Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—Alguna cosa pija —dijo Tata Ogg.

—Tal vez necesitaría una pizquita más de orientación…

—Tal vez pueda enseñarnos algunas cosas —dijo lady Esmerelda, sentándose—. Es para la ópera.

—Ah, ¿asisten ustedes a la ópera?

—Lady Esmerelda asiste a quien le da la gana —dijo Tata Ogg, categóricamente.

Madame Alborada tenía unos modales que eran peculiares de su clase y crianza. La habían educado para que viera el mundo de cierta manera. Cuando el mundo no actuaba de esa manera ella se tambaleaba un poco pero, igual que un giroscopio, al final se recuperaba y seguía girando como si allí no hubiera pasado nada. Si la civilización se derrumbara por completo y los supervivientes se vieran forzados a comer cucarachas, madame Alborada seguiría usando servilleta y miraría con desprecio a la gente que se comiera sus cucarachas del lado equivocado.

—Les enseñaré, hum, algunos ejemplos —dijo—. Perdónenme un momentito.

Se escabulló hasta el fondo de los largos talleres que había detrás de la tienda, donde abundaba bastante menos el dorado. Se apoyó en la pared e hizo venir a su costurera jefe.

—Mildred, hay dos mujeres muy extrañas…

Se detuvo. ¡La habían seguido!

Ahora estaban campando a sus anchas por el pasillo que quedaba entre las hileras de modistas, saludando a la gente con la cabeza y examinando algunos de los vestidos que llevaban puestos los maniquíes.

Volvió a toda prisa hacia ellas.

—Estoy segura de que preferirían…

—¿Cuánto vale este? —preguntó lady Esmerelda, manoseando una creación destinada a la duquesa Viuda de Quirm.

—Me temo que este no está a la venta…

—¿Cuánto valdría si estuviera a la venta?

—Creo que trescientos dólares —dijo madame Alborada.

—Quinientos dólares me parece un precio justo —dijo lady Esmerelda.

—¿En serio? —dijo Tata Ogg—. Ah, sí, claro…

El vestido era negro. Por lo menos lo era en teoría. Era negro de la misma forma en que es negra el ala de un estornino. Era de seda negra, con cuentas de color azabache y lentejuelas. Era el color negro cuando estaba de vacaciones.

—Parece de mi talla. Nos lo quedamos. Paga a la mujer, Gytha.

El giroscopio de Madame se puso a rotar a toda velocidad.

—¿Se lo quedan? ¿Ahora? ¿Quinientos dólares? ¿Y me pagan? ¿Me pagan ahora? ¿En metálico?

—Encárgate, Gytha.

—Bueeeno.

Tata Ogg se dio la vuelta recatadamente y se levantó la falda. Hubo una serie de susurros de tela y tañidos de elasticos y por fin se volvió a girar con una bolsa en la mano.

Contó cincuenta monedas de diez dólares más bien calientes y las puso en la mano dócil de madame Alborada.

—Y ahora vamos a volver a la tienda y echar un vistazo a ver si encontramos el resto de cosas —dijo lady Esmerelda—. A mí me apetecen unas plumas de avestruz. Y una de esas capas grandes que llevan las damas. Y un abanico de esos con el borde de encaje…

—¿Por qué no compramos algunos diamantes enormes ya que estamos aquí? —dijo Tata Ogg secamente.

—Buena idea.

Madame Alborada las oyó discutir mientras se alejaban tranquilamente por el pasillo.

Miró el dinero que tenía en la mano.

Conocía el dinero viejo, que en cierta manera estaba bendecido por el hecho de que la gente se había aferrado a él durante años, y conocía el dinero nuevo, que parecía caer siempre en manos de todos aquellos advenedizos que inundaban la ciudad últimamente. Pero por debajo de su pecho empolvado era una comerciante de Ankh-Morpork, y sabía que la mejor clase de dinero era el dinero que estaba en la mano de ella y no en la de otra persona. La mejor clase de dinero era el mío, no el tuyo.

Además, era lo bastante esnob como para confundir la mala educación con la buena cuna. De la misma forma que la gente muy rica nunca puede estar loca (sino que son excéntricos), tampoco pueden ser maleducados (sino que son directos y no se andan con rodeos).

Siguió a toda prisa a lady Esmerelda y a su amiga más bien extraña. La sal de la tierra, se dijo a sí misma.

Llegó a tiempo de escuchar furtivamente una misteriosa conversación.

—Me estás castigando, ¿verdad, Esme?

—No tengo ni idea de qué estás hablando, Gytha.

—Sólamente porque tuve mi pequeño momento.

—De verdad que no te sigo. Además, dijiste que no tenías la menor idea de qué hacer con el dinero.

—Sí, pero me habría gustado no tener la menor idea tumbada en una cheslón bien cómoda en alguna parte con un montón de hombres fuertes comprándome bombones y animándome a aceptar sus favores.

—El dinero no compra la felicidad, Gytha.

—Yo solamente quería alquilarla por unas semanas.

* * *

Agnes se levantó tarde, con la música todavía pitándole en los oídos, y se vistió somnolienta. Pero primero tapó el espejo con una sábana, por si acaso.

En la cantina había media docena de bailarinas del coro compartiendo un tallo de apio y soltando risitas.

Y estaba André. Se estaba comiendo algo con expresión ausente mientras miraba una partitura. De vez en cuando agitaba su cuchara en el aire con la mirada perdida, después la volvía a dejar sobre la mesa y tomaba unas cuantas notas.

En mitad de un compás vio a Agnes y le dedicó una amplia sonrisa.

—Hola. Pareces cansada.

—Esto… sí.

—Te has perdido toda la diversión.

—¿Ah, sí?

—Ha estado aquí la Guardia, han hablado con todo el mundo y se han dedicado a hacer montones de preguntas y a apuntar cosas muy despacio.

—¿Qué clase de preguntas?

—Bueno, conociendo a la Guardia, probablemente cosas tipo: «Lo hiciste tú, ¿verdad?». No son muy espabilados.

—Oh, cielos. ¿Quiere eso decir que se cancela la función esta noche?

André se rió. Tenía una risa bastante agradable.

—¡No creo que el señor Balde pudiera cancelarla! —dijo— Por mucho que la gente esté cayendo como moscas de las bambalinas.

—¿Por qué no?

—¡Porque ha habido colas de gente para comprar entradas!

—¿Por qué?

El se lo dijo.

—¡Es asqueroso! —dijo Agnes—. ¿Quieres decir que van a venir solo porque puede ser peligroso?

—Me temo que es la naturaleza humana. Por supuesto, hay algunos que quieren oír a Enrico Basilica. Y… bueno… parece que Christine es popular… —La miró con cara de pena.

—No me importa, sinceramente —mintió Agnes—. Hum… ¿Cuánto tiempo hace que trabajas aquí, André?

—Esto… solamente unos meses. Antes… daba clases de música a los hijos del seriph de Klatch.

—Ejem… ¿qué piensas del Fantasma?

Él se encogió de hombros.

—Supongo que debe de ser alguna clase de loco.

—Hum… ¿sabes si canta? O sea, ¿si sabe cantar bien?

—He oído que envía pequeñas reseñas al director. Algunas chicas dicen que han oído a alguien que canta por las noches, pero siempre están diciendo tonterías.

—Hum… ¿hay pasadizos secretos por aquí?

El se la quedó mirando con la cabeza torcida hacia un lado.

—¿Con quién has estado hablando?

—¿Perdón?

—Las chicas dicen que sí. Por supuesto, también dicen que ven al Fantasma continuamente. A veces en dos lugares al mismo tiempo.

—¿Por qué tendrían ellas que verlo?

—Tal vez al tipo le gusta mirar a señoritas jóvenes. Siempre están ensayando en recodos extraños. Además, todas están medio desquiciadas por el hambre.

—¿Es que no te interesa el Fantasma? ¡Ha matado a gente!

—Bueno, la gente dice que podría haber sido el doctor Undershaft.

—Pero ¡si lo han matado!

—Podría haberse ahorcado él solo. Llevaba un tiempo deprimido. Y siempre fue un poco extraño. Nervioso. Las cosas no van a ser fáciles sin él, sin embargo. Ten, te he traído unos cuantos programas antiguos. Algunas anotaciones pueden serte de ayuda, ya que no llevas mucho tiempo en la ópera.

Agnes se los quedó mirando, sin verlos.

Había gente desapareciendo y lo primero que todo el mundo pensaba era que iba a ser un inconveniente no contar con ellos.

El espectáculo debía continuar. Eso decían todos. La gente lo decía todo el tiempo. A menudo sonreían al decirlo, pero por debajo de la sonrisa lo decían en serio de todos modos. Nadie decía nunca por qué. Pero el día anterior, cuando el coro empezó a discutir por el dinero, todo el mundo había sabido que en realidad no iban a negarse a cantar. No era más que un juego.

El espectáculo continuaba. Ella había oído todas las historias. Había oído historias sobre espectáculos que continuaban mientras el resto de la ciudad estaba en llamas, mientras un dragón estaba posado en el techo, mientras había disturbios fuera en las calles. ¿Que el escenario se hundía? El espectáculo continuaba. ¿Que moría el tenor protagonista? Entonces se hacía un llamamiento al público en busca de algún estudiante de música que se supiera el papel y se le daba su gran oportunidad mientras el cuerpo de su predecesor se enfriaba lentamente en los bastidores. ¿Por qué? Solamente era un espectáculo, por todos los dioses. Tampoco era nada importante. Y sin embargo… el espectáculo continuaba. Todo el mundo daba aquello por sentado en tal medida que ya ni siquiera pensaban en ello, como si tuvieran niebla dentro de la cabeza.

Por otro lado… alguien le estaba enseñando a cantar por las noches. Una persona misteriosa cantaba en el escenario después de que todo el mundo se fuera a casa. Intentó imaginarse que aquella voz pertenecía a alguien que mataba a la gente. No lo consiguió. Tal vez se le había contagiado aquella niebla y no quería conseguirlo. ¿Qué clase de persona podía tener aquel sentimiento musical y al mismo tiempo matar a gente?

Se encontraba pasando ociosamente las páginas de un viejo programa cuando le llamó la atención un nombre.

Hojeó rápidamente los otros que había debajo. Allí estaba de nuevo. No en todas las actuaciones, y nunca en papeles principales, pero allí estaba. Por lo general interpretaba a un posadero o a un sirviente.

—¿Walter Plinge? —dijo—. ¿Walter? Pero… él no canta, ¿verdad?

Sostuvo un programa en alto y lo señaló con el dedo.

—¿Cómo? ¡Oh, no! —André se rió—. Madre mía… es un… una especie de nombre conveniente, supongo. A veces alguien tiene que cantar un papel muy menor… tal vez a un cantante le toca un papel por el que no quiere que le recuerden… pues aquí, cuando pasa eso, figuran en el programa como Walter Plinge. Muchos teatros tienen nombres útiles de ese tipo. Como por ejemplo Yon Osoy. Es conveniente para todos.

—Pero… ¿Walter Plinge?

—Bueno, supongo que empezó siendo una broma. O sea, ¿te puedes imaginar a Walter Plinge sobre un escenario? —André sonrió—. ¿Con esa boinita que lleva?

—¿Y qué piensa él del tema?

—No creo que le importe. Es difícil saberlo, ¿no?

Se oyó un estruendo procedente de la cocina, aunque era mas bien un crestruendo: el repiqueteo de larga duración que arranca con un montón de platos que empieza a resbalar, continúa con alguien que intenta agarrarlos, desarrolla un contratema desesperado cuando la persona se da cuenta de que no tiene tres manos y termina con el roinroinroin del único plato milagrosamente intacto que queda girando y girando en el suelo.

Oyeron una voz femenina iracunda.

—¡Walter Plinge!

—¡Lo siento señora Clamp!

—¡Ese puñetero bicho sigue agarrado al borde de la olla! ¡Suelta, insecto de los demonios…!

Se oyó un ruido de vajilla barriéndose y después un sonido gomoso que podía describirse aproximadamente como un «spoing».

—¿Dónde ha ido ahora?

—¡No lo sé señora Clamp!

—¿Y qué hace aquí ese gato?

André se volvió hacia Agnes y le dedicó una sonrisa triste

—Supongo que es un poco cruel —dijo—. El pobre es un poco memo.

—No estoy muy segura —dijo Agnes— de haber conocido a nadie aquí que no lo sea.

Él volvió a sonreír.

—Lo sé —dijo.

—¡O sea, todo el mundo actúa como si la música fuera lo único que importara! ¡El argumento no tiene sentido! ¡La mitad de las historias se basan en gente que no reconoce a sus criados o a sus mujeres porque llevan puesta una máscara diminuta! ¡Hay señoras gordas que interpretan a chicas tísicas! ¡Nadie sabe actuar como es debido! No me extraña que todo el mundo acepte que yo cante por Christine… ¡eso es prácticamente normal comparado con la ópera! ¡Es una idea digna de la ópera! ¡Tendría que haber un letrero en la puerta que dijera: «Deje su sentido común aquí»! ¡Si no fuera por la música, todo seria ridículo!

Agnes se dio cuenta de que él la estaba mirando con cara de ópera.

—Por supuesto, es eso, ¿verdad? Es el espectáculo lo que importa, ¿verdad? —dijo ella—. Todo es espectáculo.

—No pretende ser real —dijo André—. No es como el teatro. Nadie dice: «Tienes que fingir que esto es un gran campo de batalla y que el tipo de la corona de cartón en realidad es el rey». El argumento solamente está ahí para hacer tiempo hasta la siguiente canción.

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