Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Perdita dijo: «Tendrá una caverna enorme en algún lugar debajo de la Ópera. Tendrá cientos de velas que proyectarán una luz emocionante pero romántica sobre el, sí, el lago, y habrá una mesa para la cena llena de cristal y de loza resplandecientes, y por supuesto tendrá, sí, un órgano enorme…».

Agnes se ruborizó intensamente en la oscuridad.

«… En el cual, quiero decir, tocará muchos clásicos de la ópera con estilo virtuoso.»

Agnes dijo: «Habrá humedad. Habrá ratas».

* * *

—¿Otra bolita pringosa, siñore? —dijo Tata Ogg.

—¡Mmfmmfmmf!

—Ya que se pone, coja dos.

Ver comer a Enrico Basilica era una experiencia educativa. No es que engullera la comida, sino que comía de forma contínua, como un hombre cuya intención es seguir haciéndolo todo el día como si fuera una cadena de producción industrial, con la servilleta pulcramente metida debajo del cuello de su camisa. El tenedor quedaba cargado mientras la remesa actual era masticada concienzudamente, de forma que el tiempo real entre bocados era el más pequeño posible. Incluso Tata, quien no era ajena a un metabolismo que iba a por todas, se quedó impresionada. Enrico Basilica comía como un hombre liberado por fin de la tiranía de los tomates con todo.

—Voy a pedir otro tanque de salsa de menta, ¿de acuerdo? —dijo Tata.

El señor Balde se giró hacia Yaya Ceravieja.

—Estaba usted diciendo que puede sentirse inclinada a asistir a nuestra ópera —murmuró.

—Oh, sí —dijo Yaya—. ¿Va a cantar esta noche el signore Basilica?

—Mmfmmf.

—Espero que sí —murmuró Salzella—. O eso o a reventar.

—Entonces está claro que quiero estar presente —dijo Yaya—. Un poco más de cordero aquí, buena mujer.

—Sí, señora —dijo Tata Ogg, haciéndole una mueca a la nuca de Yaya.

—Esto… de hecho, las localidades para esta noche están… —empezó a decir Balde.

—Un palco ya me sirve —dijo Yaya—. No soy quisquillosa.

—De hecho, hasta los palcos están…

—¿Qué hay del Palco Ocho? He oído que el Palco Ocho siempre está vacío.

El cuchillo de Balde rechinó en su plato.

—Esto, el Palco Ocho, el Palco Ocho, verá, nosotros no…

—Estaba pensando en hacer una pequeña donación —dijo Yaya.

—Pero es que el Palco Ocho, mire usted, aunque técnicamente no está vendido, es…

—Lo que tenía en mente eran dos mil dólares —dijo Yaya—. Cielos, a su camarera se le han caído todas las bolitas por el suelo. Es difícil conseguir sirvientes fiables y educados hoy en día.

* * *

Salzella y Balde se miraron desde sus lados respectivos de la mesa.

Luego Balde dijo:

—Perdóneme, señora, tengo que tratar un asunto de nada con mi director musical.

Los dos hombres fueron apresuradamente al otro extremo de la sala, donde empezaron a discutir en voz baja.

—¡Dos mil dólares! —exclamó Tata, entre dientes, mirándolos.

—Puede que no sea bastante —dijo Yaya.

—Los dos tienen la cara muy roja. —señaló Tata

—¡Sí, pero dos mil dólaresl

—Es solamente dinero.

—Sí, pero es solamente mi dinero, no solamente tu dinero

—Las brujas siempre lo hemos compartido todo, ya lo sabes —dijo Yaya.

—Bueno, sí —dijo Tata, y una vez más fue al grano del debate sociopolítico—: es fácil compartirlo todo cuando nadie tiene nada.

—Vaya, Gytha Ogg —dijo Yaya—. ¡Yo creía que tú desdeñabas las riquezas!

—Pues sí, así que me gustaría tener la oportunidad de desdeñarlas de cerca.

—Pero yo te conozco, Gytha Ogg. Y el dinero te echaría a perder.

—Me gustaría tener la oportunidad de demostrar que no, es lo único que digo.

—Calla, que vienen…

El señor Balde se acercó, sonrió con expresión incómoda y se sentó.

—Esto —empezó—. Tiene que ser el Palco Ocho, ¿verdad? Porque tal vez podríamos convencer al ocupante de algún otro…

—No quiero ni oír hablar del tema —dijo Yaya—. He oído que nunca se ha visto a nadie en el Palco Ocho.

—Esto… jajá… es ridículo, lo sé, pero hay ciertas antiguas tradiciones teatrales asociadas con el Palco Ocho, memeces totales, claro, pero…

Dejó que el «pero» quedara flotando en el aire, esperanzado. Pero la palabra se congeló bajo la mirada de Yaya.

—Verá, está encantado —murmuró.

—Oh, caray —dijo Tata Ogg, recordando vagamente que debía mantener su representación. ¿Otro cubo de picadillo de buey, siñore Basílica? ¿Y qué me dice de otro cuarto de cerveza?

—Mmfmmf —dijo el tenor con aire alentador, sacando tiempo de comer para señalar con el tenedor su jarra vacía. Yaya seguía mirando fijamente.

—Disculpe —volvió a decir Balde.

Él y Salzella volvieron a hacer un corro, del que salieron sonidos como: «¡Pero dos mil dólares! ¡Eso es un montón de zapatillas!».

Balde volvió a emerger. Con la cara gris. La mirada fija de Yaya podía hacerle aquello a la gente.

—Esto… Debido al peligro, esto, que por supuesto no existe, jajá, nosotros… es decir, la dirección… consideramos que es nuestra responsabilidad insistir, es decir, solicitarle educadamente que si entra en el Palco Ocho lo haga en compañía de un… hombre.

Se encogió un poco.

—¿Un hombre? —dijo Yaya.

—Para protegerla —dijo Balde con un hilo de voz.

—Aunque no sabemos muy bien quién lo va a proteger a él —Dijo Salzella en voz muy baja.

—Pensamos que tal vez uno de los empleados… —murmuró Balde.

—Soy muy capaz de encontrar a mi propio hombre en caso de que surja la necesidad —dijo Yaya, con una voz cargada de nieve.

La respuesta educada de Balde se le murió en la garganta cuando vio, detrás de la espalda de lady Esmerelda, a Tata Ogg sonriendo como si fuera la luna llena.

—¿Alguien quiere postre? —preguntó.

Llevaba un cuenco grande sobre una bandeja. Parecía haber una neblina de calor encima del mismo.

—Caramba —dijo Balde—. ¡Tiene un aspecto delicioso!

Enrico Basílica miró por encima de su comida con la expresión de un hombre que tiene el asombroso privilegio de ir al cielo mientras sigue vivo.

—¡Mmmf!

* * *

Sí que había humedad. Y debido a la defunción del señor Pounder, ciertamente había ratas.

La piedra también parecía antigua. Por supuesto, toda la piedra era antigua, se dijo Agnes a sí misma, pero aquella había envejecido en forma de mampostería. Ankh-Morpork llevaba allí miles de años. Y mientras que otras ciudades se habían construido sobre arcilla o roca o cieno, Ankh-Morpork se había construido sobre Ankh-Morpork. La gente construía edificos nuevos sobre los restos de los antiguos, derribando unas cuantas puertas aquí y allí para convertir antiguos dormitorios en sótanos.

Las escaleras fueron dando paso a losas húmedas, sumidas en una oscuridad casi total.

A Perdita le parecía romántico y gótico.

A Agnes le parecía lúgubre.

Si alguien usaba aquel lugar necesitaría luces, ¿no? Y una búsqueda a tientas lo confirmó. Encontró una vela y cerillas metidas en un nicho de la pared.

Aquello sirvió para despejar tanto a Agnes como a Perdita. Alguien usaba aquel prosaico librito de cerillas con el dibujo de un troll sonriente en la cubierta y aquel cabo de vela perfectamente normal y corriente. Perdita habría preferido una antorcha encendida. Agnes no sabía qué habría preferido.

Solamente pensaba que si una persona misteriosa venía y se ponía a cantarle a las paredes, y se movía por el lugar como un fantasma, y posiblemente mataba a gente… Bueno, uno preferiría algo con un poco más de estilo que una caja de cerillas con el dibujo de un troll sonriente. Aquella era la clase de cosas que usaría un matón.

Encendió la vela y, con opiniones enfrentadas acerca de todo aquello, se adentró en la oscuridad.

* * *

La Delicia de Chocolate con Salsa Secreta Especial estaba siendo un gran éxito y descendiendo entre el pecho y la espalda de los comensales como alma que llevaba el diablo.

—¿Más, señor Salzella? —dijo Balde—. Esto es realmente de primera, ¿no cree? Tengo que felicitar a la señora Clamp.

—Debo confesar que es ciertamente sabroso —dijo el director musical—. ¿Qué le parece a usted, signore Basílica?

—Mmmf.

—¿Lady Esmerelda?

—No me importaría un poco más —dijo Yaya, pasando su plato.

—Estoy seguro de detectar un matiz de canela —dijo el intérprete, con un círculo marrón alrededor de la boca.

—Cierto, y posiblemente un asomo de nuez moscada —dijo el señor Balde.

—A mí me ha parecido notar… ¿cardamomo? —dijo Salzella.

—Cremoso y sin embargo picante —dijo Balde. Los ojos se le pusieron un poco vidriosos—. Y es curioso… pero calienta un poco.

Yaya dejó de masticar y miró su plato con cara de sospecha. Luego olió su cuchara.

—Esto… ¿soy solamente yo, o hace un poquito… de calor aquí dentro? —dijo Balde.

Salzella se agarró a los brazos de su silla. La frente le resplandecía.

—¿Cree que podríamos abrir una ventana? —dijo—. Me siento un poco… extraño.

—Sí, por lo que más quiera —dijo Balde. Salzella se intentó levantar y una expresión preocupada tiñó sus rasgos. Se volvió a sentar bruscamente.

—No, más bien creo que me voy a quedar sentado un momento —dijo.

—Oh, cielos —dijo el intérprete. Le salía una voluta de vapor del cuello de la camisa.

Basilica le dio unos golpecitos educados en el hombro, gruñó en tono esperanzado e hizo unos gestos de «páseme eso» en dirección a la bandeja a medio terminar de pudin de chocolate.

—¿Mmmf? —dijo.

—Oh, cielos —dijo el intérprete.

El señor Balde se pasó un dedo por el cuello de la camisa. Le empezaba a caer el sudor por la cara.

Basilica renunció a conseguir la atención de su afligido colega y extendió el brazo en gesto resuelto para pescar la bandeja con su tenedor.

—Esto… sí —dijo Balde, intentando no mirar a Yaya.

—Sí… ya lo creo —dijo Salzella, con una voz que venía de muy, muy lejos.

—Oh, cielos —dijo el intérprete, mientras se le humedecían los ojos—. ¡Ai! ¡Meu Deus! ¡Dio mió! ¡O Goden! ¡D’zuk fd! ¡Aagorahaa!

El signore Basilica volcó el resto de la Salsa Secreta Especial en su plato y rascó la bandeja prolijamente con su cuchara, sosteniéndola del revés para alcanzar los últimos restos.

—El clima ha sido un poco… fresco últimamente —consiguió decir Balde—. Muy frío, de hecho.

Enrico acercó la salsera a la luz y la escrutó con expresión crítica en caso de que quedara alguna gota escondida en algún rincón.

—Nieve, hielo, escarcha… esas cosas —dijo Salzella— ¡Ya lo creo que sí! Frío en todas sus modalidades, de hecho.

—¡Sí! ¡Sí! —dijo Balde en tono agradecido—. ¡Y en un momento como este creo que es muy importante intentar recordar los nombres de, por ejemplo, cualquier clase de cosas aburridas y espero que muy frías!

—Viento, glaciares, carámbanos…

—¡Carámbanos no!

—Oh —dijo el intérprete, y se desplomó hacia delante sobre su plato. Su cabeza golpeó una cuchara, que salió dando vueltas por el aire y rebotó en la cabeza de Enrico.

Salzella empezó a silbar por lo bajo y a dar golpes en el brazo de su silla.

Balde parpadeó. Tenía delante la jarra del agua. La jarra del agua fría. Extendió el brazo…

—Oh, oh, oh, cielos, qué puedo decir, parece que me la he derramado toda por encima —dijo, a través de las nubes crecientes de vapor—. Soy un patoso, está claro. Llamaré a la señora Ogg para que nos traiga otra.

—Ciertamente —dijo Salzella—. ¿Y no le importaría tal vez llamarla deprisa? Yo también me siento muy… propenso a los accidentes.

Basilica, sin dejar de masticar, levantó la cabeza del intérprete de la mesa y se volcó con cuidado en su plato el pudin que este no se había terminado.

—De hecho, de hecho, de hecho —dijo Salzella—. Creo que simplemente… me voy a dar una… me voy a poner debajo de… si me perdonan un segundo…

Apartó su silla y huyó de la habitación caminando encogido sobre sí mismo.

El señor Balde relucía.

—Yo es que, yo es que, yo es que… vuelvo enseguida —dijo y salió correteando.

Hubo un silencio roto solamente por la cuchara del signore Basílica al rascar el plato y por un ruido borboteante procedente del intérprete. Luego el tenor eructó en barítono.

—Uy, perdonen mi klatchiano —dijo—. Oh, mierda.

Pareció ver por primera vez la mesa diezmada. Se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa esperanzada a Yaya.

—¿Cree usted que habrá una tabla de quesos? —dijo.

La puerta se abrió de golpe y Tata Ogg entró apresuradamente, trayendo un cubo de agua con las dos manos.

—Muy bien, muy bien, ya… —empezó a decir, y luego se detuvo.

Yaya se secó remilgadamente las comisuras de la boca con su servilleta.

—¿Decía, señora Ogg?

Tata miró el plato vacío que había delante de Basílica.

—¿O tal vez un poco de fruta? —dijo el tenor—. ¿Unos frutos secos?

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