Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—Muy bien —dijo Tata—. Pero ¿primero podemos comprar algo para comer? No me importa cocinar, pero el papeo que tienen ahí es un poco como un desayuno para todo el día, no sé si me entiendes…

Cuando se estaban levantando se oyó un ruido procedente del escenario. Walter acababa de regresar, seguido de un Greebo un poco más gordo. Sin darse cuenta de que lo estaban mirando, continuó fregando el escenario.

—Mañana a primera hora —dijo Yaya—, iremos otra vez a ver al señor Goatberger del Almanaque. Ya he tenido tiempo de pensar qué vamos a hacer a continuación. Y luego resolveremos todo esto.

Miró fijamente la figura inocente que estaba limpiando el esenario y dijo en voz baja:

—¿Qué es lo que sabes, Walter Plinge? ¿Qué es lo que has visto?

* * *

—¡¿No ha sido asombroso?! -dijo Christine, incorporándose en la cama. Agnes se había fijado en que su camisón era blanco y estaba rebosante de encaje.

—Uy, sí —dijo Agnes.

—¡¡Han pedido que saliera cinco veces!! ¡¡El señor Balde dice que no se lo habían pedido tantas veces a nadie desde lady Gigli!! ¡¡Estoy segura de que no voy a poder dormir de tanta emoción!!

—Pues entonces bébete esa infusión tan rica con leche caliente que he preparado para las dos —dijo Agnes—. Me ha costado una eternidad subir con la cacerola por esas escaleras.

—¡¡Y las flores!! —dijo Christine, sin hacer caso del tazón que Agnes le había colocado al lado—. ¡¡El señor Balde me ha dicho que empezaron a llegar en cuanto terminó la representación!! ¡¡Me ha dicho…!!

Se oyó cómo llamaban suavemente a la puerta.

Christine se ajustó el camisón.

—¡¡Adelante!!

Se abrió la puerta y entró Walter Plinge arrastrando los pies, casi invisible detrás de los ramos de flores.

Después de dar unos pocos pasos tropezó con sus propios pies, se desplomó hacia delante y dejó caer las flores. Luego miró a las dos chicas mudo de vergüenza, dio media vuelta de pronto y chocó contra la puerta.

Christine soltó una risita.

—Lo siento se-señorita —dijo Walter.

—Gracias, Walter —dijo Agnes.

La puerta se cerró.

—¡¿No es muy raro?! ¡¿Has visto cómo me mira?! ¡¿Crees que puedes encontrar un poco de agua para estas flores, Perdita?!

—Claro, Christine. Solamente son siete pisos.

—¡¡Y como recompensa me beberé esta maravillosa tisana que me has preparado!! ¿Tiene especias?

—Oh, sí. Especias —dijo Agnes.

—¡No será una de esas pociones que preparan tus brujas, verdad, ¿verdad?!

—Ejem, no —dijo Agnes. Al fin y al cabo, en Lancre todo el mundo usaba algunas hierbas frescas—. Esto… no creo que vaya a haber bastantes jarrones para todas las flores, aunque use el vadebajo…

—¡¿EL qué?!

—El… ya sabes. Lo que va-debajo de la cama. El vade-bajo.

—¡¡Qué graciosa eres!!

—En todo caso, no va a haber bastantes jarrones —dijo Agnes, ruborizándose al máximo. En su mente, Perdita cometió asesinato.

—¡Entonces coloca todas las que sean de condes y caballeros y de las demás ya me encargaré mañana! —dijo Christine, cogiendo su tisana.

Agnes cogió la tetera y echó a andar hacia la puerta.

—¿Perdita, querida? —dijo Christine, con el tazón a medio camino de los labios. Agnes se dio la vuelta.

—¡Me ha parecido que estabas cantando una pizquita demasiado alto, querida! Estoy segura de que a todo el mundo le debe de haber costado un poco oírme.

—Lo siento, Christine —dijo Agnes.

Bajó las escaleras a oscuras. Aquella noche había una vela encendida en un nicho de cada dos rellanos. Sin ellas, las escaleras habrían estado simplemente a oscuras. Con ellas, las sombras acechaban y saltaban desde todos los rincones.

Llegó a la bomba que había en la hornacina de al lado del despacho del director de escena y llenó la tetera. Fuera, en el escenario, alguien empezó a cantar. Era la parte de Peccadillo de un dúo de hacía tres horas, pero cantada sin música y con una voz de tenor de un tono y una pureza tales que la tetera se le escapó de la mano a Agnes y le derramó agua fría por los pies.

Escuchó durante un rato y entonces se dio cuenta de que estaba cantando en voz baja la parte de la soprano.

La canción tocó a su fin. Pudo oír el ruido hueco de unos pasos distantes que se retiraban a lo lejos.

Corrió a la puerta que daba al escenario, se detuvo un momento y luego la abrió y la atravesó y salió al enorme vacío sumido en la penumbra. Las velas que quedaban encendidas proporcionaban tanta luz como estrellas en una noche clara. Allí no había nadie.

Caminó hasta el centro del escenario, se detuvo y recuperó el aliento después de la fuerte impresión.

Sentía el auditorio que tenía delante. Aquel enorme espacio vacío hacía el ruido que haría el terciopelo si pudiera roncar.

No era silencio. Un escenario nunca guarda silencio. Era el ruido producido por un millón de otros ruidos que nunca se han apagado del todo: el estruendo de los aplausos, las oberturas, las arias. No paraban de fluir… fragmentos de melodías, acordes perdidos, pedazos de canciones.

Dio un paso atrás y pisó el pie de alguien.

Agnes se dio la vuelta:

—André, no hay…

Alguien retrocedió, encogido.

—¡Lo siento señorita!

Agnes recuperó el aliento.

—¿Walter?

—¡Lo siento señorita!

—¡No pasa nada! Es que me has asustado.

—¡No la había visto señorita!

Walter tenía algo agarrado. Para asombro de Agnes, la figura más oscura que había en la oscuridad era un gato, colgando plácidamente de los brazos de Walter como una alfombra vieja, ronroneando de felicidad. Era como ver a alguien que ha metido el brazo dentro de una máquina de picar carne para intentar desatascarla.

—Ese es Greebo, ¿verdad?

—¡Es un gato feliz! ¡Se ha atiborrado de leche!

—Walter, ¿por qué estás en medio del escenario a oscuras cuando todo el mundo se ha ido a casa?

—¿Qué estaba haciendo usted señorita?

Era la primera vez que oía a Walter hacer una pregunta. Y al fin y al cabo era una especie de conserje, se dijo a sí misma. Podía ir a donde quisiera.

—Yo… me he perdido —dijo, avergonzada por la mentira—. yo… ahora me vuelvo a mi habitación. Esto. ¿Has oído cantar a alguien?

—¡Todo el tiempo señorita!

—Quiero decir ahora mismo.

—¡Ahora mismo estoy hablando con usted señorita!

—Oh…

—¡Buenas noches señorita!

Agnes cruzó la penumbra cálida y suave hasta la puerta de los bastidores, resistiendo a cada paso el deseo imperioso de mirar a su alrededor. Recogió la tetera y subió a toda prisa los escalones.

Detrás de ella, en el escenario, Walter dejó con cuidado a Greebo en el suelo, se quitó la boina y sacó de su interior algo blanco con aspecto de papel.

—¿Qué queremos escuchar, señor Gato? Ya lo sé, queremos escuchar la obertura de Die Flederleiv de J. Q. Bubbla dirigida Por Vochua Doinov.

Greebo le dedicó esa cara mofletuda de los gatos que están preparados a soportar prácticamente cualquier cosa por comida.

Walter se sentó a su lado y escuchó la música que venía de las Paredes.

* * *

Cuando Agnes regresó a la habitación Christine ya estaba profundanente dormida, roncando los ronquidos de quienes se encuentran en el cielo de las hierbas. El tazón estaba junto a la cama.

Lo que había hecho no era malo, se aseguró a sí misma Agnes. Christine probablemente necesitaba dormir bien aquella noche. Era prácticamente un acto caritativo.

Volvió su atención hacia las flores. Había montones de rosas y orquídeas. La mayoría venía con tarjetas. Al parecer había muchos aristócratas que apreciaban el buen canto, o por lo menos el buen canto que parecía venir de una cara como la de Christine.

Agnes colocó las flores al estilo de Lancre, que consistía en agarrar el jarrón con una mano y el ramo con la otra y poner ambas cosas en conjunción a la fuerza.

El último ramo era el más pequeño y estaba envuelto en papel rojo. No tenía tarjeta. De hecho, no tenía flores.

Alguien se había limitado a envolver media docena de tallos de rosa ennegrecidos y larguiruchos y luego, por alguna razón, los había rociado con perfume. Era un aroma almizclado y bastante agradable, pero no dejaba de ser un mal chiste. Tiró el ramo a la papelera junto con la basura, apagó la vela de un soplido y se sentó a esperar.

No estaba segura de a quién. O a qué.

Al cabo de un par de minutos se dio cuenta de que venía un resplandor de la papelera. Se trataba de una fluorescencia apenas visible, como una luciérnaga enferma, pero allí estaba.

Gateó por el suelo y echó un vistazo.

En los tallos muertos había capullos de rosa, transparentes como el cristal y solamente visibles por el brillo del borde de cada pétalo. Titilaban como luces de una ciénaga.

Agnes los recogió con cuidado y buscó el tazón vacío a tientas en la oscuridad. No era el mejor jarrón posible, pero tendría que servir. Luego se sentó y se quedó mirando las flores fantasmales hasta que…

…alguien tosió. Ella levantó la cabeza bruscamente, consciente de que se había quedado dormida.

—¿Señora?

—¡¿Señor?!

La voz era melodiosa. Daba la impresión de que en cualquier momento podía romper a cantar.

—Escucha. Mañana tienes que cantar el papel de Laura en Il Truccatore. Tenemos mucho que hacer. En una noche apenas nos da tiempo. El aria del Acto Primero ocupará gran parte de nuestra sesión.

Se oyó un breve pasaje de música de violín.

—Esta noche has actuado… bien. Pero hay áreas que tenemos que reforzar. Escucha.

—¿Has enviadolas rosas?

—¿Te gustan las rosas? Solamente florecen en la oscuridad.

—¡¿Quién eres?! ¿¡Eres tú a quien he oído cantar hace un rato?!

Hubo un momento de silencio.

—Sí.

Y luego:

—Examinemos el papel de Laura en Il Truccatore, «El Maestro de los Disfraces», también conocido vulgarmente a veces como «El hombre de las mil caras»…

* * *

Cuando a la mañana siguiente las brujas llegaron a las oficinas de Goatberger se encontraron a un troll muy grande sentado en las escaleras. Tenía un garrote sobre las rodillas y levantó una mano del tamaño de una pala para impedirles que siguieran adelante.

—No puede entrar nadie —dijo—. El señor Goatberger está reunido.

—¿Cuánto tiempo va a durar su reunión? —dijo Yaya.

—El señor Goatberger es un reunidor muy duradero.

Yaya miró al troll con expresión calculadora.

—¿Llevas mucho tiempo en el negocio editorial? —dijo.

—Desde esta mañana —contestó el troll con orgullo.

—¿Te ha dado el trabajo el señor Goatberger?

—Sí. Ha venido al camino de la cantera y me ha elegido especialmente para… —Al troll se le frunció el ceño mientras intentaba recordar aquellas palabras extrañas-…subir como espuma en el mundo trepidante de la edición.

—¿Y cuál es tu trabajo exactamente?

—Editor.

—Disculpa —dijo Tata, abriéndose paso—. Reconocería ese estrato en cualquier parte. Eres de Cabeza de Cobre, en Lancre, ¿verdad?

—¿Y qué?

—Nosotras también somos de Lancre.

—¿Sí?

—Esta es Yaya Ceravieja, ¿sabes?

El troll le dedicó una sonrisa incrédula; después su ceño se volvió a ondular y por fin miró a Yaya. Ella asintió.

—La que vosotros llamáis Aaoograha boa, ¿sabes? —dijo Tata—. «Aquella Que Debe Ser Evitada.»

El troll miró su garrote como si estuviera considerando seriamente la posibilidad de golpearse a sí mismo hasta la muerte.

Yaya le dio unas palmaditas en el hombro lleno de liquen incrustado.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Carborundo, señorita —murmuró. Le empezó a temblar una de las piernas.

—Bueno, estoy segura de que vas a ganarte muy bien la vida aquí en la gran ciudad —dijo Yaya.

—Sí, ¿por qué no vas y empiezas ahora mismo? —dijo Tata

El troll le dedicó una mirada agradecida y huyó, sin molestarse siquiera en abrir la puerta.

—¿Es verdad que me llaman así? —dijo Yaya.

—Ejem, sí —dijo Tata, reprendiéndose mentalmente a sí misma—. Es una señal de respeto, por supuesto.

—Oh.

—Esto…

—Siempre he hecho lo que he podido por llevarme bien con los trolls, ya lo sabes.

—Oh, sí.

—¿Y qué hay de los enanos? —preguntó Yaya, igual que alguien que acabara de encontrarse un forúnculo inesperado y no pudiera resistir la tentación de hurgárselo—. ¿También tienen un nombre para mí?

—Vamos a ver al señor Goatberger, ¿no? —dijo Tata jovialmente.

– ¡Gytha!

—Esto… bueno… Creo que es K’ez’rek d’b’duz -dijo Tata.

—¿Qué quiere decir?

—Esto… «Ve Por el Otro Lado de la Montaña» —dijo Tata.

—Oh.

Yaya estuvo inhabitualmente callada mientras subían las escaleras.

Tata no se molestó en llamar. Abrió la puerta y dijo:

—¡Yu-juuu, señor Goatberger! Hemos vuelto, tal como usted dijo. Oh, yo no intentaría salir por la ventana así: está usted en un tercer piso y esa bolsa llena de dinero puede ser un poco peligrosa si va a dedicarse a trepar por ahí.

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