Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—El telón se vuelve a levantar dentro de dos minutos —dijo Salzella—. Será mejor que me vaya a reunir a la orquesta. Están todos en La Puñalada en la Espalda, al otro lado de la calle. Los muy cerdos pueden beberse media pinta antes de que se hayan terminado los aplausos.

—¿Y son capaces de tocar?

—Nunca lo han sido, así que no veo por qué iban a empezar ahora —dijo Salzella—. Son músicos, Balde. La única manera en que un cadáver los podría molestar es que se les cayese dentro de la cerveza, y aun así tocarían si les ofrecieran dinero de Muerto.

Balde caminó hacia donde Christine estaba acostada.

—¿Cómo se encuentra?

—Sigue balbuceando un poquito… —empezó a decir Agnes

—.¿Una taza de té? ¿Té? ¿Alguien quiere té? No hay nada mejor que una taza de té, bueno, miento, pero veo que el sofá está ocupado, solamente es una bromita, que nadie se ofenda ¿alguien quiere una taza de té?

Agnes miró a su alrededor, horrorizada.

—Bueno, a mí me vendría bien una tacita —dijo Balde, con falsa jovialidad.

—¿Y usted, señorita? —Tata le guiñó un ojo a Agnes.

—Esto… no, gracias… ¿trabaja usted aquí? —preguntó Agnes. —Solamente estoy ayudando a la señora Punge, que no se encuentra muy bien —respondió Tata, guiñándole otra vez el ojo—. Soy la señora Ogg. Ustedes sigan con lo suyo.

Aquello pareció satisfacer a Balde, aunque solamente fuera porque los distribuidores aleatorios de té constituían la más pequeña de las amenazas en aquel momento.

—Esta noche todo se parece más al Grand Guignol que a la ópera —dijo Tata. Le dio un codazo a Balde—. Significa «sangre por todo el escenario» en extranjero —dijo con aire solícito.

—¿Ah, sí?

—Sí. Quiere decir Guignol Grande. —La música empezó a sonar a lo lejos.

—Es la obertura del Acto Dos —dijo Balde—. Bueno, si Christine todavía no se encuentra bien, entonces… —Miró desesperadamente a Agnes. Bueno, en un momento así la gente lo entendería.

A Agnes se le hinchó más el pecho de orgullo.

—¿Sí, señor Balde?

—Tal vez podamos encontrarte algo blanco…

Con los ojos todavía cerrados, Christine se llevó la muñeca a la frente y gimió.

—Oh, cielos, ¿qué ha pasado? —Balde se arrodilló al instante.

—¿Te encuentras bien? ¡Has tenido un shock bastante fuerte! ¿Crees que puedes continuar por el bien del arte y de que la gente no pida que le devuelvan el dinero?

Ella esbozó una sonrisa valiente. Innecesariamente valiente, le pareció a Agnes.

—¡No puedo decepcionar a mi querido público! —dijo.

– ¡Magnífico!…-dijo Balde—. Yo de vosotras me iría corriendo, entonces. Perdita te ayudará… ¿verdad, Perdita?

—Sí. Claro.

—Y estarás en el coro para el dueto —dijo Balde—. Cerca de ella en el coro.

Agnes suspiró.

—Sí, ya lo sé. Vamos, Christine.

—Querida Perdita… —dijo Christine.

Tata las vio marcharse. Luego dijo:

—Me llevo su taza si ha terminado con ella.

—Ah, sí. Sí, estaba muy bueno —dijo Balde.

—Esto… he tenido un pequeño accidente en los palcos —dijo Tata.

Balde se llevó una mano al pecho.

—¿Cuántos muertos ha habido?

—Oh, nadie ha muerto, nadie ha muerto. Se han mojado un poco porque he derramado una pizca de champán.

Balde soltó un suspiro de alivio.

—Oh, yo no me preocuparía por eso —dijo.

—Cuando digo derramado… O sea, continuó ocurriendo…

El hizo un gesto con la mano quitándole importancia.

—No cuesta nada quitarlo de la moqueta —dijo.

—¿Mancha los techos?

—¿Señora…?

—Ogg.

—Por favor, márchese.

Tata asintió, recogió las tazas y salió tranquilamente del despacho. Si nadie interrogaba a una anciana con una bandeja de te, ciertamente tampoco se iban a preocupar por una que empujara el carrito de la colada. La colada es una insignia de miembro en cualquier lugar.

Por lo que respectaba a Tata Ogg, la colada era también algo que ocurría a otra gente, pero pensó que podía ser buena idea no salirse del personaje. Encontró una hornacina en la pared con una bomba de agua y un fregadero, se remangó y se puso manos a la obra.

* * *

Alguien le dio un golpecito en el hombro.

—No tendría que hacer eso, ¿sabe? —Dijo una voz—. Trae muy mala suerte.

Tata giró la cabeza y vio a un tramoyista.

—¿El qué? ¿Lavar la ropa trae siete años de mala suerte? —dijo.

—Estaba usted silbando.

—¿Y qué? Siempre silbo cuando pienso.

—Quiero decir que no tendría que silbar sobre el escenario.

—¿Da mala suerte?

—Supongo que se puede decir así. Cuando estamos cambiando los decorados usamos códigos de silbidos. Supongo que podría traer mala suerte que le cayera un saco de arena encima.

Tata levantó la vista. La mirada de él siguió la de ella. En aquel sitio preciso el techo estaba a unos sesenta centímetros.

—Simplemente es más seguro no silbar —balbuceó el chico.

—Lo recordaré —dijo Tata—. Nada de silbar. Interesante. Cada día se aprende algo nuevo, ¿verdad?

* * *

Subió el telón para el Segundo Acto. Tata estaba mirando desde los bastidores.

Lo interesante era la forma en que la gente se las ingeniaba para mantener siempre una mano por encima del cuello, por si había algún accidente. Parecía haber muchos más saludos y ademanes y gestos dramáticos de los que eran estrictamente necesarios en la ópera.

Presenció el dueto entre Mercromina y Mozzarella, posiblemente el primero de la historia de la ópera en que ambos cantantes estuvieron todo el tiempo mirando decididamente hacia arriba.

A Tata también le gustaba la música. Si la música era el alimento del amor, ella siempre estaba lista para una sonata con patatas fritas. Pero estaba claro que aquella noche las cosas habían perdido su chispa.

Negó con la cabeza.

Una figura se movió entre las sombras a su espalda y extendió un brazo. Ella se giró para encontrarse con un rostro aterrador.

—Ah, hola, Esme. ¿Cómo has entrado?

—Tú te has quedado con las entradas, así que he tenido que hablar con el hombre de la puerta. Pero dentro de un par de minutos estará como nuevo. ¿Qué ha estado pasando?

—Bueno… el Duque ha cantado una canción muy larga para decir que tenía que irse, y el Conde ha cantado una canción que decía lo bonita que era la primavera, y también ha caído un cadáver del techo.

—Eso pasa mucho en la ópera, ¿no?

—Yo creo que no.

—Ah. En el teatro, me he dado cuenta de que si miras a los cadáveres durante bastante tiempo, puedes ver que se mueven.

—Yo dudo que este vaya a moverse. Estrangulado. Alguien está asesinando a la gente de la ópera. He estado charlando con las chicas del ballet.

—¿De veras?

—Es ese Fantasma del que hablan todos.

—Hum. ¿Lleva uno de esos trajes negros para ir a la ópera y una máscara blanca?

—¿Cómo lo sabes?

Yaya puso una cara petulante.

—O sea, no me imagino quién querría asesinar a la gente de la ópera… —Tata pensó en la expresión de la cara de lady Timpani—. Salvo quizá otra gente de la ópera. Y tal vez los músicos— Y tal vez alguien del público.

—Yo no creo en fantasmas —dijo Yaya en tono firme.

—¡Oh, Esme! Pero ¡si sabes que tengo una docena en mi casa!

—Oh, sí creo en fantasmas -dijo Yaya—. En criaturas tristes que flotan por ahí haciendo uuuuuh uuuuuh uuuuuh… pero no creo que maten a gente ni que usen espadas. —Se alejó un poco—. Por aquí ya hay demasiados fantasmas.

Tata no dijo nada. Era mejor no decir nada cuando Yaya estaba escuchando sin usar los oídos.

—¿Gytha?

—¿Sí, Esme?

—¿Qué quiere decir «Bella Donna»?

—Es el nombre pijo del espinacardo, Esme.

—Ya me parecía. ¡Ja! ¡Menuda jeta!

—Solo que en la ópera quiere decir mujer hermosa.

—¿De verdad? Oh —Yaya se llevó una mano a la cabeza y se dio unos golpecitos en el moño duro como el hierro—. ¡Qué tontería!

Él se había movido como la música, como alguien que baila a un ritmo que tiene dentro de la cabeza. Y por un momento su cara bajo la luz de la luna se convirtió en el cráneo de un ángel…

* * *

El dueto recibió otra ovación del público de pie.

Agnes se volvió a esconder sutilmente en el coro. Durante el resto del acto no tenía mucho más que hacer que bailar junto con el resto del coro, o por lo menos moverse todo lo rítmicamente que pudiera, durante la Feria Gitana. Y escuchar al Duque cantar una canción acerca de lo precioso que estaba el campo en verano. Con un brazo extendido dramáticamente por encima de la cabeza.

Ella no quitaba ojo de los bastidores.

Si Tata Ogg estaba allí, eso quería decir que la otra también debía de rondar cerca. Ojalá nunca hubiera escrito aquellas cartas. Bueno… no iban a arrastrarla hasta casa, por mucho que lo intentaran…

* * *

El resto de la ópera transcurrió sin que nadie muriera, salvo allí donde la partitura requería que lo hicieran por algún tiempo. Hubo un pequeño tumulto cuando a un miembro del coro a punto estuvo de romperle la crisma un saco de arena que habían tirado sin querer de un andamio los tramoyistas colocados allí para prevenir accidentes.

Hubo más aplausos al final. La mayoría para Christine.

Luego cayó el telón, se abrió y volvió a caer unas cuantas veces mientras Christine hacía sus reverencias.

Agnes tuvo la impresión de que tal vez hacía una reverencia más de las que los aplausos del público realmente justificaban. Perdita, observando la escena con sus ojos, dijo: «Por supuesto que sí».

Y luego el telón cayó por última vez.

El público se fue a casa.

Desde los bastidores, y arriba en las bambalinas, los tramoyistas silbaban sus órdenes. Partes enteras del mundo desaparecían en la oscuridad aérea. Alguien se dedicó a ir apagando la mayoría de las luces. Ascendiendo como una tarta de cumpleaños, la lámpara de araña fue elevada hasta su tarima mediante el cabestrante para poder apagar las velas. Luego se oyeron los Pasos de los hombres que abandonaban el altillo…

Veinte minutos después de que sonara el último aplauso, el auditorio quedó vacío y a oscuras salvo por un puñado de luces.

Se oyó el claqueteo de un cubo.

Walter Plinge subió caminando al escenario, si es que se podía aplicar esta palabra a su modo de avance. Se movía como una marioneta con hilos elásticos, de manera que parecía que sus pies tocaban el suelo solo por casualidad.

Muy despacio, y de forma muy concienzuda, empezó a fregar el suelo.

Al cabo de unos minutos una sombra se desprendió del telón y se le acercó. Walter bajó la vista.

—Hola señor Gatito —dijo.

Greebo se frotó contra sus piernas. Los gatos tienen instinto para detectar a cualquiera que sea lo bastante bobo como para darles comida, y ciertamente Walter estaba bien cualificado.

—¿Voy a buscarte un poco de leche vale señor Gato?

Greebo ronroneó como una tormenta eléctrica.

Caminando a su extraña manera, avanzando solamente por término medio, Walter desapareció entre bastidores.

Había dos figuras sentadas en el Paraíso.

—Triste —dijo Tata.

—Tiene un buen trabajo en un sitio resguardado y su madre lo vigila —dijo Yaya—. Hay mucha gente que está peor.

—No le veo mucho futuro, sin embargo —dijo Tata—. Si lo piensas un poco.

—Tenían un par de patatas frías y medio arenque para cenar —dijo Yaya—. Y apenas tenían muebles.

—Qué pena.

—Aunque ahora es un poco más rica, eso sí —admitió Yaya—. Sobre todo si vende todos esos cuchillos y botas —añadió para sí misma.

—Es un mundo cruel para las ancianas —dijo Tata, matriarca de un gigantesco clan familiar y tirana indiscutible de la mitad de las Montañas del Carnero.

—Sobre todo para una que vive tan aterrada como la señora Plinge —dijo Yaya.

—Bueno, yo también tendría miedo si fuera vieja y tuviera que cuidar de Walter.

—No hablo de eso, Gytha. Yo sé mucho de miedo.

—Es verdad —dijo Tata—. La mayoría de gente que conoces se muere de miedo.

—La señora Plinge vive en el miedo —dijo Yaya, aparentando no haber oído aquello—. Le deja la mente embotada. El terror apenas la deja pensar. Noté que salía de ella como si fuera niebla.

—¿Por qué? ¿Por el Fantasma?

—Todavía no lo sé. Por lo menos no del todo. Pero lo descubriré.

Tata rebuscó en los recovecos de su ropa.

—¿Te apetece una copa? —preguntó. Se oyó un tintineo apagado procedente de alguna parte de sus enaguas—. Tengo champán, coñac y oporto. También algunas cosas para picar y galletas.

—Gytha Ogg, creo que eres una ladrona —dijo Yaya.

—¡No lo soy! —dijo Tata, y añadió, con ese dominio de la moralidad avanzada que le sale natural a una bruja—: Solamente porque de vez en cuando técnicamente robo algo no quiere decir que sea una ladrona. No pienso como una ladrona.

—Volvamos a casa de la señora Palma.

Autore(a)s: