—Ah, signore Basilica —dijo Balde—. Confío en que los camerinos le resulten satisfactorios.
Basilica le dedicó una sonrisa inexpresiva mientras el interprete le hablaba en brindisiano y después respondió.
—El signore Basilica dice que no están mal pero que la despensa no es lo bastante grande.
—Jajá —dijo Balde, y se detuvo cuando vio que nadie más se reía.
—De hecho —dijo a toda prisa—. Estoy seguro de que al signore Basilica le alegrará saber que nuestras cocinas han hecho un esfuerzo especial para…
Volvieron a llamar a la puerta. Él se apresuró a abrirla.
En el umbral estaba Yaya Ceravieja, pero no por mucho tiempo. Enseguida lo apartó a un lado y entró fulminantemente en el despacho.
Enrico Basílica soltó un ruido ahogado.
—¿Cuál de ustedes es Balde? —Exigió Yaya.
—Esto…Yo.
Yaya se quitó un guante y extendió la mano.
—Lo siento mucho —dijo—. No estoy acostumbrada a que la gente importante abra la puerta en persona. Me llamo Esmerelda Ceravieja.
—Encantado. He oído hablar mucho de usted —mintió Balde— Por favor, déjeme que la presente. Supongo que conoce usted al signore Basilica.
—Claro —dijo Yaya, mirando a Henry Babosa a los ojos—. Estoy segura de que el signore Basilica se acuerda de los muchos ratos felices que hemos pasado en otras óperas de cuyos nombres ahora mismo no me acuerdo.
Henry hizo una mueca parecida a una sonrisa y le dijo algo al intérprete.
—Esto es asombroso —dijo el intérprete—. El signore Basilica acaba de decirme que guarda muy gratos recuerdos de haber estado muchas veces con usted en otras óperas cuyos nombres se le han ido de la cabeza en este momento.
Henry besó la mano de Yaya y levantó la vista para mirarla con expresión de súplica.
Caramba, pensó Balde, esa forma de mirarla… Me pregunto si alguna vez han…
—Oh, ah, y este es el señor Salzella, nuestro director musical —dijo, volviendo a los formalismos.
—Es un honor —dijo Salzella, dándole un firme apretón de manos a Yaya y mirándola a los ojos. Ella asintió con la cabeza.
—¿Y cuál es la primera cosa que sacaría usted de una casa en llamas, señor Salzella? —preguntó ella.
Él le dedicó una sonrisa cortés.
—¿Qué le gustaría a usted que sacara, señora?
Yaya asintió con cara pensativa y le soltó la mano.
—¿Puedo ofrecerle una copa? —dijo Balde.
—Un poco de jerez —dijo Yaya.
Salzella se acercó furtivamente a Balde mientras este estaba sirviendo la copa.
—¿Quién demonios es?
—Parece que le sale el dinero por las orejas —susurró Balde—. Y le encanta la ópera.
—Nunca he oído hablar de ella.
—Bueno, el signore Basílica sí, y a mí ya me sirve. Sea usted agradable con ellos mientras yo intento arreglar la comida, ¿quiere?
Abrió la puerta y se tropezó con Tata Ogg.
—¡Lo siento! —dijo Tata, poniéndose de pie y dedicándole una sonrisa jovial—. Estos pomos son muy jodidos de limpiar, ¿verdad?
—Esto, señora…
—Ogg.
—… Ogg, ¿podría ir un momento a las cocinas y decirle a la señora Clamp que habrá otra persona a comer, por favor?
—Enseguida.
Tata se alejó apresuradamente. Balde asintió con expresión aprobatoria. Qué ancianita más fiable, pensó.
* * *
No era exactamente un secreto. Al dividirse la habitación había quedado un espacio entre las paredes. En su extremo más alejado daba a unas escaleras, unas escaleras normales y corrientes, que hasta tenían retazos de luz del día que entraba por una ventana embadurnada de suciedad.
Agnes se sintió un poco decepcionada. Ella había esperado, bueno, un pasadizo secreto de verdad, tal vez con unas cuantas antorchas parpadeando secretamente en soportes secretos y más bien valiosos de hierro forjado. Pero las escaleras simplemente habían quedado emparedadas y aisladas del resto del lugar en algún momento. No eran nada secreto, simplemente habían quedado olvidadas.
Había telarañas en los rincones. Del techo colgaban los capullos de moscas extintas. El aire olía a pájaros que llevaban mucho tiempo muertos.
Pero había un rastro evidente sobre el polvo del suelo. Alguien había usado las escaleras varias veces.
Agnes vaciló entre subir y bajar y por fin subió. No fue un gran periplo: después del siguiente rellano las escaleras terminaban en una trampilla que ni siquiera estaba cerrada con pestillo.
Ella la empujó y luego parpadeó al irrumpir la luz. El viento le alborotó el pelo. Una paloma la miró y echó a volar cuando ella asomó la cabeza al aire fresco.
La trampilla daba al tejado de la Ópera, una abertura más en un bosque de claraboyas y conductos de ventilación.
Regresó al interior y empezó a descender. Y al hacerlo fue consciente de las voces…
Las viejas escaleras no habían sido olvidadas del todo. Por lo menos alguien había visto su utilidad como conducto de ventilación. Las voces se filtraban. Se oían escalas, música lejana y fragmentos de conversaciones. En su descenso Agnes atravesó varias capas de ruido, como en un exquisito y exclusivo pastel de sonidos.
* * *
Greebo estaba sentado encima de un armario de la cocina y se dedicaba a observar el espectáculo con interés.
—¿Por qué no usa usted el cucharón? —dijo un tramoyista.
—¡Porque no llega! ¡Walter!
—¿Sí señora Clamp?
—¡Dame esa escoba!
—¡Sí señora Clamp!
Greebo levantó la vista hasta el alto techo, en el que había pegada una especie de estrella fina de diez puntas. En su centro había un par de ojos muy asustados.
—«Echarlo en agua hirviendo» —dijo la señora Clamp—, Pues es lo que decía el libro de cocina. En ningún lugar decía: «Cuidado, se agarrará a los lados de la olla y pegará un salto hacia arriba»…
Agitó la escoba en el aire. El calamar se encogió.
—Y esa pasta no está quedando bien —dijo entre dientes. Lleva horas en la parrilla y sigue más dura que si fuera un montón de clavos, maldita sea.
—Yu-juuu, soy yo —dijo Tata Ogg, asomando la cabeza por la puerta, y era tal la naturaleza abrumadora de su personalidad que hasta aquellos que no sabían quién era creyeron sus palabras—. Parece que tenéis algún problemilla, ¿no?
Examinó la escena, incluyendo el techo. El aire transportaba un olor a pasta quemada.
—Ah —dijo—. Ese debe de ser el almuerzo especial para el siñore Basílica, ¿verdad?
—Es lo que tenía que ser —dijo la cocinera, sin dejar de blandir la escoba en vano—. Pero ese maldito bicho no quiere bajar.
Había otras ollas colocadas a fuego lento en la larga hilera de fogones de hierro.
Tata las señaló con la barbilla.
—¿Qué van a comer los demás? —dijo.
—Asado de oveja con bolitas pringosas, y picadura de buey —dijo la cocinera.
—Ah. Comida buena y decente —dijo Tata, refiriéndose a un océano de sebo aliñado con manteca.
—¡Y se supone que de postre hay Diablillos de Mermelada y he estado tan liada con este bicho apestoso que ni siquiera he podido empezar!
Tata le quitó con cuidado la escoba de las manos a la cocinera.
—Le diré lo que vamos a hacer —dijo—. Usted haga bastantes bolitas y picadillo para cinco personas y yo la ayudaré preparando algún postre rápido, ¿qué le parece?
—Bueno, es una oferta muy generosa, señora…
—Ogg.
—La mermelada está en una jarra al lado de…
—Oh, no necesito mermelada —dijo Tata. Se quedó mirando el estante de las especias, sonrió y luego se colocó detrás de la mesa recatadamente…
Tvvingtwangtwongtwang…
—¿Tiene algo de chocolate? —preguntó, sacando un librito. Tengo una receta por aquí que puede ser divertida…
Se lamió el pulgar y abrió el libro por la página 53. Delicia de Chocolate con Salsa Secreta Especial.
Sí, pensó Tata. Esto seguro que será divertido.
Si la gente quería dedicarse a darle lecciones a la gente, la otra gente tendría que recordar que aquella gente sabía un par de cosas sobre la gente.
De las paredes emanaban fragmentos de conversaciones mientras Agnes descendía en su ruta secreta por las escaleras olvidadas.
Era… emocionante.
Nadie decía nada importante. No se oían oportunos secretos culpables. Solamente eran los ruidos de la gente haciendo sus tareas cotidianas. Pero eran ruidos secretos.
Y estaba mal escucharlos, claro.
A Agnes la habían educado enseñándole que había muchas cosas que estaban mal. Que estaba mal escuchar al otro lado de las puertas, mirar directamente a la gente a los ojos, hablar cuando no tocaba, responder, ponerse una antes que los demás…
Pero detrás de las paredes podía ser la Perdita que siempre había querido ser. A Perdita no le importaba nada. Perdita hacía cosas. Perdita podía vestir como quisiera. Perdita X Nitt, la señora de la oscuridad, Magdalena de la elegancia, podía espiar las vidas de la gente. Y nunca, nunca tener que tener una personalidad encantadora.
Agnes sabía que tenía que regresar a su cuarto. Fuera lo que fuese que habitaba en las profundidades cada vez más sombrías, probablemente era algo que ella no tenía que encontrar.
Perdita continuó el descenso. Y Agnes fue con ella para hacerle compañía.
* * *
Las bebidas de antes del almuerzo estaban yendo bastante bien pensó el señor Balde. De momento todo el mundo estaba manteniendo conversaciones corteses y absolutamente nadie había aparecido muerto.
Y había sido muy gratificante ver las lágrimas de gratitud en los ojos del señor Basílica cuando le dijeron que la cocinera estaba preparando una comida especial brindisiana solamente para él. Parecía completamente abrumado.
Le tranquilizaba saber que Basilica conocía a lady Esmerelda. Había algo en aquella mujer que dejaba terriblemente perplejo al señor Balde. Le estaba resultando un poco difícil conversar con ella. Como táctica para entablar conversación, «Hola, me han dicho que tiene usted mucho dinero, ¿me da un poco, por favor?» carecía, en su opinión, de cierta sutileza.
—Así pues, esto, señora —probó a decir—. ¿Qué la trae a nuestra, hum, ciudad?
—Se me ha ocurrido que podía venir a gastar algo de dinero —dijo Yaya—. Tengo mucho, ya sabe. Tengo que estar cambiando de bancos todo el tiempo porque los lleno.
En algún lugar del torturado cerebro de Balde, una parte de su mente gritó «yupiii» e hizo entrechocar los talones.
—Si hay algo que yo pueda hacer… —murmuró.
—Pues de hecho, sí —dijo Yaya—. Estaba pensando en…
Sonó un gong.
—Ah —dijo el señor Balde—. El almuerzo está servido.
Extendió un brazo hacia Yaya, que le lanzó una mirada extraña hasta que recordó quién era y se lo cogió…
Junto al despacho de Balde había un pequeño y exclusivo comedor. Contenía una mesa preparada para cinco personas y también a Tata Ogg, bastante maja con una cofia de encaje de camarera.
Tata les hizo una reverencia.
Enrico Basilica soltó un ruidito asfixiado desde el fondo de la garganta.
—Disculpen, ha habido un pequeño problema —dijo Tata.
—¿Quién ha muerto? —dijo Balde.
—No, no ha muerto nadie —dijo Tata—. Es la cena, que sigue viva y pegada al techo. Y la pasta se ha puesto toda negra, miren por dónde. Y yo le he dicho a la señora Clamp, le he dicho: puede que sea extranjera, pero no me parece que tenga que estar crujiente…
—¡Esto es terrible! ¡Qué manera de tratar a nuestro huésped honorífico! —dijo Balde. Se volvió hacia el intérprete—. Por favor, asegúrele al signore Basilica que vamos a mandar traer pasta fresca ahora mismo. ¿Qué vamos a comer los demás, señora Ogg?
—Asado de oveja con bolitas pringosas —dijo Tata.
Detrás de la cara del signore Basilica la garganta de Henry Slugg soltó otro pequeño gruñido.
—Y también hay picadura de buey la mar de rica con una nuez de mantequilla —siguió Tata.
Balde miró a su alrededor, desconcertado.
—¿Hay algún perro por aquí? —preguntó.
—Bueno, yo personalmente no creo en consentir a los cantantes —dijo Yaya Ceravieja—. ¡Comida elegante, ni más ni nenos! ¡Dónde se ha visto! ¿Por qué no le dan oveja como al resto?
—Oh, lady Esmerelda, esa no es manera de tratar… —empezó a decir Balde.
Enrico le dio un codazo a su intérprete, el codazo especial de hombre que ya se imaginaba las bolitas pringosas desapareciendo a lo lejos si no tenía cuidado. Soltó con voz ronca una frase muy firme.
—El signore Basilica dice que estaría más que encantado de probar la comida indígena de Ankh-Morpork —dijo el intérprete.
—No, de verdad que no podemos… —intentó nuevamente Balde.
—De hecho, el signore Basílica insiste en que quiere probar la comida indígena de Ankh-Morpork —dijo el intérprete.
—Sí, amici —dijo Basílica.
—Bien —dijo Yaya—. Y denle una cerveza ya que estamos puestos. —Le dio un golpecito juguetón a la tripa del tenor que hizo que su dedo quedara hundido hasta la segunda falange—. ¡Vaya, que espero que dentro de nada puedan prácticamente convertirlo en un nativo!
* * *
Las escaleras de madera dieron paso a la piedra.