Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Un tragasables le dio un codazo a Agnes.

—¿Qué?

—Se levanta el telón dentro de un minuto, cariño —dijo, echándose mostaza en la espada.

—¿Le ha pasado algo al doctor Undershaft?

—No tengo ni idea, cariño. No tendrás un poco de sal, ¿verdad?

* * *

—Disculpe. Disculpe. Perdón. ¿Le he pisado? Disculpe.

Dejando un rastro de clientes enfadados y doloridos detrás de sí, las brujas fueron pisando fuerte hasta sus asientos.

Yaya se puso cómoda a codazos y luego, dado que en algunos sentidos tenía el mismo umbral de aburrimiento que un criatura de cuatro años, dijo:

—¿Qué pasa ahora?

El escaso conocimiento que tenía Tata de la ópera no acudió en su ayuda. Así que se volvió hacia la señora que tenía al lado.

—Perdone, ¿me puede prestar su programa? Gracias. Perdone ¿me puede prestar sus gafas? Muy amable.

Dedicó unos momentos a examinar el programa con cuidado.

—Ahora va la obertura —dijo—. Es una especie de muestra gratuita de lo que va a pasar. También viene un sumario de la historia. La Triviata.

Se puso a leer moviendo los labios. De vez en cuando se le arrugaba el ceño.

—Bueno, en realidad es bastante simple —dijo por fin—. Hay mucha gente enamorada de otra gente, mucha gente que se disfraza de quien no es y mucha confusión general, hay un sirviente con mucho morro, nadie sabe realmente quién es nadie, un par de viejos duques se vuelven locos, hay un coro de gitanos y etcétera. Una ópera típica. Probablemente alguien va a resultar ser el hijo desaparecido mucho tiempo atrás de alguien, o su hija o su esposa.

—¡Chisss! —dijo una voz detrás de ellas.

—Ojalá hubiéramos traído algo para comer —murmuró Yaya.

—Creo que tengo alguna pastilla de menta en la pernera de las bragas.

—¡Chisss!

—Quiero que me devuelva mis gafas, por favor.

—Aquí tiene, señora. No van muy bien, ¿eh?

Alguien le dio un golpecito a Tata Ogg en el hombro.

—¡Señora, su estola de piel se está comiendo mis bombones!

Y alguien le dio un golpecito en el hombro a Yaya Ceravieja.

—Señora, ¿puede quitarse el sombrero, por favor?

Tata Ogg se atragantó con su pastilla de menta.

Yaya Ceravieja se giró hacia el caballero de cara sulfurada que tenía detrás.

—Sabe lo que es una mujer con un sombrero puntiagudo, ¿no? —dijo.

—Sí, señora. Una mujer con un sombrero puntiagudo es lo que no me deja ver.

Yaya le lanzó una mirada. Y luego, para sorpresa de Tata, se quitó el sombrero.

—Le ruego me perdone —dijo—. Me doy cuenta de que he sido maleducada sin querer. Le pido excusas.

Se giró en dirección al escenario.

Tata Ogg recuperó el aliento.

—¿Te encuentras bien, Esme?

—Mejor que nunca.

Yaya Ceravieja escrutó el auditorio, sin hacer caso de todo lo que se oía a su alrededor.

– Le aseguro, señora, que su piel se está comiendo mis bombones. ¡Ha empezado con la segunda capa!

– Oh, vaya. Enséñele el plano que hay dentro de la tapa, ¿quiere? Solamente busca las trufas, y no tiene que costar mucho secar la baba de los demás.

– ¿Le importaría guardar silencio?

– A mí no me importa, es este hombre con sus bombones el que no para de hacer ruido…

Una sala muy grande, pensó Yaya. Una sala gigantesca y sin ventanas.

Notó un cosquilleo en los pulgares.

Se quedó mirando la lámpara de araña. La soga desaparecía en un receso del techo.

Recorrió con la mirada las hileras de palcos. Estaban todos bastante llenos. En uno, sin embargo, las cortinas estaban casi cerradas, como si hubiera alguien dentro que quisiera ver sin ser visto.

Luego Yaya miró al patio de butacas. El público era mayoritariamente humano. De vez en cuando se veía la figura descomunal de un troll, aunque el equivalente troll de las óperas solía extenderse durante un par de años. Se veían los destellos de unos cuantos cascos de enanos, aunque normalmente a los enanos no les interesaba nada donde no hubiera enanos. Parecía haber un montón de plumas allí abajo, y de vez en cuando un resplandor de joyas. Aquella temporada se veían muchos hombros desnudos. Se notaba que había mucha atención puesta en las apariencias. La gente iba allí para mirar, no para ver.

Cerró los ojos.

Aquí era donde se empezaba a ser una bruja. No era cuando practicaba la cabezología sobre ancianos bobos, ni cuando se mezclaban medicinas, ni cuando se daba la cara por una misma, ni cuando se distinguía una hierba de otra.

Era cuando se abría la mente al mundo y se examinaba con atención todo lo que captaba.

Hizo caso omiso de sus oídos hasta que los ruidos del público se redujeron a un zumbido lejano.

O por lo menos, un zumbido lejano interrumpido por la voz de Tata Ogg.

—Aquí dice que lady Timpani, que canta el papel de Crucigramella, es una prima de Donna —dijo Tata—. Lo que no explica es quién es esa Donna. Seguro que alguna mandamás de la ópera. No me extraña que la hayan contratado, si es prima suya. Así cualquiera.

Yaya asintió sin abrir los ojos.

Y los mantuvo cerrados mientras empezaba la ópera. Tata, que sabía cuándo tenía que dejar en paz a su amiga, intentó guardar silencio. Pero se sentía impelida a hacer algún comentario de paso.

Entonces dijo:

—¡Ahí está Agnes! ¡Eh, esa es Agnes!

—Deja de saludarla y siéntate —murmuró Yaya, intentando aferrarse a su sueño en la vigilia.

Tata se inclinó por encima de la barandilla.

—Va vestida de gitana —dijo—. Y ahora hay una chica que se adelanta para cantar. —Echó un vistazo al programa robado.

—La famosa aria de «La partida», dice aquí. A eso le llamo yo una buena voz…

—Es Agnes la que canta —dijo Yaya

—No, es esa tal Christine.

—Cierra los ojos, vieja mema, y dime si no es Agnes la que canta —dijo Yaya.

Tata Ogg cerró los ojos obedientemente un momento y luego los volvió a abrir.

—¡Es Agnes la que canta!

—Sí.

—Pero ¡esa chica de la sonrisa tan grande está ahí delante moviendo los labios y todo!

—Sí.

Tata se rascó la cabeza.

—Aquí hay algo que no cuadra, Esme. No podemos permitir que la gente robe la voz de nuestra Agnes.

Yaya todavía tenía los ojos cerrados.

—Dime si las cortinas de ese palco de la derecha se han movido —dijo.

—Acabo de verlas temblar, Esme.

—Ah.

Yaya se permitió relajarse otra vez. Se hundió en el asiento mientras el aria la bañaba y volvió a abrir la mente…

Bordes, paredes, puertas…

En cuanto un espacio se cerraba, se convertía en su propio universo. Había cosas que quedaban atrapadas en su interior.

La música le entraba por un lado de la cabeza y le salía por el otro, pero con ella le llegaban otras cosas, retahílas de cosas, ecos de antiguos gritos…

Se sumergió más hondo, allá por debajo de la conciencia, en la oscuridad que se extendía más allá de la luz de la fogata.

Y allí había miedo. En aquel lugar acechaba el miedo como un enorme animal oscuro. Merodeaba por todos los rincones. Estaba en las piedras. Había un viejo terror agazapado en las sombras. Era uno de los terrores más viejos, el que significaba que tan pronto como la humanidad había aprendido a andar con dos piernas se había caído de rodillas. Era el terror de la impermanencia, el conocimiento de que todo aquello acabaría muriendo, de que una voz hermosa o una figura maravillosa eran cosas cuya llegada no se podía controlar y cuya partida no se podía postergar. No era lo que ella había estado buscando, pero tal vez sí era el mar en el que aquello nadaba. Se sumergió más hondo. Allí estaba, rugiendo a través de la noche del alma de aquel lugar como una corriente fría y profunda. Al acercarse vio que no era una cosa sino dos, dos cosas enredadas la una con la otra. Extendió el brazo…

Engaños. Mentiras. Traiciones. Asesinato.

—¡No!

Parpadeó.

Todo el mundo se había girado para mirarla.

Tata le estiró del vestido.

—¡Siéntate, Esme!

Yaya miró. La lámpara de araña colgaba tranquilamente sobre las butacas atestadas.

—¡Lo matan a golpes!

—¿Qué dices, Esme?

—¡Y lo tiran al río!

—¡Esme!

– ¡Chiss!

– ¡Señora, quiere sentarse de una vez!

—… ¡Y ahora ha empezado con las espirales de turrón!

Yaya agarró su sombrero y se alejó de lado por la hilera de butacas, aplastando algunos de los calzados más elegantes de Ankh-Morpork bajo sus gruesas suelas de Lancre.

Tata se quedó atrás, reticente. Le había gustado la canción y quería aplaudir. Pero su par de manos no era necesario. El público había estallado en aplausos nada más apagarse la última nota.

Tata Ogg miró el escenario, tomó nota de algo y sonrió:

—¿Conque sí, eh? ¡Gytha! —.Suspiró.

—Ya voy, Esme. Disculpe. Disculpe. Perdón. Disculpe…

Yaya Ceravieja estaba fuera en el pasillo cubierto de felpa roja, con la frente apoyada en la pared.

—Es muy grave, Gytha —murmuró—. Está todo muy retorcido. No estoy nada segura de poder arreglarlo. El pobre diablo…

Se incorporó.

—Mírame, Gytha, ¿quieres?

Gytha abrió los ojos como platos, obediente. Se estremeció brevemente cuando un fragmento de la conciencia de Yaya Ceravieja se le coló por los ojos.

Yaya se puso el sombrero, se metió debajo del mismo algún que otro mechón gris descarriado y luego cogió, uno por uno, los ocho alfileres de sombrero y los clavó con la misma decisión con que un mercenario debía de comprobar sus armas.

—Muy bien —dijo por fin.

Tata Ogg se relajó.

—No es que me importe, Esme —dijo— Pero ojalá usaras un espejo.

—Es tirar el dinero —dijo Yaya.

Ahora completamente armada, se alejó a zancadas por el pasillo.

—Me alegro de ver que no has perdido los nervios con ese hombre que te daba la paliza con el sombrero —dijo Tata, corriendo detrás de ella.

—¿Para qué? Mañana estará muerto.

—Oh, cielos. ¿De qué?

—Atropellado por un carro, creo.

—¿Por qué no se lo dijiste?

—Podría equivocarme.

Yaya alcanzó la escalera y la bajó como una exhalación.

—¿Adonde vamos?

—Quiero ver quién hay detrás de esas cortinas.

El aplauso, lejano pero aun así atronador, inundó la escalera.

—Les ha encantado la voz de Agnes —dijo Tata.

—Sí, espero que lleguemos a tiempo.

—¡Oh, mierda!

—¿Qué?

—¡Me he dejado a Greebo arriba!

—Bueno, le gusta conocer a gente nueva. Dioses, este sitio es un laberinto.

Yaya salió a un pasillo curvado, bastante más afelpado que el que habían dejado atrás. A lo largo había una serie de puertas.

—Ah, entonces ahora…

Empezó a seguir la hilera de puertas, contando, y por fin probó un pomo.

—¿Puedo ayudarlas, señoras?

Se giraron. Una anciana pequeñita acababa de aparecer sin hacer ruido detrás de ellas, cargada con una bandeja de bebidas.

Yaya sonrió a la anciana. Tata Ogg sonrió a la bandeja.

—Nos estábamos preguntando —dijo Yaya—: ¿A qué persona de las que ocupan los palcos le gusta sentarse con las cortinas casi cerradas?

La bandeja empezó a temblar.

—Déme, ¿quiere que le aguante eso? —dijo Tata—. Lo va a derramar todo si no tiene cuidado.

—¿Qué saben ustedes del Palco Ocho? —preguntó la anciana.

—Ah. El Palco Ocho —respondió Yaya—. Seguro que es ese, sí. Es este de aquí, ¿no?

—No, por favor…

Yaya se acercó y agarró el pomo.

La puerta estaba cerrada con llave.

La anciana le puso la bandeja a Tata en sus manos agradecidas.

—Vaya, gracias. No se preocupe, no me importa… —dijo Tata.

La mujer tiró del brazo de Yaya.

—¡No lo haga! ¡Traerá una mala suerte terrible! —Yaya extendió una mano.

—¡La llave, señora! —dijo. Detrás de ella, Tata examinaba una copa de champán.

—¡No lo ponga furioso! ¡Ya están bastante mal las cosas! —La mujer estaba claramente aterrada.

—Hierro —dijo Yaya, forcejeando con el pomo—. No puedo hacer magia con el hierro…

—Dame —dijo Tata, acercándose con pasos un poco vacilantes—. Déjame uno de tus alfileres. Nuestro Nev me enseñó toda clase de trucos…

Yaya se llevó una mano al sombrero y luego miró la cara arrugada de la señora Plinge. Bajó la mano.

—No —dijo—. No, supongo que lo dejaremos estar por ahora.

—No sé qué está pasando… —sollozó la señora Plinge—. Antes nunca era así…

—Suénese bien —dijo Tata, dándole un pañuelo mugriento y unas palmaditas amables en la espalda.

—… No se dedicaba a matar a la gente… Solamente quería un sitio para ver la ópera… le hacía sentirse mejor…

—¿De quién estamos hablando? —dijo Yaya.

Tata Ogg le lanzó una mirada de advertencia por encima de la cabeza de la anciana. Había algunas cosas que era mejor dejarle a Tata.

—… Lo abría una hora todos los viernes para que yo lo limpiara y siempre dejaba una notita que daba las gracias o se disculpaba por los bombones que había debajo del asiento… ¿Y a quién le hacía daño? me gustaría saber a mí…

—Suénese otra vez, ande —dijo Tata.

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