Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—¿Cuánto ha comido? —susurró Tata.

—Casi la mitad —dijo Yaya—. Pero no creo que le esté haciendo ningún efecto porque no le llega a tocar los lados.

Tata desplazó su atención hacia el plato de Yaya.

—¿Y tú qué? —dijo.

—He repetido —dijo Yaya—. Con extra de salsa, Gytha Ogg, que los dioses te perdonen.

Tata la miró con algo parecido a la admiración en los ojos.

—¡Ni siquiera estás sudando! —dijo.

Yaya cogió su vaso de agua y lo sostuvo con el brazo extendido.

Al cabo de unos segundos, el agua empezó a hervir.

—De acuerdo, estás llegando a dominarlo muy bien, tengo que admitirlo —dijo Tata—. Supongo que tendría que levantarme muy temprano para alcanzarte…

—Yo supongo que no tendrías que irte a dormir —Dijo Yaya.

—Lo siento, Esme.

El signore Basilica, que no conseguía seguir aquella conversación, se dio cuenta a su pesar de que era muy probable que la comida se hubiera terminado.

—Absolutamente soberbio —dijo—. Me ha encantado ese pudín, señora Ogg.

—De verdad que no me extraña ni un pelo, Henry Babosa —dijo Tata.

Henry se sacó con cuidado un pañuelo limpio del bolsillo, lo usó para taparse la cara y se reclinó hacia atrás en su silla. El primer ronquido llegó unos segundos más tarde.

—No molesta nada, ¿verdad? —dijo Tata—. Come, duerme y canta. Ya se sabe qué es lo que hay, con él. Por cierto, he encontrado a Greebo. Todavía sigue a Walter Plinge a todas partes. —Su expresión se volvió un poco desafiante—. Di lo que quieras, pero si a Greebo le cae bien, no tengo ningún problema con el joven Walter.

Yaya suspiró.

—Gytha, a Greebo le caería bien Norris el Maníaco Comedor de Ojos de Quirm si supiera servir comida en un cuenco.

* * *

Y ahora estaba perdida. Había hecho lo que había podido para no perderse. Cada vez que entraba en una sala fría y húmeda, Agnes había tomado nota cuidadosamente de los detalles. Había memorizado meticulosamente los giros a izquierda y a derecha. Y seguía estando perdida. Por todas partes había escaleras que bajaban a sótanos inferiores, pero el nivel del agua era tan alto que llegaba al peldaño de arriba. Y el sitio apestaba. La vela ardía con una llama que tenía los rebordes verdeazules. En alguna parte, decía Perdita, seguro que estaba la sala secreta. Si no había una caverna enorme y resplandeciente, ¿de que demonios servía estar viva? Tenía que haber una sala secreta, una sala llena de… velas gigantes, y de estalagmitas enormes…

«Pero es evidente que no está aquí», dijo Agnes. Se sentía como una idiota de remate. Había atravesado el espejo en busca de… Bueno, no estaba del todo preparada para admitir qué era lo que había estado buscando, pero fuera lo que fuese estaba claro que no era aquello. Iba a tener que pedir ayuda a gritos. Por supuesto, alguien podía oírla, pero aquel riesgo existía siempre que uno pedía ayuda a gritos. Carraspeó.

—Esto… ¿hola? —El agua borboteó.

—Esto… ¿socorro? ¿Hay alguien ahí?

Una rata le pasó por encima del pie. Oh, sí, pensó amargamente con la parte de su cerebro que pertenecía a Perdita: si fuera Christine la que hubiera bajado allí lo más probable es que habría habido una caverna enorme y resplandeciente y llena de deliciosos peligros. El mundo reservaba las ratas y los sótanos malolientes para Agnes, porque tenía una personalidad encantadora.

—Hum… ¿hay alguien?

Más ratas corretearon por el suelo. Se oyeron chillidos débiles procedentes de los pasadizos laterales.

—¿Hola?

Estaba perdida en los sótanos con una vela que se iba agotando por segundos. El aire era malsano, las losas eran resbaladizas, nadie sabía dónde estaba, podía morir allí abajo, podía estar… Unos ojos brillaron en la oscuridad. Uno era verde amarillento y el otro de color blanco perla. Detrás de ellos apareció una luz.

Algo se acercaba por el pasadizo, proyectando unas sombras alargadas.

Las ratas tropezaron entre ellas en su pánico por alejarse.

Agnes intentó pegarse a la pared de piedra.

—¡Hola señorita Perdita X Nitt!

Una forma familiar salió dando tumbos de la oscuridad detrás de Greebo. Era todo rodillas y codos. Llevaba un saco al hombro y una linterna en la otra mano. Algo huyó de la oscuridad. El terror se desvaneció…

—¡Señorita Nitt no le conviene estar aquí abajo con todas las ratas!

—¡Walter!

—¡Ahora que el pobre señor Pounder ha pasado a mejor vida, yo tengo que hacer su trabajo! ¡A mí me caen todos los trabajos! ¡Encima de cornudo apaleado! ¡Pero el señor Greebo les da un golpe con la pata y las manda al cielo de las ratas en un periquete!

—¡Walter! —repitió Agnes, aliviada.

—¿Ha venido usted a explorar? ¡Estos viejos túneles llegan hasta el río! ¡Hay que estar muy atento para no perderse aquí abajo! ¿Quiere volver conmigo?

Era imposible tenerle miedo a Walter Plinge. Walter suscitaba muchas emociones, pero el terror no se contaba entre ellas.

—Esto… sí —dijo Agnes—. Me he perdido. Lo siento.

Greebo se sentó y empezó a limpiarse de una forma que a Agnes le pareció altanera. Si los gatos pudieran soltar risitas burlonas, él estaría soltando una risita burlona.

—¡Ahora que he llenado el saco tengo que llevarlo a la tienda del señor Tal’Adr! —anunció Walter, dando media vuelta y saliendo del sótano al trote sin molestarse en ver si ella lo seguía—. ¡Nos dan medio penique por cada una lo que no está nada mal! ¡Los enanos creen que las ratas son buenas para comer lo cual demuestra que el mundo sería muy extraño si todos fuéramos iguales!

Caminaron una distancia que pareció ridiculamente corta hasta llegar al pie de unas escaleras distintas, que tenían aspecto de ser usadas muy a menudo.

—¿Has visto alguna vez al Fantasma, Walter? —preguntó Agnes cuando Walter puso el pie en el primer peldaño.

Él no se giró.

—¡Está mal decir mentiras!

—Esto… sí, eso creo. Así pues… ¿cuándo fue la última vez que viste al Fantasma?

—¡Ví al Fantasma por última vez en el salón de la escuela de danza!

—¿De veras? ¿Y qué hacía?

Walter hizo una pausa y luego las palabras le salieron todas apelotonadas.

—¡Se fue corriendo!

Empezó a subir las escaleras con zancadas que sugerían de forma muy enfática que la conversación se había terminado.

Greebo le soltó una risita burlona a Agnes y lo siguió.

Las escaleras subían hasta una trampilla situada en el único rellano que daba a los bastidores. Agnes había estado perdida a solamente un par de puertas de distancia del mundo real.

Nadie se fijó en ella cuando salió. Pero es que nadie se fijaba nunca en ella. Simplemente daban por sentado que estaría por allí cuando se la necesitara.

Walter Plinge ya se había alejado al trote, como si tuviera prisa.

Agnes dudó. Probablemente ni siquiera se darían cuenta de que estaba allí hasta el mismo momento en que Christine abriera la boca…

Walter Plinge no había querido responder a su pregunta, pero siempre contestaba cuando se dirigían a él y a Agnes le daba la sensación de que no era capaz de decir mentiras. Decir mentiras habría estado mal.

Ella nunca había visto la escuela de ballet. No estaba lejos del escenario, pero era un mundo aparte. Las bailarinas salían de allí todos los días como un rebaño de ovejas muy delgadas y parloteantes sometidas al mando de ancianas con aspecto de comer limas encurtidas para desayunar. Solamente después de hacer algunas preguntas tímidas a los tramoyistas Agnes comprendió que aquellas chicas se habían unido al ballet porque habían querido.

Sí que había visto el camerino de las bailarinas, donde tres chicas se lavaban y se cambiaban en un espacio bastante más pequeño que el despacho de Balde. Guardaba la misma relación con el ballet que el compost con las rosas.

Volvió a mirar a su alrededor. Todavía nadie le prestaba ninguna atención. Se dirigió a la escuela de danza. Había que subir unos pocos escalones y tomar un pasillo fétido cubierto de tablones de anuncios y que olía a mugre antigua. A su lado pasaron revoloteando un par de chicas. Nunca se veía a una sola: siempre iban en grupos, como las cachipollas. Empujó la puerta para abrirla y entró en la escuela.

Reflejos de reflejos de reflejos… Había espejos en todas las paredes.

Unas cuantas chicas que ensayaban en las barras que recorrían las paredes levantaron la vista cuando entró. Espejos…

De vuelta en el pasillo se apoyó en la pared y recobró el aliento. Nunca le habían gustado los espejos. Siempre parecían estar riéndose de ella. Pero ¿acaso no decían que aquella era la marca de una bruja, el que no le gustara estar entre dos espejos? Reabsorbían el alma o algo así. Las brujas nunca se ponían entre dos espejos si podían evitarlo…

Pero por supuesto, estaba muy claro que ella no era una bruja. Así que respiró hondo y volvió a entrar en la sala. Las imágenes de sí misma se repetían en todas las direcciones. Consiguió andar unos pasos, luego dio media vuelta y volvió a buscar la puerta a tientas, bajo la mirada de las sorprendidas bailarinas.

Era la falta de sueño, se dijo a sí misma. El exceso general de emociones. Además, no le hacía ninguna falta entrar en la sala, ahora que sabía quién era el Fantasma. Era del todo evidente. Al Fantasma no le hacía falta ninguna cueva misteriosa e inexistente, cuando lo único que necesitaba era esconderse allí donde todo el mundo lo podía ver.

* * *

El señor Balde llamó a la puerta del despacho de Salzella. Una voz apagada dijo:

—Adelante.

En el despacho no había nadie, pero sí había otra puerta cerrada en la pared del fondo. Balde volvió a llamar despacio. Intentó mover el pomo.

—Estoy en el cuarto de baño —dijo Salzella.

—¿Está usted decente?

—Estoy vestido, si es a eso a lo que se refiere. ¿Hay un cubo de hielo ahí fuera?

—¿Ha sido usted quien lo ha pedido? —dijo Balde en tono culpable.

—¡Sí!

—Pues, esto, lo he hecho llevar a mi despacho para poder meter los pies dentro…

—¿Los pies?

—Sí. Esto… He salido a correr un rato por la ciudad, no sé por qué, me apetecía…

—¿Y bien?

—En la segunda vuelta se me han incendiado las botas. Se oyó un chapoteo y unos gruñidos sotto voce y luego la puerta se abrió y apareció Salzella con una bata de color púrpura.

—¿Han amarrado bien al signore Basilica? —dijo, goteando en el suelo.

—Está repasando la música con herr Problematikus.

—¿Y se encuentra… bien?

—Ha encargado a la cocina que le traigan algo de picar.

Salzella negó con la cabeza.

—Asombroso.

—Y han metido al intérprete en un armario. Parece que no hay nadie capaz de desdoblarlo.

Balde se sentó con cuidado. Llevaba pantuflas de felpa.

—Y… —le apuntó Salzella.

—¿Y qué?

—¿Dónde ha ido esa mujer tan espantosa?

—La señora Ogg le está enseñando el lugar. Bueno, qué otra cosa podía hacer yo? ¡Son dos mil dólares, recuerdelo.

—Estoy luchando por olvidarlo —dijo Salzella—. Prometo no hablar nunca más de ese almuerzo si usted no lo hace tampoco.

—¿Qué almuerzo? —dijo Balde en tono inocente.

—Así me gusta.

—Sí que es verdad que ella parece tener un efecto asombroso, ¿no le parece…?

—No sé de quién me está hablando.

—Quiero decir que no es difícil ver cómo ha amasado su fortuna…

—¡Por todos los dioses, hombre, si tiene la cara más chupada que un hacha!

—Dicen que la reina Ezeriel de Klatch era bizca, pero eso no le impidió tener catorce maridos, y ese es solamente el recuento oficial. Además, ya debe de tener sus años…

—¡Yo creía que llevaba doscientos años muerta!

—Estoy hablando de lady Esmerelda.

—Yo también.

—Por lo menos intente ser cortés con ella en la soirée de antes de la función de esta noche.

—Lo intentaré.

—Confío en que esos dos mil dólares solamente sean el principio. ¡Cada vez que abro un cajón hay más facturas! ¡Parece que le debemos dinero a todo el mundo!

—La opera es cara.

—A mí me lo dice. Siempre que intento ponerme a trabajar en la contabilidad pasa algo atroz. ¿Cree usted que podría tener unas pocas horas de tranquilidad sin que pase algo horrible?

—¿En una ópera?

* * *

La voz sonaba amortiguada por el mecanismo medio desmantelado del órgano.

—Muy bien: dame el do medio.

Un dedo peludo pulsó una tecla. Aquello hizo un ruido sordo y en otra parte del mecanismo algo hizo uoing.

—Mierda, se ha soltado del gancho… espera… inténtalo otra vez.

La nota sonó dulce y clara.

—Muy bien —dijo la voz del hombre escondido en las entrañas desnudas del órgano—. Espera a que tense el gancho.

Agnes se acercó. La figura enorme que estaba frente al órgano se giró y le dedicó una sonrisa amistosa y mucho más amplia que las sonrisas normales y corrientes. Su dueño estaba cubierto de pelo rojo y, aunque iba un poco corto en materia de piernas, estaba claro que era el primero de la cola cuando abrieron el cajón de los brazos. Y también le había tocado una oferta especial de labios.

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