Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—¡Exacto! Un par de dólares es una falta de respeto. ¡O cinco dólares o nada!

Tata Ogg asintió para sí misma, se alejó y acabó encontrando un trozo de tela lo bastante grande como para cubrir al difunto doctor Undershaft.

A Tata le gustaba bastante el mundo del teatro. Tenía su propia clase de magia. Era por eso que a Esme no le gustaba, creía ella. Era la magia de las ilusiones y de los engaños y de la tomadura de pelo, y aquello ya le estaba bien a Tata Ogg, porque no se podía haber estado casada tres veces sin alguna tomadura de pelo que otra. Pero se acercaba lo bastante a la propia magia de Yaya como para que Yaya se incomodara. Y eso significaba que no podía dejarlo en paz. Era como rascarse un picor.

La gente no se fijaba en las ancianitas que daban la impresión de estar donde debían, y Tata Ogg podía dar esa impresión más deprisa que un pollo muerto en una granja de gusanos.

Además, Tata tenía un pequeño talento adicional, que consistía en una mente como una sierra radial detrás de una cara como una manzana arrugada. Alguien estaba llorando.

Había una extraña figura de rodillas junto al difunto director del coro. Parecía una marioneta a la que hubieran cortado los hilos.

—¿Me puede echar una mano con esta tela, señor? —dijo Tata en voz baja.

La cara levantó la vista. Dos ojos vidriosos inundados de lágrimas miraron a Tata parpadeando:

—¡No se va a despertar más!

Tata cambió de marchas mentalmente.

—Es verdad, cariño —dijo—. Tú eres Walter, ¿verdad?

—¡Siempre se portaba muy bien conmigo y con mi mamá! ¡Nunca me dio ninguna patada!

A Tata le pareció obvio que allí no iba a obtener ninguna ayuda. Se puso de rodillas y empezó a hacer lo que pudo con el difunto.

—¡Señorita dicen que ha sido el Fantasma señorita! ¡No ha sido el Fantasma señorita! ¡Él nunca haría nada parecido! ¡Siempre se portó bien conmigo y con mi mamá!

Tata volvió a cambiar de marchas. Con Walter Plinge había que aminorar un poco.

—¡Mi mamá sabría lo que hay que hacer!

—Sí, bueno… Se ha ido temprano a casa, Walter.

La cara amarillenta de Walter empezó a retorcerse en una expresión de horror terminal.

—¡No puede irse a casa sin que Walter la proteja! —gritó.

—Apuesto a que ella siempre dice eso —dijo Tata—. Apuesto a que siempre se asegura de que su Walter esté con ella cuando se va a casa. Pero sospecho que ahora mismo quiere que su Walter continúe con su trabajo para poder estar orgullosa de él. La función prácticamente acaba de empezar.

—¡Es peligroso para mi mamá!

Tata le dio unas palmaditas en la mano y luego se limpió distraídamente la suya en el vestido.

—Buen chico —dijo—. Ahora me tengo que ir.

—¡El Fantasma no le haría daño a nadie!

—Sí, Walter, es que me tengo que ir pero encontraré a alguien que te ayude y entonces tienes que poner al pobre doctor Undershaft en un sitio seguro hasta que la función termine. ¿Me entiendes? Y yo soy la señora Ogg.

Walter se la quedó mirando boquiabierto y luego asintió bruscamente.

—Buen chico.

Tata lo dejó todavía mirando el cadáver y se adentró en la parte de atrás del escenario.

Un joven que pasaba a toda prisa descubrió que de pronto había adquirido una Ogg.

—Disculpa, joven —dijo Tata, todavía cogida a su brazo—. ¿Conoces a alguien por aquí que se llama Agnes? ¿Agnes Nitt?

—Me temo que no, señora. ¿A qué se dedica? —Intentó acelerar tan educadamente como le era posible, pero la presa de Tata era de acero.

—Canta un poco. Es una chica grande. Tiene bisagras dobles en la voz. Viste de negro.

—¿No se refiere a Perdita?

—¿Perdita? Ah, sí. A esa me refiero.

—Creo que está cuidando de Christine. Están las dos en el despacho del señor Salzella.

—Y Christine debe de ser la chica delgada que va de blanco, ¿no?

—Sí, señora.

—Y supongo que ahora me vas a enseñar dónde está el despacho de ese tal Salzella, ¿verdad?

—Esto, ¿yo voy…? Ejem, sí. Siga el escenario hacia allí, es la primera puerta a la derecha.

—Qué buen chico, cómo ayuda a una ancianita —dijo Tata. Su presa se incrementó hasta unos pocos gramos antes de cortarle la circulación—. ¿Y no sería buena idea que ayudaras al joven Walter que está ahí a hacer algo respetuoso por el pobre hombre muerto?

—¿Que está dónde?

Tata se dio la vuelta. El difunto doctor Undershaft no se había ido a ninguna parte, pero Walter había desaparecido.

—El pobre chaval estaba un poco trastornado, y no me extraña —dijo Tata—. Era de esperar. Así pues… ¿por qué no buscas a otro joven fornido para que te ayude a ti?

—Esto… si.

—Sé buen chico —repitió Tata.

* * *

Faltaba poco para la hora de cenar. Yaya y la señora Plinge se abrieron paso entre la multitud hasta las Sombras, una parte de la ciudad abarrotada como un nido de grajos, fragante como una fosa séptica y viceversa.

—Así pues —dijo Yaya, mientras entraban en la red de fétidos callejones—. Walter siempre la acompaña a casa, ¿verdad?

—Es un buen chico, señora Ceravieja —dijo la señora Plinge, a la defensiva.

—Estoy segura de que está usted agradecida de tener a un chico fuerte en el que apoyarse —dijo Yaya.

La señora Plinge levantó la vista. Mirar a los ojos de Yaya era como mirar un espejo. Lo que veías allí devolviéndote la mirada eras tú mismo, y no había donde esconderse.

—Lo atormentan todo el tiempo —murmuró—. Lo pinchan y le esconden la escoba. No es que por aquí sean malos chicos, pero lo atormentan.

—Él se lleva la escoba a casa, ¿verdad?

—Cuida de sus cosas —dijo la señora Plinge—. Siempre lo he criado para que se cuide de sus cosas y no moleste a nadie. Pero ellos siempre están pinchándolo al pobrecillo e insultándolo de una manera…

El callejón daba a un patio, que parecía un pozo entre los dos edificios. Las cuerdas de tender surcaban en todas direcciones el rectángulo de cielo iluminado por la luna.

—Aquí vivo yo —dijo la señora Plinge—. Muy agradecida.

—¿Cómo llega Walter a casa sin usted? —dijo Yaya.

—Oh, hay muchos sitios para dormir en la Ópera. Él ya sabe que si no voy a buscarle tiene que quedarse allí a pasar la noche. Hace lo que se le dice, señora Ceravieja. Nunca causa ningún problema.

—Nunca he dicho que los causara.

La señora Plinge se hurgó en el bolso, en parte para buscar la llave y en parte para escapar de la mirada de Yaya.

—Supongo que su Walter ve la mayoría de cosas que pasan en la ópera —dijo Yaya, cogiendo una de las muñecas de la señora Plinge con su mano—. Me pregunto qué es lo que su Walter… vio.

El corazón saltó al mismo tiempo que los ladrones. Se oyó un chirrido de metal. Una voz grave dijo:

—Vosotras sois dos y nosotros seis. No sirve de nada gritar.

—Ay, ay, pobrecilla de mí —dijo Yaya.

La señora Plinge se dejó caer sobre sus rodillas.

—¡Oh, por favor, no nos hagan daño, amables señores, somos ancianitas indefensas! ¿Es que no tienen madres?

Yaya puso los ojos en blanco. Demonios, demonios y maldición. Era una buena bruja. Aquel era su papel en la vida. Era la carga que le tocaba llevar. El Bien y el Mal eran bastante superfluos cuando uno había crecido con un sentido altamente desarrollado de lo Correcto y lo que no. Confiaba, oh, confiaba en que a pesar de ser tan jóvenes, aquellos hombres fueran criminales hechos y derechos…

—Yo tuve una madre una vez —dijo el ladrón más cercano—. Pero creo que me la debí comer…

Ah. Matrícula de honor. Yaya se llevó las dos manos al sombrero para sacar dos largos alfileres…

Una teja se desprendió de un tejado y cayó en un charco.

Todos levantaron la vista.

Durante un instante pudieron ver a una figura con capa que se recortaba contra la luz de la luna. La figura desenvainó una espada y la sostuvo con el brazo extendido. Después se lanzo al vacío y aterrizó delante de un hombre estupefacto. La espada ondeó en el aire.

El primer ladrón se giró y acometió a la figura sombría que tenía delante, que resultó ser otro ladrón, cuyo brazo salió disparado hacia arriba y recorrió con su cuchillo el tórax del ladrón que tenía al lado.

La figura enmascarada bailaba en medio de la banda, con su espada casi dejando una estela en el aire. A Yaya se le ocurrió más tarde que la espada nunca llegó a hacer contacto con nada, pero es que tampoco le hizo falta… cuando hay seis personas contra uno en una reyerta cuerpo a cuerpo en plena oscuridad, y sobre todo cuando esos seis no están acostumbrados a un enemigo más difícil de acertar que una avispa, y más todavía cuando todos han aprendido la lucha con navaja de otros aficionados, entonces hay seis posibilidades de entre siete de que acaben apuñalando a un compinche y una posibilidad aproximadamente de entre doce de que se corten su propia oreja.

Los dos que quedaban ilesos después de diez segundos se miraron entre ellos, dieron media vuelta y corrieron.

Y así terminó la cosa.

La figura vertical superviviente hizo una profunda reverencia delante de Yaya Ceravieja.

—Ah. ¡Bella Donna!

Hubo un revuelo de capa negra y seda roja y la figura desapareció también. Durante un momento se oyeron unos pasos suaves rozando los adoquines.

La mano de Yaya todavía estaba a medio camino de su sombrero.

—¡Hay que ver! —dijo.

Bajó la vista. Había varios cuerpos gimiendo o haciendo ruidos gorgoteantes por lo bajo.

—Ay, ay, qué cosas —dijo. Luego recobró la compostura. —Me temo que vamos a necesitar un poco de agua caliente Y algunas vendas y una aguja bien afilada para dar puntos, señora Plinge —dijo—. No podemos dejar que estos pobres hombres mueran desangrados, ¿verdad que no? Aunque hayan intentado atracar a unas ancianitas…

La señora Plinge parecía horrorizada.

—Tenemos que ser caritativas, señora Plinge —insistió Yaya.

—Voy a avivar el fuego y a hacer jirones con una sábana —dijo la señora Plinge—. No sé si podré encontrar una aguja

—Oh, yo creo que tengo una aguja —dijo Yaya, sacándose una del ala del sombrero.

Se arrodilló junto a un ladrón caído. —Está algo oxidada y no muy afilada —añadió—. Pero tendremos que hacer lo que podamos.

La aguja brilló bajo la luz de la luna. Los ojos redondos y asustados del ladrón miraron primero la aguja y luego la cara de Yaya. El hombre soltó un gemido. Sus omóplatos intentaron cavar un túnel de huida en los adoquines.

Tal vez fuera lo mejor para todos que nadie más pudiera ver la cara de Yaya en las sombras.

—Hagamos un poco el bien —dijo.

* * *

Salzella se echó las manos a la cabeza.

—¡Imagínese que hubiera caído en mitad del acto!

—Muy bien, muy bien -dijo Balde, que estaba sentado detrás de su mesa igual que un hombre podría esconderse detrás de un bunker—. Estoy de acuerdo. Después del espectáculo llamamos a la Guardia. Está decidido. Solamente tendremos que pedirles que sean discretos.

—¿Discretos? ¿Ha conocido alguna vez a algún miembro de la Guardia? —preguntó Salzella.

—Tampoco van a encontrar nada. Para entonces él ya se habrá alejado por los tejados, puede contar con eso. Sea quien sea. Pobre doctor Undershaft. Siempre fue un manojo de nervios.

—Esta noche era un manojo de cuerdas —dijo Salzella

—¡Eso ha sido de mal gusto!

Salzella se inclinó sobre la mesa.

—Sea o no de mal gusto, la compañía está formada por gente del mundo del teatro. Gente supersticiosa. Basta una cosita de nada como que alguien sea asesinado en el escenario y todos se derrumban.

—No lo asesinaron en el escenario, lo asesinaron fuera del escenario. ¡Y no podemos estar seguros de que fuera un asesinato! Últimamente estaba muy… deprimido.

Agnes se había sentido horrorizada, pero no había sido por la muerte del doctor Undershaft. Lo que la había impresionado era su propia reacción. Ver al muerto había resultado alarmante y desagradable, pero lo peor de todo había sido verse a sí misma interesada de verdad en lo que sucedía: la forma en que la gente reaccionaba, la forma en que se movían, las cosas que decían. Era como si estuviese fuera de sí misma, observándolo todo.

Christine, por otro lado, había caído redonda. Igual que lady Timpani. Mucha más gente había corrido a atender a Christine que a la prima donna, a pesar de que lady Timpani se había despertado y se había vuelto a desmayar teatralmente diversas veces y al final se había visto obligada a recurrir a la histeria. A nadie se le había ocurrido ni por un minuto que Agnes no fuera capaz de mantener la calma.

A Christine la habían llevado al despacho de Salzella en los bastidores y la habían puesto en un sofá. Agnes había ido a buscar un cuenco de agua y un paño y ahora le estaba mojando la frente, puesto que hay gente destinada a que la lleven a sofás bien cómodos y otra gente cuyo único sino es irles a buscar un cuenco de agua fría.

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