Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Con todo, posiblemente los comerciantes de quesos tenían que sumar quesos. Mientras que este se quedara en su despacho con los libros y no fuera por ahí actuando como si el sitio le perteneciera solo porque casualmente el sitio le pertenecía…

* * *

Undershaft parpadeó. Se había vuelto a equivocar de camino. No importaba cuánto tiempo llevara uno aquí, el lugar era un laberinto. Estaba detrás del escenario, en la sala de ensayos de la orquesta. Por todas partes había amontonados instrumentos y sillas plegables. Su pie volcó una botella de cerveza.

El tañido de una cuerda lo hizo mirar a su alrededor. El suelo estaba lleno de instrumentos rotos. Había media docena de violines destrozados. Varios oboes estaban hechos trizas. A un sacabuche le habían arrancado el buche.

Alzó la cabeza y se encontró con una cara.

-Pero… ¿Qué haces tú…?

Las gafas en forma de media luna salieron dando vueltas y vueltas y se rompieron contra los tablones del suelo. Luego el atacante se encajó la máscara, tan blanca y lisa como el cráneo de un ángel, y dio un paso hacia delante con determinación…

El doctor Undershaft parpadeó.

No había más que oscuridad. Una figura con capa levantó la cabeza y lo miró con unas cuencas huesudas y blancas.

Los recuerdos recientes del doctor Undershaft eran un poco confusos, pero un dato destacó sobre los demás.

—Aja-dijo—. ¡Te tengo! ¡Eres el Fantasma!

¿SABE? SE EQUIVOCA DE UNA FORMA BASTANTE DIVERTIDA.

El doctor Undershaft vio cómo otra figura enmascarada recogía el cadáver de… el doctor Undershaft, y lo arrastraba hacia las sombras.

—Ah, ya veo. Estoy muerto.

La Muerte asintió.

PARECE QUE ESE ES EL CASO, SÍ.

—¡Pero ha sido un asesinato! ¿Lo sabe alguien?

EL ASESINO. Y USTED, POR SUPUESTO.

—Pero ¿precisamente él? ¿Cómo puede…? —empezó Undershaft.

TENEMOS QUE IRNOS, dijo la Muerte.

—¡Pero me acaba de matar! ¡Me ha estrangulado con sus propias manos!

SÍ. CONSIDÉRELO UNA EXPERIENCIA MÁS.

—¿Quiere decir que no puedo hacer nada al respecto?

DÉJELO PARA LOS VIVOS. HABLANDO EN TÉRMINOS GENERALES SE INCOMODAN CUANDO EL DIFUNTO LLEVA A CABO UN PAPEL CONSTRUCTIVO EN UNA INVESTIGACIÓN POR ASESINATO. TIENDEN A PERDER LA CONCENTRACIÓN.

—¿Sabe que tiene usted una buena voz de bajo?

GRACIAS.

—¿Y va a haber… coros y esas cosas?

¿LE GUSTARÍAN UNOS CUANTOS?

* * *

Agnes salió a hurtadillas por la entrada para actores y se adentró en las calles de Ankh-Morpork.

La luz la hizo parpadear. Notaba un aire que agarrotaba, cortante y demasiado frío.

Lo que estaba a punto de hacer estaba mal. Muy mal. Y llevaba toda la vida haciendo solamente cosas que estaban bien.

Adelante, dijo Perdita.

De hecho, lo más probable era que no llegara a hacerlo. Pero no había nada de malo en el simple hecho de preguntar dónde había una herboristería, así que lo preguntó.

Y no había nada de malo en entrar, así que entró.

Y estaba claro que no iba contra ninguna ley comprar los ingredientes que compró. Al fin y al cabo, era posible que más adelante le viniera dolor de cabeza, o que no pudiera dormir.

Y tampoco pasaría nada si los llevara de vuelta a su cuarto y los metiera debajo del colchón.

Es verdad, dijo Perdita.

De hecho, si uno comparaba la dificultad moral de lo que se estaba proponiendo con todas las pequeñas actividades que tenía que llevar a cabo a fin de hacerlo, probablemente no estuviera tan mal después de todo.

Aquellos pensamientos reconfortantes se fueron organizando en su cabeza durante el camino de regreso. Dobló una esquina y a punto estuvo de chocar con Tata Ogg y Yaya Ceravieja.

Se pegó a la pared y contuvo la respiración.

No la habían visto, aunque el asqueroso gato de Tata le siseo por encima del hombro de su propietaria.

¡Se la llevarían de vuelta a casa! ¡Estaba segura de que lo harían!

El hecho de que ella fuera una agente libre y su propia dueña y totalmente libre de irse a Ankh-Morpork no tenía nada que ver. Ellas se entrometerían. Siempre lo hacían.

Se escurrió de vuelta por el callejón y luego corrió tan deprisa como pudo hasta la parte trasera de la Ópera.

El vigilante de la entrada para actores no dio señales de verla pasar.

* * *

Yaya y Tata fueron paseando por la ciudad hasta la zona conocida como la Isla de los Dioses. Situada allí donde el río trazaba una curva tan pronunciada que casi formaba una isla, no era exactamente Ankh y tampoco era exactamente Morpork. Era donde la ciudad guardaba todas aquellas cosas que necesitaba de vez en cuando pero que en general la incomodaban, como la Casa de la Guardia, los teatros, la cárcel y las editoriales. Era el lugar donde guardaba todas las cosas que podían explotar de formas inesperadas.

Greebo caminaba tranquilamente detrás de ellas. El aire estaba lleno de olores nuevos y se sentía ansioso por averiguar si alguno de ellos procedía de algo que él pudiera comer, atacar o violar.

Tata Ogg se descubrió a sí misma cada vez más preocupada.

—Esto no es propio de nosotras, Esme —dijo.

—Entonces, ¿de quién?

—Quiero decir que el libro solamente era para divertirme un rato. No tiene sentido hacernos impopulares, ¿verdad?

—No podemos permitir que se tome el pelo a las brujas, Gytha.

—Yo no siento que me hayan tomado el pelo. Me sentía bien hasta queme dijiste que me habían tomado el pelo —dijo Tata, señalando así una importantísima cuestión sociológica.

—Te han explotado —dijo Yaya en tono firme.

—No es verdad.

—Sí que es verdad. Eres una masa oprimida.

—No lo soy.

—Te han estafado los ahorros de tu vida —dijo Yaya.

—¿Dos dólares?

—Bueno, es todo lo que tenías ahorrado —dijo Yaya, acertadamente.

—Solamente porque me gasté todo lo demás —dijo Tata

Otra gente se dedicaba a guardar dinero para cuando fueran mayores, pero Tata prefería atesorar recuerdos.

—Bueno, pues ahí lo tienes.

—Los pensaba gastar en unas tuberías nuevas para mi alambique en Cabeza de Cobre[5] —dijo Tata—. Ya sabes que ese esfumino se come el metal…

—Estabas ahorrando un poco para tener algo de seguridad y paz de mente cuando seas anciana —tradujo Yaya.

—Con mi esfumino no se consigue paz de mente —dijo Tata en tono feliz—. Demencia sí, pero no de mente. Está hecho con las mejores manzanas, ya sabes —añadió—. Bueno, sobre todo manzanas.

Yaya se detuvo delante de una puerta ornamentada y echó un vistazo a la placa de metal que había atornillada a la misma.

—Este es el sitio —dijo.

Miraron la puerta.

—Nunca me han gustado mucho las puertas principales —dijo Tata, cambiando nerviosamente el peso de un pie al otro.

Yaya asintió. Las brujas tenían algo contra las puertas delanteras. Un breve registro localizó un callejón que llevaba a la parte de atrás del edificio. Allí había un par de puertas mucho más grandes, abiertas de par en par. Varios enanos estaban cargando fardos de libros en un carro. De algún sitio al otro lado de la puerta venía un golpeteo rítmico.

Nadie prestó atención a las brujas cuando entraron tranquilamente en el edificio.

La tipografía móvil era conocida en Ankh-Morpork, pero si los magos se enteraban la movían allí donde nadie pudiera encontrarla. Por lo general no se entrometían en el funcionamiento de la ciudad, pero cuando se trataba de la tipografía móvil sacaban la mano dura de la túnica. Nunca habían explicado por qué, y la gente no quería insistir en la pregunta porque con los magos no se insiste en las preguntas, por lo menos si te gusta la forma que tienes. Así que se limitaban a eludir el problema y lo hacían todo a base de grabados. Aquello era un proceso muy lento e implicaba que Ankh-Morpork, por ejemplo, tuviera vedado el beneficio de los periódicos y que se dejara a la población engañarse a sí misma lo mejor que pudiera.

En un extremo del almacén había una prensa martilleando con un ruido sordo. A su lado, en largas mesas, una serie de enanos y humanos se dedicaba a coser páginas y a pegar con cola las cubiertas.

Tata cogió un libro de un montón. Era El placer del tentempié.

—¿Puedo ayudarlas, señoras? —preguntó una voz. Su tono sugería con mucha claridad que no tenía pensado ofrecer ninguna clase de ayuda, salvo tal vez facilitarles la salida a la calle a toda prisa.

—Hemos venido por este libro —dijo Yaya.

—Soy la señora Ogg —dijo Tata Ogg.

El hombre la miró de arriba abajo.

—¿Ah, sí? ¿Puede identificarse?

—Claro que sí. Me reconocería a mí misma en cualquier parte.

—¡Ja! Bueno, resulta que yo sé qué aspecto tiene Gytha Ogg, señora, y no se parece a usted.

Tata Ogg abrió la boca para responder y al cabo de un momento dijo, con la voz de alguien que se ha metido inconscientemente en el camino y solamente ahora se acuerda del carruaje que se acerca a toda velocidad:

—…Oh.

—¿Y cómo sabe usted el aspecto que tiene la señora Ogg —dijo Yaya.

—¡Oh, qué tarde es! Será mejor que nos vayamos… —dijo Tata.

—Porque, de hecho, me envió un retrato —dijo Goatberger— sacando su billetera.

—Estoy segura de que no nos interesa en absoluto —dijo Tata a toda prisa, tirando del brazo de Yaya.

—Yo estoy extremadamente interesada —dijo Yaya. Le arrebató un trozo doblado de papel de las manos a Goatberger y se lo quedó mirando.

—¡Ja! Sí… esta es Gytha Ogg —dijo—. Sí, señor. Me acuerdo de cuando aquel joven artista vino a Lancre a pasar el verano.

—En aquella época yo llevaba el pelo más largo —murmuró Tata.

—Lo cual era una suerte, dadas las circunstancias —dijo Yaya—. Aunque no sabía que tuvieras copias.

—Oh, ya sabes cómo son las cosas cuando eres joven —dijo Tata en tono soñador—. Dibujitos y más dibujitos durante todo el verano. —Se despertó de su ensoñación—. Y sigo pesando lo mismo hoy que entonces.

—Pero ha cambiado de sitio —dijo Yaya, desagradable.

Le devolvió el dibujo a Goatberger.

—Sí que es ella —dijo—. Pero con unos sesenta años y varias capas de ropa menos. Es Gytha Ogg, la misma que tiene usted aquí.

—¿Me está diciendo usted que a esto se le ocurrió la Sopa Sorpresa de Bananana?

—¿La ha probado? —preguntó Tata.

—El señor Tijeretazo, el jefe de impresores, la probó, si.

—¿Y se quedó sorprendido?

—Ni la mitad que la señora Tijeretazo.

—Puede afectar a la gente así —dijo Tata—. Creo que tal vez exageró con la nuez moscada.

Goatberger observó con atención. Le estaban empezando a asaltar las dudas. Solamente había que mirar cómo Tata Ogg le sonreía a uno para creerse que fuera capaz de escribir algo como el placer del tentempié.

—¿De verdad ha escrito usted esto? —dijo.

—De memoria —dijo Tata, orgullosa.

—Y ahora quiere algo de dinero —dijo Yaya.

La cara del señor Goatberger se retorció como si acabara de comerse un limón y lo hubiera hecho bajar con vinagre.

—Pero si ya le devolvimos su dinero —dijo.

—¿Lo ves? —dijo Tata, con la cara larga—. Te lo dije, Esme…

—Quiere más —dijo Yaya.

—No, yo no…

—¡No, no quiere más! —acordó Goatberger.

—Sí que lo quiere —dijo Yaya—. Quiere un poquito de dinero por cada libro que hayan vendido.

—Tampoco espero que me traten como a la realeza[6] —dijo Tata.

—Tú te callas —dijo Yaya—. Yo sé lo que tú quieres. Queremos dinero, señor Goatberger.

—¿Y qué pasa si no se lo quiero dar?

Yaya le lanzó una mirada.

—Entonces nos iremos y pensaremos qué vamos a hacer a continuación —dijo.

—Eso es toda una amenaza —dijo Tata—. Hay un montón de gente que se ha arrepentido de que Esme piense en qué hacer a continuación.

—¡Entonces vuelvan cuando lo hayan pensado! —espetó Goatberger. Y se marchó dando zancadas—. Esto es lo último, autores que quieren que se les pague, por todos los…

Y desapareció entre los montones de libros.

—Esto… ¿tú crees que nos podría haber ido mejor? —dijo Tata.

Yaya echó un vistazo a la mesa que tenían al lado. Estaba atestada de largos pliegos de papel. Le dio un codazo a un enano, que había estado presenciando divertido la discusión.

—¿Esto qué es? —dijo.

—Son las galeradas del Almanaque. —Vio la cara inexpresiva de ella—. Son una especie de impresión de prueba del libro para asegurarnos de que todos los errores de ortografía se quedan en el texto.

Yaya cogió el montón de hojas.

—Vamos, Gytha —dijo.

—No quiero problemas, Esme —dijo Tata Ogg mientras echaba a correr detrás de ella—. No es más que dinero.

—Ahora ya es más que dinero —dijo Yaya—. Ahora es una forma de igualar el marcador.

* * *

El señor Balde cogió un violín. Estaba partido en dos trozos unidos por las cuerdas. Una de las cuales se rompió.

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