Se detuvo. Por lo menos, la mayor parte de Agnes se detuvo. Había un buen montón de Agnes. Las regiones más periféricas tardaron un poco en quedar en reposo.
Bueno, ya estaba. Por fin. Podía entrar o podía marcharse. Era lo que se llamaba una elección vital. Nunca antes había tenido una de esas.
Por fin, después de permanecer quieta durante el tiempo suficiente como para que una paloma considerara las posibilidades posatorias de su enorme y más bien triste sombrero blanco y negro, subió la escalera.
Había un hombre que en teoría la estaba barriendo. Lo que hacía en realidad era mover la suciedad de un lado a otro con una escoba, a fin de proporcionarle un cambio de aires y la posibilidad de hacer amigos nuevos. Iba vestido con un abrigo largo que le venía un poco pequeño y tenía una boina negra colocada de forma incongruente sobre el pelo negro de punta.
—Perdone —dijo Agnes.
El efecto fue eléctrico. El hombre se dio la vuelta, se enredó un pie con el otro y cayó de culo encima de su escoba.
Agnes se llevó la mano a la boca y luego extendió un brazo para ayudarlo.
—¡Oh, lo siento mucho!
La mano tenía ese tacto pegajoso que hacía a quien la cogiera añorar el jabón. Él la apartó apresuradamente, se quitó el pelo grasiento de delante de los ojos y le dedicó una sonrisa aterrada. Tenía lo que Tata Ogg llamaba una cara poco hecha, con lo rasgos gomosos y pálidos.
—¡No hay problema señorita!
—¿Se encuentra bien?
Se levantó a trompicones, consiguió que se le enredara de alguna forma la escoba entre las piernas y volvió a caer de culo.
—Esto… ¿quiere que le aguante la escoba? —dijo Agnes en tono solícito.
Ella sacó la escoba del enredo. El se levantó otra vez, después de un par de arranques en falso.
—¿Trabaja usted para la Ópera?
—¡Sí señorita!
—Esto, ¿puede decirme dónde tengo que ir para presentarme a las pruebas? —dijo Agnes
Él miró a su alrededor, aturullado.
—¡A la entrada para actores! —dijo—. ¡Yo la llevo! —Las palabras le salieron atropelladamente, como si tuviera que ponerlas en fila y dispararlas todas a la vez antes de que tuvieran tiempo de dispersarse.
El hombre le arrebató la escoba de las manos y echó a andar escaleras abajo y en dirección a la esquina del edificio. Tenía unos andares únicos: parecía que su cuerpo estuviera siendo arrastrado hacia delante y que sus piernas tuvieran que debatirse por debajo y aterrizar donde pudieran encontrar sitio. No parecía tanto una forma de andar como un desplome postergado indefinidamente.
Sus pasos erráticos lo llevaron a una puerta situada en la Pared lateral. Agnes los siguió hasta el interior.
Nada más entrar había una especie de caseta, con una pared abierta y un mostrador colocado de tal forma que quien estuviera detrás pudiera vigilar la puerta. La persona que estaba detrás del mostrador debía de ser un ser humano, porque las morsas no llevan chaqueta. El hombre extraño ya había desaparecido en algún lugar de la oscuridad que se extendía más allá.
Agnes miró a su alrededor, desesperada.
—¿Si, señorita? —dijo el hombre morsa. Realmente se trataba de un bigote impresionante, que había minado todo crecimiento del resto de su propietario.
—Esto… He venido para las… las pruebas —dijo Agnes—. He visto un letrero que decía que estaban haciendo pruebas…
Ella esbozó una sonrisita impotente. La cara del portero proclamaba que había visto y quedado impasible ante más sonrisas desesperadas que cenas calientes pudiera haber comido incluso Agnes. Sacó una tablilla sujetapapeles y un trozo de lápiz.
—Tiene que firmar aquí —dijo.
—¿Quién era esa… persona que ha entrado conmigo?
El bigote se movió sugiriendo que había una sonrisa enterrada en alguna parte por debajo.
—Todo el mundo conoce a nuestro Walter Plinge.
Aquella parecía ser toda la información que se le iba a impartir.
Agnes agarró el lápiz.
La pregunta más importante era: ¿qué nombre se iba a poner? Su nombre estaba lleno de cualidades invalorables, sin duda, pero no es que se dejara decir. Rebotaba en el paladar y chocaba con los dientes, pero no se dejaba decir.
El problema era que no se le ocurría ninguno con buena permisividad oral.
Catherine, tal vez.
O… Perdita. Podía volver a intentarlo con Perdita. Había dejado de usar aquel nombre en Lancre por vergüenza. Era un nombre misterioso, que sugería oscuridad e intriga y, casualmente, alguien que estuviese bastante delgado. Incluso se había dado a sí misma la inicial de un segundo nombre —X— que significaba «alguien que tiene un segundo nombre con una inicial chula y emocionante».
No había funcionado. La gente de Lancre era deprimentemente reacia a las cosas chulas. Al final la habían acabado llamando «la Agnes esa que se hace llamar Perditax».
Nunca se había atrevido a decirle a nadie que le gustaría q su nombre completo fuera Perdita X Sueño. Simplemente no iban a entender. Dirían cosas del tipo: si crees que ese es el nombre adecuado para ti, ¿cómo es que todavía tienes dos estantes llenos de muñecos de peluche?
Pues bueno, aquí podía empezar de nuevo. Ella tenía talento. Sabía que lo tenía.
Probablemente no había esperanzas para lo de Sueño, sin embargo.
Probablemente tenía atascado el Nitt.
* * *
Tata Ogg solía acostarse temprano. Al fin y al cabo era una señora mayor. A veces ya estaba en la cama a las seis de la mañana.
Su aliento se elevaba por el aire mientras ella caminaba por el bosque. Sus botas hacían crujir las hojas. El viento había remitido y había dejado el cielo despejado y claro y abierto para la primera escarcha de la temporada, una azotaina que pellizcaba los pétalos y hacía palidecer los frutos y dejaba claro por qué a la Naturaleza la llamaban madre…
Una tercera bruja.
Tres brujas podían… repartir la carga.
Doncella, madre y… arpía. Ya estaba dicho.
El problema era que Yaya Ceravieja combinaba las tres en una sola bruja. Era doncella, por lo que Tata sabía, y como mínimo estaba en el intervalo correcto de edad para ser una arpía. Y en cuanto a lo tercero, bueno… tú cabrea a Yaya Ceravieja en día malo y acabarás como una florecilla en medio de la escarcha.
Tenía que haber una candidata para el puesto vacante, sin embargo. En Lancre había varias jovencitas que tenían la edad perfecta.
El problema era que los hombres jóvenes de Lancre también lo sabían. Tata deambulaba a menudo por los campos de heno en verano y tenía una mirada afilada aunque compasiva y un oído condenadamente bueno que alcanzaba el horizonte. Violeta Frottige estaba paseando con el joven Ladinismo Carretero o por lo menos haciendo algo que estaba como mucho a noventa grados de pasear. Bonnie Quarney había estado recogiendo nueces en mayo con William Simple, y solamente gracias a que había sido previsora y había aceptado un pequeño consejo de Tata no terminaría recogiendo los frutos en febrero. Y muy pronto la madre de la joven Mildred Calderero iba a hablar discretamente con el padre de Mildred Calderero, que iba a hablar con su amigo Techador, que iba a hablar con su hijo Hob, y después se celebraría una boda, todo ello llevado a cabo de forma correcta y civilizada salvo tal vez por un par de ojos morados[1]. No cabe ninguna duda, pensó Tata sonriente y con los ojos empañados: la inocencia, en el tórrido verano de Lancre, era ese estado en que se pierde la inocencia.
Y luego un nombre salió de entre la multitud. Ah, sí. Ella. ¿Por qué no había caído antes en ella? Pero claro, nadie lo hacía. Cuando se trataba de enumerar las jovencitas de Lancre, siempre se la pasaba por alto. Y luego uno decía: «Ah, sí, y ella también, claro. Claro, tiene una personalidad maravillosa. Y el pelo bonito, claro».
Era lista y tenía talento. En muchos sentidos. Su voz, por ejemplo. Ahí se notaba su poder, buscando una forma de salir. Y por supuesto también tenía una personalidad maravillosa, así que no había muchas posibilidades de que alguien la hubiera…
Descalificado…
Bueno, pues estaba decidido. Otra bruja de la que abusar y a la que impresionar le vendría de maravilla a Yaya, y Agnes acabaría por darle las gracias en algún momento.
Tata Ogg estaba aliviada. Hacía falta un mínimo de tres brujas para un aquelarre. Dos brujas eran solamente una discusión.
Abrió la puerta de su cabaña y subió la escalera que llevaba a la cama.
Su gato Greebo estaba desparramado sobre el edredón como un montón de pelo gris. Ni siquiera se despertó cuando Tata lo levantó en vilo de forma que, vestida con su camisón, pudiera deslizarse debajo de las sábanas.
Solamente para mantener a raya a las pesadillas, dio un trago a una botella que olía a manzanas y a una feliz muerte cerebral. Luego aporreó su almohada, pensó: «ella… sí», y se dejó vencer por el sueño.
Al cabo de un momento Greebo se despertó, se desperezo, bostezó y saltó en silencio al suelo. Luego el montón de pelo más astuto y feroz que jamás tuviera la inteligencia necesaria para sentarse en un comedero para pájaros con la boca abierta y una tostada en equilibrio sobre el hocico desapareció por la ventana abierta.
Pocos minutos después, el gallo del jardín de la casa de al lado levantó la cabeza para saludar al luminoso nuevo día y murió al instante en mitad del quiquiriquí.
* * *
Agnes tenía delante una oscuridad enorme y al mismo tiempo se encontraba medio cegada por la luz. Justo por debajo del borde del escenario, unas velas gigantes y planas flotaban en un largo abrevadero lleno de agua y producían un resplandor fuerte y amarillo que no se parecía en nada a las lámparas de aceite de casa. Más allá de la luz, el auditorio esperaba como la boca de un animal muy grande y extremadamente hambriento.
En alguna parte, en el extremo opuesto de las luces, una voz dijo:
—Cuando usted quiera señorita. —No era una voz particularmente hostil. Simplemente quería que empezara de una vez, cantara su canción y se marchara.
—Esto, ejem, tengo esta canción, es un…
—¿Le ha dado su música a la señorita Orgullosia?
—Esto, en realidad no tiene acompañamiento, es…
—Ah, es una canción folk, ¿no?
Hubo un susurro en la oscuridad y alguien se rió por lo bajo.
—Adelante pues… Perdita, ¿verdad?
Agnes se lanzó a interpretar la Canción del Puercoespín y para cuando llevaba siete palabras ya se había dado cuenta de que era una elección desafortunada. Hacía falta una taberna donde hubiera gente soez y golpeando la mesa con sus jarras Aquel vacío grande y brillante se limitó a absorberlo todo e hizo que la voz le saliera vacilante y chillona.
Se detuvo al final de la tercera estrofa. Notaba que le estaba surgiendo un rubor en alguna parte a la altura de las rodillas. Tardaría un poco en llegarle a la cara, porque tenía mucha piel por cubrir, pero para entonces ya sería de un color rosa fresón.
Luego oyó susurros. De los siseos emergieron palabras como «timbre» y después no le sorprendió oír «complexión impresionante». Ella ya sabía que tenía una complexión impresionante. También la tenía el edificio de la Ópera. Aquello no tenía por qué gustarle necesariamente.
La voz subió el volumen.
—No ha recibido usted mucha formación, ¿verdad, querida?
—No. —Y era cierto. La única otra cantante de renombre en Lancre era Tata Ogg, cuya actitud hacia las canciones era puramente balística. Consistía en apuntar la voz hacia el final de la estrofa y atacar.
Susurro, susurro.
—Cántenos unas escalas, querida.
El rubor ya le iba por el pecho, cabalgando por los acres de terreno…
—¿Escalas?
Susurro. Risa contenida.
—¿Do-re-mi? ¿Sabe, querida? ¿Empezando por abajo? ¿La— la-la?
—Ah. Sí.
Mientras los ejércitos de la vergüenza tomaban por asalto la línea de su cuello, Agnes ajustó su voz lo más grave que pudo y se concentró en las notas, abriéndose camino imperturbable desde el nivel del mar hasta la cima de la montaña, y no se dio por enterada cuando al principio una silla cruzó vibrando el escenario o cuando al final se oyó un cristal romperse en alguna parte y del techo cayeron varios murciélagos.
Hubo un silencio en el gran vacío, salvo por el golpe sordo de otro murciélago y, muy por encima, un suave tintineo de cristales.
—¿Ese es todo su alcance, joven?
La gente se estaba apiñando en los bastidores y la miraba fijamente.
—No.
—¿No?
—Si subo más la gente se desmaya —dijo Agnes—. Y si bajo más todo el mundo dice que les hace sentirse incómodos.