Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Se inclinó hacia delante y le cogió la mano.

—Esto tiene que ser duro para ti —dijo.

Ningún varón había tocado antes a Agnes, excepto tal vez para tirarla al suelo de un empujón y robarle los caramelos.

Ella retiró la mano.

—Yo, esto, tendría que irme a ensayar —dijo, sintiendo que empezaba el rubor.

—Pillaste muy bien el papel de Mercromina —dijo André.

—Yo, esto, tengo un tutor privado —dijo Agnes.

—Entonces es alguien que ha estudiado ópera, de eso estoy seguro.

—Yo… creo que sí.

* * *

—¿Esme?

—¿Sí, Gytha?

—No es que me esté quejando ni nada…

—¿Sí?

—… pero ¿por qué no soy yo la clienta pija de la ópera?

—Porque eres más basta que la tela de esparto, Gytha.

—Ah. Vale. —Tata sometió aquella declaración a cierto examen y no le encontró ninguna inexactitud que pudiera influir en un jurado—. Me parece bien.

—A mí tampoco es que me guste esto.

—¿Le hago los pies a la señora? —dijo la manicurista. Miró fijamente las botas de Yaya y se preguntó si sería necesario usar un martillo.

—Tengo que admitirlo, el peinado es bonito —dijo Tata.

—La señora tiene un pelo maravilloso -dijo el peluquero—. ¿Cuál es su secreto?

—Hay que asegurarse de que no haya tritones en el agua —dijo Yaya. Miró su reflejo en el espejo de encima de la jofaina y se apresuró a apartar la vista… y luego echó otro vistazo disimulado. Hizo un mohín con los labios—. Hummm —dijo.

En el otro extremo, la manicurista había conseguido quitarle las botas y los calcetines a Yaya. Para su gran asombro, en lugar de las monstruosidades llenas de callos y juanetes que había esperado encontrar, lo que apareció fue un par de pies perfectos. No supo por dónde empezar porque no había nada que empezar, pero aquella manicura costaba veinte dólares y en aquellas circunstancias había que buscar algo que hacer por narices.

Tata se sentó al lado de su montón de paquetes y trató de calcularlo todo usando un trozo de papel. No tenía el talento para los números de Yaya. Cuando ella los miraba, los números solían volverse borrosos y sumarse mal.

—¿Esme? Me parece que ya llevamos gastados… probablemente más de mil dólares, sin contar el alquiler del carruaje, y todavía no le hemos pagado la habitación a la señora Palma.

—Dijiste que nada era demasiado esfuerzo para ayudar a una chica de Lancre —dijo Yaya.

Pero no dije que nada fuera demasiado dinero, pensó Tata, que luego se regañó a sí misma por pensar así. Pero la verdad era que se sentía bastante más ligera en la zona de la ropa interior.

Entre los artesanos de la belleza pareció establecerse un consenso general sobre el tema de que habían hecho lo que podían. Yaya hizo girar su silla.

—¿Qué te parece? —dijo.

Tata Ogg la observó detenidamente. Había visto mil cosas extrañas en su vida, algunas de ellas dos veces. Había visto elfos y piedras que caminaban y cómo herraban a un unicornio. Le había caído una granja en la cabeza. Pero nunca había visto a Yaya Ceravieja con colorete.

Todas sus exclamaciones normales de sobresalto y de sorpresa se fundieron al instante, y se encontró a sí misma recuriendo a una antigua palabrota que había pertenecido a su abuela.

—¡Ahora sí que me han descoñingado! —dijo.

—La señora tiene una piel excelente —dijo la encargada los cosméticos.

—Lo sé —dijo Yaya—. No hay nada que pueda hacer para evitarlo.

—¡Me han descoñingado! —volvió a decir Tata.

—Polvos y pinturas —dijo Yaya—. Ja. Nada más que otra clase de máscara. Ah, bueno. —Le dedicó al peluquero una sonrisa atroz—. ¿Cuánto le debemos? —dijo.

—Esto… ¿treinta dólares? —dijo el peluquero—. Eso sería.

—Dale treinta dólares a esta m… a este hombre y veinte más por las molestias —dijo Yaya, llevándose una mano a la cabeza.

—¿Cincuenta dólares? Con ese dinero se puede comprar una tienda…

—¡Gytha!

—Oh, de acuerdo. Perdonen, voy un momento al banco.

Se dio la vuelta recatadamente, se levantó el dobladillo de la falda…

… twangtwingtwongtwang…

… y se volvió a girar con un puñado de monedas.

—Aquí tiene, buena sen… señor —dijo en tono amargo.

Había un carruaje esperando fuera. Era el mejor que Yaya había podido alquilar con el dinero de Tata. Un lacayo sostuvo la puerta abierta mientras Tata ayudaba a su amiga a subir.

—Vamos directamente a casa de la señora Palma para que me cambie —dijo Yaya mientras el carruaje arrancaba—. Y luego a la Ópera. No tenemos mucho tiempo. ¿Te encuentras bien?

—Nunca he estado mejor. —Yaya se dio unos golpecitos en el pelo— Gytha Ogg, no serías una bruja si no pudieras sacar conclusiones apresuradas, ¿verdad?

Tata asintió:

—Verdad. —No lo dijo con vergüenza. A veces no había tiempo para hacer nada más que precipitarse. A veces había que confiar en la experiencia y la intuición y la conciencia general y tirarse al vacío. Personalmente, Tata podía rebasar una conclusión bastante rápida incluso dándole ventaja.

—Así que sin duda tiene que haber alguna idea flotando en tu mente sobre ese Fantasma…

—Bueno… más o menos una idea, sí…

—¿Un nombre, tal vez?

Tata se movió incómodamente en su asiento, y no solo por las bolsas de dinero que llevaba debajo de la falda.

—Tengo que admitir que algo me ha pasado por la cabeza Una especie de… sensación. O sea, nunca se sabe…

Yaya asintió.

—Sí. Es demasiado perfecto, ¿no? Es mentira.

—Pero ¡tú dices que anoche lo viste todo!

—Sigue siendo mentira. Es como esa mentira de las máscaras.

—¿Qué mentira de las máscaras?

—Eso que dice la gente de que esconden las caras.

—Claro que esconden las caras —dijo Tata Ogg.

—Solamente la de fuera.

* * *

Nadie prestaba mucha atención a Agnes. Se estaba preparando el escenario para el estreno de esa noche. La orquesta se dedicaba a ensayar. A las bailarinas las habían pastoreado hasta su sala de ensayos. En otras salas diversas había gente cantando cosas distintas al mismo tiempo. Pero nadie parecía querer que ella hiciera nada.

Soy solamente una voz errante, pensó.

Subió las escaleras hasta su habitación y se sentó en la cama.

Las cortinas seguían cerradas y en la oscuridad resplandecían las extrañas rosas. Las había rescatado del cubo de basura porque eran preciosas, pero en cierta forma se sentiría más contenta si no estuvieran allí. De esa manera podría creer que se lo había imaginado todo.

De la habitación de Christine no venía ningún ruido. Diciéndose a sí misma que en realidad era su habitación, y que Christine solamente tenía derecho a usarla de prestado. Estaba hecha un desastre. Christine se había levantado, se había vestido —eso, o bien un ladrón concienzudo pero demasiado entusiasta había registrado todos los cajones del lugar— y se había marchado. Los ramos que Agnes había metido en cualquier receptáculo que pudo encontrar la noche anterior estaban donde ella los había dejado. Los demás también estaban donde ella los había dejado, y ya se estaban muriendo.

Se sorprendió a sí misma preguntándose dónde podría encontrar algunos jarrones y tarros para meterlas, y se odió por ello. Estaba tan mal como decir «¡Jopé!». Lo mismo se podía pintar un BIENVENIDOS encima y tumbarse en el umbral del universo. No era nada divertido tener una personalidad maravillosa. Ah, ni el pelo bonito.

Y luego se fue a buscar tarros para las flores de todas maneras.

El espejo dominaba la habitación. Cada vez que ella lo miraba parecía volverse un poco más grande.

Muy bien. Tenía que saberlo, ¿verdad?

Con el corazón acelerado, palpó los bordes del espejo. Había una pequeña zona levantada que parecía parte del marco, pero cuando la recorrió con los dedos se oyó un «clic» y el espejo cedió un centímetro hacia dentro. Al empujarlo ella, se movió.

Agnes exhaló por fin. Y entró.

* * *

—¡Es asqueroso! —exclamó Salzella—. ¡Es someterse al gusto más depravado!

El señor Balde se encogió de hombros.

—Tampoco es que estemos escribiendo en los carteles «Buena probabilidad de Ver a Alguien Estrangulado sobre el Escenario» —dijo—. Pero ha corrido la voz. A la gente le gustan… las cosas dramáticas.

—¿Quiere decir que la Guardia no quiso que cerráramos?

—No. Solamente dijeron que teníamos que montar guardias igual que anoche y que ellos darían los pasos necesarios.

—Los pasos hasta el lugar seguro más cercano, sin duda.

—A mí no me gusta más que a usted, pero la cosa se nos ha ido de las manos. Ahora necesitamos a la Guardia. En todo caso, si cerráramos habría disturbios. A Ankh-Morpork siempre le ha gustado… la emoción. Hemos vendido hasta la última localidad. El espectáculo debe continuar.

—Ah, sí —dijo Salzella en tono desagradable—. ¿Quiere que raje unas cuantas gargantas en el segundo acto, para que nadie se sienta decepcionado?

—Claro que no —dijo Balde—. No queremos que muera nadie. Pero…

El «pero» permaneció flotando en el aire igual que el difunto doctor Undershaft.

Sazella se llevó las manos a la cabeza.

—Además, creo que ya ha pasado lo peor —dijo el señor Balde.

—Confío en que sí —dijo Salzella.

—¿Dónde está el signore Basilica? —preguntó Balde.

—La señora Plinge lo ha llevado a sus camerinos.

—¿La señora Plinge no ha sido asesinada?

—No, hoy todavía no hemos encontrado a nadie muerto —dijo Salzella.

—Esoque son buenas noticias.

—Sí, y deben de ser, oh, por lo menos las doce y diez —dijo Salzella con una ironía que Balde no consiguió percibir—. Voy a buscar a Basilica para que podamos comer, ¿de acuerdo? Debe de llevar por lo menos media hora sin probar bocado.

Balde asintió. Después de que el director se fuera volvió a examinar subrepticiamente sus cajones. No había ninguna carta. Tal vez todo había terminado de verdad… Tal vez era cierto lo que decían sobre el difunto doctor.

Alguien llamó a la puerta cuatro veces. Solamente había una persona que pudiera dar cuatro golpes sin ningún ritmo de ninguna clase.

—Entra, Walter.

Walter Plinge entró dando tumbos en la sala.

—¡Hay una dama! —dijo—. ¡Quiere ver al señor Balde!

Tata Ogg asomó la cabeza por la puerta.

—¡Yu-juuuu! —dijo—. Soy yo.

—Es la… señora Ogg, ¿verdad? —dijo el señor Balde.

Había algo ligeramente preocupante en aquella mujer. No recordaba haber visto su nombre en la lista de empleados. Por otro lado, parecía en su salsa en el edificio, no estaba muerta y hacía un té nada malo, así pues, ¿por qué se iba a preocupar si no le estaban pagando?

—Por los dioses, yo no soy la dama —dijo Tata Ogg—. Yo soy más basta que la tela de esparto, lo dicen los expertos. No, ella está esperando en el vestíbulo. Se me ha ocurrido que sería mejor pasar por aquí a avisarle.

—¿Avisarme? Avisarme ¿de qué? Esta mañana ya no tengo más citas. ¿Quién es esa dama?

—¿Ha oído hablar alguna vez de lady Esmerelda Ceravieja?

—No. ¿Debería?

—Es una famosa mecenas de la ópera. Tiene conservatorios en todas partes —dijo Tata—. Y montones de dinero.

—¿Ah, sí? Pero es que tengo que…

Balde miró por la ventana. En la calle había un carruaje y cuatro caballos. Tenía tantos adornos rococó que resultaba sorprendente que consiguiera moverse siquiera.

—Bueno, yo… —volvió a empezar—. La verdad es que es muy mal mom…

—No es la clase de persona a quien le guste que la hagan esperar —dijo Tata, con absoluta sinceridad. Y luego, como ya llevaba toda la mañana poniéndola de los nervios y la vergüenza inicial por lo de la señora Palma todavía le dolía y había una vena de travesura en Tata que medía un kilómetro de ancho, añadió—: Dicen que en su juventud fue una famosa cortesana. Dicen que por entonces ya no le gustaba que la hicieran esperar. Ahora está retirada, claro. O eso dicen.

—¿Sabe? He visitado las óperas más importantes del disco y nunca he oído ese nombre —caviló Balde.

—Ah, he oído que le gusta mantener sus donaciones en secreto.

La brújula mental del señor Balde giró una vez más para apuntar hacia el Dinero.

—Será mejor que la acompañe usted hasta aquí —dijo— y tal vez pueda dedicarle unos minutos…

—Nadie le ha dedicado a lady Esmerelda menos de media hora jamás —dijo Tata, y le guiñó un ojo a Balde—. Voy a buscarla, ¿de acuerdo?

Se marchó afanosamente, llevando a Walter a remolque.

El señor Balde se quedó mirando cómo se marchaba. Luego, después de pensarlo un momento, se levantó y comprobó el estado de su bigote en el espejo que tenía sobre la chimenea.

Oyó abrirse la puerta y se giró con su mejor sonrisa puesta.

Solamente se le desvaneció un poco al ver a Salzella, que estaba haciendo pasar a la mole impresionante de Basilica. Al lado apareció nerviosamente el pequeño representante e intérprete, como un remolcador.

Autore(a)s: