero…

—La idea de que una soprano tiene que ser quince acres de pechuga con un casco con cuernos pertenece al pasado, digo yo.

Salzella y Undershaft se miraron. Así que iba a ser uno de esos propietarios…

—Por desgracia —dijo Salzella en tono amargo—, la idea de que una soprano tiene que tener una voz razonable para cantar no pertenece al pasado. Tiene buena figura, sí. Está claro que tiene… chispa. Pero no sabe cantar.

—La puede entrenar usted, ¿no? —dijo Balde—. Unos cuantos años en el coro…

—Sí, tal vez después de unos cuantos años, si persevero, será solamente muy mala —dijo Undershaft.

—Esto, caballeros —dijo el señor Balde—. Ejem. Muy bien —Las cartas sobre la mesa, ¿eh? Yo soy un hombre sencillo. No me ando con rodeos, no me voy por las ramas, llamo a las cosas por su nombre…

—Dénos sus puntos de vista sin tapujos —dijo Salzella. Estaba clarísimo que era uno de esos propietarios, pensó. Un hombre hecho a sí mismo y orgulloso de lo que ha conseguido. Que confunde ser campechano y sincero con ser simplemente educado. No me importaría apostarme un dólar a que cree que puede adivinar el carácter de un hombre midiendo la firmeza de su apretón de manos y mirándole fijamente a los ojos.

—Yo he salido del arroyo, señores —empezó Balde— y me hecho a mi mismo…

Trucha por generación espontánea, pensó Salzella.

—Pero tengo que, esto, declarar cierto interés financiero. El padre de ella, esto, de hecho, me ha prestado un montón considerable de dinero para ayudarme a comprar este sitio, y me ha hecho una conmovedora petición paternal en relación con su hija. Si no me falla la memoria, sus palabras exactas, esto, han sido: «No me obligues a romperte las piernas». No espero que ustedes les artistes me entiendan. Es una cosa de negocios. Los dioses ayudan a quienes se ayudan a sí mismos, ese es mi lema.

Salzella se metió las manos en los bolsillos del chaleco, se reclinó hacia atrás y empezó a silbar por lo bajo.

—Ya veo -dijo Undershaft—. Bueno, no es la primera vez que pasa. Normalmente es con una bailarina, claro.

—Oh, no me refería a eso -se apresuró a decir Balde—. Es solamente que con el dinero viene esta chica, Christine. Y tienen que admitir que guapa, es.

—Oh, muy bien —dijo Salzella—. Al fin y al cabo la ópera es de usted. Y ahora… ¿Perdita?—. Intercambiaron una sonrisa.

—¡Perdita! —dijo Balde, aliviado de haberse sacado de encima el tema de Christine para seguir dedicándose a ser campechano y sincero.

—¡Perdita X! —lo corrigió Salzella.

—¿Qué más se les va a ocurrir a estas chicas?

—Creo que va a sernos muy valiosa —dijo Undershaft.

—Si alguna vez hacemos esa ópera donde hay elefantes.

—Pero la gama de registros… qué registros tiene…

—No me diga. Ya vi cómo la miraban.

—Hablo de su voz, Salzella. Le va a dar cuerpo al coro.

—Ella sola ya es un coro. Podríamos echar al resto. Dioses del cielo, hasta puede hacer armonías consigo misma. Pero ¿se la puede imaginar en un papel protagonista?

—Cielos, no. Seríamos el hazmerreír.

—No le falta razón. Parece bastante… dócil, sin embargo.

—Yo le vi una personalidad maravillosa. Y un pelo muy bonito, claro.

* * *

Nunca habría pensado que fuera tan fácil… Agnes escuchó sumida en una especie de trance mientras la gente le hablaba de salario (muy pequeño), de la necesidad de ensayar (grande), y del alojamiento (los miembros del coro vivían en el mismo edificio de la Ópera, cerca del tejado).

Y luego, más o menos, se olvidaron de ella. Se quedó mirando a un lado del escenario mientras hacían dar a un grupo de aspirantes al ballet sus pasos delicados.

—Tienes una voz increíble —dijo alguien detrás de ella. Se dio la vuelta. Tal como había comentado una vez Tata Ogg, ver darse la vuelta a Agnes era una experiencia instructiva. Caminaba con bastante ligereza, pero la inercia de sus partes periféricas implicaba que había zonas de Agnes que al cabo de un rato todavía intentaban averiguar hacia qué lado orientarse.

La chica que le había hablado era de complexión esbelta, incluso según los criterios ordinarios, y se había esforzado por parecer todavía más delgada. Tenía el pelo largo y rubio y la sonrisa feliz de alguien consciente de que es delgada y tiene pelo largo y rubio.

—¡Me llamo Christine! —dijo—. ¡¿Verdad que esto es emocionante?!

Y tenía esa clase de voz que puede exclamar una pregunta. Parecía llevar incorporado permanentemente un chillidito excitado.

—Ejem, sí —dijo Agnes.

—¡Llevo años esperando este momento!

Agnes llevaba esperándolo alrededor de veinticuatro horas, desde el mismo momento en que vio el letrero en el edificio de la Ópera. Pero no iba a admitirlo ni que la mataran.

—¡¿Dónde has estudiado?! —Dijo Christine—. ¡Yo pasé tres años con madame Venturi en el Conservatorio de Quirm!

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