Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

El hombre dio la vuelta a la sala hasta poner su mesa entre él y las brujas.

—¿No había un troll abajo? —dijo.

—Ha decidido dejar el mundo de la edición —dijo Tata. Se sentó y le dedicó una amplia sonrisa—. Me imagino que tiene usted algún dinero para nosotras.

El señor Goatberger se dio cuenta de que estaba atrapado. Su cara se retorció formando una serie de expresiones crispadas mientras ensayaba mentalmente algunas respuestas. Luego esbozó una sonrisa tan amplia como la de Tata y se sentó delante de ella.

—En fin, las cosas están muy difíciles en este momento —dijo—. De hecho, no recuerdo un momento peor —añadió con sinceridad considerable.

Miró a Yaya a la cara. Su sonrisa permaneció en su sitio pero el resto de su cara empezó a alejarse lentamente.

—Parece que la gente no compra libros —dijo—. Y el precio del aguafuerte, bueno, es un espanto.

—Todo el mundo que conozco compra el Almanaque —dijo Yaya—. Creo que en Lancre todo el mundo compra vuestro Almanaque. En las Montañas del Carnero todo el mundo compra el Almanaque, hasta los enanos. Eso son muchísimos medios dólares. Y el libro de Gytha parece que vende bastante bien.

—Bueno, por supuesto, me alegro de que sea tan popular, pero entre la distribución, pagar a los vendedores callejeros, el mantenimiento de…

—Tu Almanaque dura todo un invierno en una casa, usado con cuidado —dijo Yaya—. Siempre y cuando no haya nadie enfermo, y el papel es fino y agradable.

—Mi hijo Jason compra dos ejemplares —dijo Tata—. Por supuesto, tiene una familia grande. La puerta del lavabo nunca deja de abrirse y cerrarse.

—Sí, pero verán, lo que digo es… Que en realidad no tengo que pagarles nada -dijo el señor Goatberger, intentando no hacer caso de todo aquello. Su sonrisa tenía ahora toda la cara para ella sola—. Usted me pagó a mí para que yo lo imprimiera, y yo le devolví su dinero. De hecho, creo que nuestro departamento de contabilidad cometió un pequeño error a favor de usted, pero no voy a…

Su voz se apagó.

Yaya Ceravieja estaba desdoblando un papel.

—Estas predicciones para el año que viene… —dijo.

—¿De dónde las ha sacado?

—Las tomé prestadas. Si quieres podemos devolvértelas.

—Bueno, ¿qué pasa con ellas?

—Son incorrectas.

—¿Qué quiere decir con que son incorrectas? ¡Son prediciones!

—No veo que vaya a haber lluvias de curry en Klatch en mayo. El curry no llega tan temprano.

—¿Conoce usted el negocio de las predicciones? —preguntó Goatberger—. ¿Usted? Yo llevo años imprimiendo predicciones.

—Yo no me hago la lista con años de antelación como vosotros —admitió Yaya—. Pero soy bastante precisa si quieres una de aquí a treinta segundos.

—¿Ah, sí? ¿Y que va a pasar dentro de treinta segundos?

Yaya se lo dijo.

Goatberger soltó una risotada.

—¡Oh, sí, esa es buena, tendría que dedicarse a escribir para nosotros! —dijo—. Oh, caramba. No hay nada como ser ambicioso, ¿eh? ¡Esa es mejor que la combustión espontánea del Obispo de Quirm, que de hecho ni siquiera pasó! Dentro de treinta segundos, ¿eh?

—No.

—¿No?

—Veintiún segundos —dijo Yaya.

* * *

El señor Balde había llegado al edificio de la ópera temprano para ver si ya había muerto alguien en lo que llevaban de jornada.

Consiguió llegar hasta su despacho sin que cayera un solo cadáver de las sombras.

Nunca habría imaginado que fuera así. A él le gustaba la ópera. Siempre le había parecido muy artística. Había visto cientos de óperas y prácticamente no había muerto nadie, salvo una vez durante la escena del ballet de La Triviata cuando aquella bailarina había sido lanzada de forma excesivamente entusiasta al regazo de un anciano caballero sentado en la primera fila del patio de butacas. No es que ella se hiciera daño, pero el anciano murió en un instante de felicidad increíble.

Alguien llamó a la puerta.

El señor Balde la abrió medio centímetro.

—¿Quién ha muerto? —dijo.

—¡Na-nadie señor Balde! ¡Le traigo sus cartas!

—Ah, eres tú, Walter. Gracias.

Cogió el fardo y cerró la puerta.

Había facturas. Siempre había facturas. La Ópera prácticamente funciona sola, le habían dicho. Bueno, sí, pero prácticamente funciona a base de dinero. Fue revolviendo las cart…

Había un sobre con el emblema de la Ópera.

Se lo quedó mirando igual que un hombre mira a un perro muy feroz sujeto con una correa muy fina.

El sobre no hizo nada salvo quedarse ahí y parecer tan engomado como puede parecer un sobre.

Por fin Balde lo destripó con el abrecartas y enseguida lo volvió a arrojar sobre la mesa, como si le fuera a morder.

Como pareció que no mordía estiró un brazo vacilante y sacó la carta doblada. Decía lo siguiente:

Querido Balde

Le estaría de lo más agradecido si Christine cantara el papel de Laura esta noche. Le aseguro que es perfectamente capaz.

El segundo violinista es un poco lento, en mi opinión, y el segundo acto de anoche estuvo extremadamente envarado, con sinceridad. De verdad le digo gue no están dando la talla.

Denle la bienvenida de mi parte al signore Basílica. Le felicito a usted por su llegada.

Le desea lo mejor,

El Fantasma de la Ópera

—¡Señor Salzella!

Salzella fue localizado al cabo de poco. Leyó la nota.

—No tendrá usted intención de acceder a esto, ¿verdad? —dijo.

—Ella tiene una voz soberbia, Salzella.

—¿Se refiere a la Nitt?

—Bueno… sí… ya me entiende.

—Pero ¡esto es nada menos que chantaje!

—¿Lo es? La verdad es que no nos amenaza con nada.

—Usted la dejó… quiero decir, a ellas, claro… usted las dejó cantar anoche, y mire el bien que le hizo al pobre doctor Undershaft.

—¿Pues qué me aconseja?

Se volvió a oír a alguien que llamaba de forma entrecortada a la puerta.

—Pasa, Walter —dijeron Balde y Salzella al unísono.

Walter entró dando bandazos, con el cubo para el carbón en la mano.

—He ido a ver al comandante Vimes de la Guardia de la ciudad —dijo Salzella—. Me ha dicho que enviaría a algunos de sus mejores hombres aquí esta noche. De incógnito.

—Creía que usted me había dicho que eran todos unos incompetentes.

Salzella se encogió de hombros.

—Tenemos que hacer esto como corresponde. ¿Sabía que al doctor Undershaft lo estrangularon antes de colgarlo?

—De ahorcarlo —dijo Balde, sin pensar—. A los hombres se les ahorca. Es la carne muerta lo que se cuelga.

—¿En serio? —dijo Salzella—. Aprecio la información, bueno, pues parece que al pobre Undershaft lo estrangularon. Y luego lo colgaron.

—De veras, Salzella, tiene usted un sentido desviado del…

—¡Ya he terminado señor Balde!

—Sí, gracias, Walter. Ya puedes irte.

—¡Sí señor Balde!

Walter cerró la puerta tras de sí, muy concienzudamente.

—Me temo que es por trabajar aquí —dijo Salzella—. Cuando uno no encuentra alguna forma de lidiar con… ¿se encuentra bien, señor Balde?

—¿Qué? —Balde, que se había quedado mirando la puerta cerrada, negó con la cabeza—. Oh. Sí. Walter…

—¿Qué pasa con él?

—No… no le pasa nada, ¿verdad?

—Oh, es un poco… Tiene sus cosas raritas. Es inofensivo si se refiere a eso. Algunos de los tramoyistas y los músicos son un poco crueles con él… Ya sabe, lo mandan a comprar una lata de pintura invisible o una bolsa de agujeros para clavos y cosas así. El se cree todo lo que le dicen. ¿Por qué?

—Oh… solamente me lo preguntaba. Algo tonto.

—Supongo que lo es, técnicamente.

—No, me refería a… Oh, no importa…

* * *

Yaya Ceravieja y Tata Ogg salieron del despacho de Goatberger y caminaron solemnemente por la calle. Por lo menos Yaya caminaba solemnemente. Tata iba un poco inclinada.

Cada treinta segundos decía:

—¿Cuánto dices que hay?

—Tres mil doscientos setenta dólares con ochenta y siete centavos —dijo Yaya. Tenía aspecto pensativo.

—Me ha parecido muy amable por su parte mirar en todos los ceniceros en busca de toda la chatarra suelta que pudiera reunir —dijo Tata—. En todos a los que podía llegar, al menos. ¿Cuánto dices que hay?

—Tres mil doscientos setenta dólares con ochenta y siete centavos.

—Nunca había tenido setenta dólares —dijo Tata.

—No he dicho solamente setenta dólares, he dicho…

—Ya lo sé. Pero lo estoy asimilando en plan gradual. Te diré una cosa sobre el dinero. Pica de verdad.

—No sé por qué tienes que llevar el monedero en la pernera de las bragas —dijo Yaya.

—Es el último sitio donde la gente buscaría. —Tata suspiró—. ¿Cuánto dices que hay?

—Tres mil doscientos setenta dólares con ochenta y siete centavos

—Voy a necesitar una lata más grande.

—Vas a necesitar una chimenea más grande.

—Está claro que no me iría mal una pernera más grande. —le dio un codazo a Yaya—. Ahora que soy rica vas a tener que ser bien educada conmigo —dijo.

—Sí, ya lo creo —dijo Yaya, con la mirada perdida en el infinito— No creas que no lo estoy considerando.

Se detuvo. Tata chocó con ella, con un tintineo de lencería.

La fachada del edifico de la Ópera se erguía ante ellas.

—Tenemos que volver a entrar ahí —dijo Yaya—. Y en el Palco Ocho.

—Con una palanca —dijo Tata en tono firme—. Una con punta sacaclavos del 3 servirá.

—No somos tu Nev —dijo Yaya—. Además, entrar como ladronas no sería lo mismo. Tenemos que tener todo el derecho a estar ahí.

—Mujeres de la limpieza —dijo Tata—. Podemos ser mujeres de la limpieza, y… No, no está bien que yo sea mujer de la limpieza ahora, con mi posición.

—No, no estaría bien, con la posición que tienes ahora.

Yaya se quedó mirando a Tata mientras delante de la Ópera se detenía un carruaje:

—Por supuesto —dijo, con una voz que goteaba ingenio como si fuera toffee—, siempre podríamos comprar el Palco Ocho.

—No funcionaría —dijo Tata. Había gente bajando la escala con ese aspecto empalagoso y esos ajustes de puños de armsa que caracterizan a los comités de bienvenida de todo el mundo—. Les da miedo venderlo.

—¿Por qué no? —preguntó Yaya—. Hay gente que se muere y la ópera no cierra. Eso quiere decir que hay alguien dispuesto a vender a su abuela si le dan bastante dinero por ella.

—Nos costaría una fortuna, en todo caso —dijo Tata.

Miró la expresión triunfal de Yaya y gimió.

—¡Oh, Esme! ¡Yo iba a ahorrar ese dinero para mis días de anciana! —Se quedó un momento pensando—. En todo caso, aun así no funcionaría. O sea, míranos, no tenemos aspecto de ser la clase adecuada de gente…

Enrico Basílica salió del carruaje.

—Pero sí que conocemos a la clase adecuada de gente —Dijo Yaya.

—¡Oh, Esme!

* * *

La campanilla de la tienda tintineó en un tono refinado, como si le diera vergüenza hacer algo tan vulgar como ruido. Habría preferido con diferencia dar un carraspeo educado.

Se trataba de la tienda de ropa de señora más prestigiosa de Ankh-Morpork, y una señal clara de aquello era la ausencia aparente de algo tan burdo como mercancías. La ocasional pieza de material caro colocada con esmero se limitaba a sugerir las posibilidades disponibles.

No era una tienda donde se compraran cosas. Era un emporio donde uno iba a tomarse una taza de café y a charlar. Posiblemente, como resultado de aquella conversación en voz baja, cuatro o cinco metros de tela exquisita cambiaban de propietario de una forma etérea, y sin embargo no había tenido lugar nada tan burdo como un negocio.

—¡Ah de la casa! —tronó Tata.

Una señora apareció desde detrás de una cortina y contempló a las visitantes, muy posiblemente con la nariz.

—¿No se han equivocado de puerta? —dijo. A madame Alborada la habían educado para que fuera educada con los sirvientes y los comerciantes, aunque fueran tan desaliñados como estos dos vejestorios.

—Mi amiga quiere un vestido nuevo —dijo la más regordeta de las dos—. Uno de esos vestidos pijos con cola y el culo acolchado

—En negro —dijo la delgada.

—Y queremos todos los complementos —dijo la regordeta. —Un bolsito de esos con cordel, unas gafas con palito, todo, vamos.

—Creo que tal vez podría ser que les costara una pizquita más de lo que estaban pensando gastar —dijo madame Alborada.

—¿Cuánto es una pizquita? —dijo la regordeta.

—Quiero decir que esta es una tienda más bien selecta.

—Por eso hemos venido aquí. No queremos porquería. Yo me llamo Tata Ogg y esta es… lady Esmerelda Ceravieja.

Madame Alborada contempló a lady Esmerelda socarronamente. No había duda de que la mujer tenía cierto porte. Y miraba como una duquesa.

—De Lancre —dijo Tata Ogg—. Y podría tener un conservatorio si le apeteciera, pero no quiere ninguno.

—Esto… —Madame Alborada decidió seguirles la corriente durante un rato—. ¿Qué estilo tenían en mente?

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