Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Agnes se levantó y, todavía cabizbaja, salió a toda prisa. Undershaft suspiró y negó con la cabeza.

—Pobre chica —dijo— Ha nacido demasiado tarde. Antes en la ópera la voz era lo único que importaba. Saben, me acuerdo de los tiempos de las grandes sopranos. Lady Violetta Gigli, lady Clarissa Extendo… A veces me pregunto qué fue de ellas

—¿No hubo un cambio climático? —dijo Salzella en tono desagradable.

—He ahí una figura que podría volver a poner de moda el anillo de los Nibelunguingungos -continuó Undershaft—. Aquello sí que era una ópera.

—¿Tres días de dioses gritándose entre ellos y veinte minutos de melodías memorables? —Dijo Salzella—. No, muchas gracias.

—Pero ¿no se la imagina cantando a Hildabrun, la líder de las Valkirias?

—Sí. Oh, sí. Pero por desgracia también me la imagino cantando a Nobbo el enano y a Ío, el Jefe de los Dioses.

—Qué tiempos aquellos —dijo Undershaft con tristeza, negando con la cabeza—. Entonces sí que teníamos una ópera como era debido. Me acuerdo de cuando lady Veritasi metió a un músico dentro de su propia tuba por bostezar…

—Sí, sí, pero ahora estamos en el siglo del Murciélago Frugívoro —dijo Salzella, poniéndose de pie. Volvió a echar un vistazo a la puerta y negó con la cabeza.

—Asombroso —dijo—. ¿Creen que sabe lo gorda que está?

* * *

La puerta del discreto establecimiento de la señora Palma se abrió en respuesta a la llamada de Yaya.

La persona que había al otro lado era una mujer joven. Muy obviamente una mujer joven. No había forma posible de que nadie la confundiera con un hombre joven en ningún idioma, especialmente en braille.

Tata miró por encima del hombro empolvado de la joven señorita en dirección al interior de felpa roja y adornos dorados, y después levantó la vista hacia la cara impasible de Yaya Ceravieja, y finalmente la movió de vuelta hacia la joven.

—Cuando llegue a casa voy a moler a palos a nuestro Nev —murmuró—. Vamonos, Esme, será mejor que no entremos aquí. Sería demasiado largo explicarte…

—¡Caramba, Yaya Ceravieja! —dijo la chica alegremente—. ¿Y quién es esta?

Tata levantó la vista hacia Yaya Ceravieja, cuya expresión no había cambiado.

—Tata Ogg —dijo Tata finalmente—. Sí, soy Tata Ogg. La mamá de Nev —añadió en tono lúgubre—. Sí, señor. Sí. Debido a que soy… —Las palabras «una viuda respetable» intentaron colocarse en sus cuerdas vocales, se secaron ante la enormidad de aquella mentira y la obligaron a conformarse con—: Su madre. De Nev. Sí. La mamá de Nev.

—Hola, Colette —dijo Yaya—. Qué pendientes tan fascinantes llevas. ¿Está en casa la señora Palma?

—Siempre está en casa para las visitas importantes -dijo Colette—. ¡Entra, todo el mundo estará encantado de volver a verte!

Se oyeron gritos de bienvenida mientras Yaya se adentraba en la penumbra escarlata.

—¿Cómo? ¿Has estado aquí antes? —dijo Tata, escrutando la carne rosada y el encaje blanco que conformaban buena parte del escenario.

—Oh, sí. La señora Palma es una vieja amiga. Prácticamente es bruja.

—Tú… tú sabes qué clase de sitio es este, ¿verdad, Esme? —dijo Tata Ogg. Se sentía curiosamente irritada. Estaba perfectamente dispuesta a deferir a la maestría de Yaya en los mundos de la mente y la magia, pero tenía la fuerte convicción de que había áreas más especializadas que eran claramente territorio Ogg, y de que Yaya Ceravieja no tenía ni por qué saber cuáles eran.

—Oh, sí —dijo Yaya, tranquilamente.

A Tata se le acabó la paciencia.

—¡Es una casa de mala reputación, eso es lo que es!

—Al contrario —dijo Yaya—. Creo que la gente habla muy bien de ella.

—¿Tú lo sabías? ¿Y no me lo has dicho?

Yaya enarcó una ceja irónica.

—¿A la mujer que inventó el Bamboleo de Fresa?

—Bueno, sí, pero…

—Todos vivimos la vida lo mejor que podemos, Gytha. Hay mucha gente que cree que las brujas son malas.

—Sí, pero…

—Antes de criticar a nadie, Gytha, camina un kilómetro con sus zapatos —dijo Yaya, con una ligera sonrisa.

—Con los zapatos que llevaba ella, me torcería el tobillo —dijo Tata, apretando la mandíbula—. Me haría falta una escalera solo para subirme. —La forma que tenía Yaya de enredarte para que leyeras su mitad de diálogo pondría furiosa a cualquiera. Y te enseñaba partes inesperadas de tu propia mente.

—Y es un sitio hospitalario y las camas son blandas —dijo yaya.

—Y también cálidas, sospecho —dijo Tata Ogg, rindiéndose— Y siempre hay una luz amigable en la ventana.

—Vaya, vaya, Gytha Ogg. Siempre pensé que no se te podía escandalizar.

—Escandalizar, no —dijo Tata—. Pero me sorprendo con facilidad.

* * *

El doctor Undershaft, director del coro, miró a Agnes por encima de sus gafas en forma de media luna.

—El, ejem, aria de «La partida», tal como se la conoce —dijo— es toda una pequeña obra maestra. No es uno de los grandes momentos de la ópera universal, pero sigue siendo muy memorable.

Se le empañaron los ojos.

– «Questa maledetta», canta Mercromina, mientras le cuenta a Peccadillo lo mucho que le cuesta dejarlo… «¡Questa maledetta porta si blocccca, Si blocca comunque diavolo lo facccio…!»

Se detuvo para limpiarse teatralmente las gafas con el pañuelo.

—Cuando la Gigli la cantaba, no quedaba un ojo seco en la ópera —murmuró—. Yo estuve presente. Fue entonces cuando decidí que… oh, qué grandes tiempos. —Se volvió a poner las gafas y se sonó las narices.

—Voy a pasártela una vez —dijo—, solamente para que entiendas cómo tiene que ir. Adelante, André.

El joven que había sido reclutado para tocar el piano en la sala de ensayos asintió y le guiñó un ojo disimuladamente a Agnes.

Ella fingió que no lo había visto y se puso a escuchar con actitud de atención intensa mientras el anciano recorría la partitura.

—Y ahora —dijo—. A ver qué tal te sale.

Le entregó la partitura e hizo un gesto al pianista.

Agnes cantó el aria, o por lo menos unos cuantos compases. André dejó de tocar y apoyó la cabeza en el piano, intentando sofocar una risa.

—Ejem —dijo Undershaft.

—¿Estaba haciendo algo mal?

—Estabas cantando en tenor —dijo Undershaft, mirando a André con expresión severa.

—¡Ella la cantaba con la voz de usted, señor!

—Tal vez puedas cantarla, esto… ¿como la cantaría Christine, por ejemplo?

Volvieron a empezar.

—¡¿Kwesta?! ¡¡Maledetta!!…

Undershaft levantó las dos manos. A André le temblaban los hombros debido al esfuerzo por no reírse.

—Sí, sí. Una observación muy aguda. Me atrevo a decir que tienes razón. Pero ¿podemos empezar otra vez y, ejem, tal vez puedas cantarla como tú creas que hay que cantarla? Agnes asintió. Volvieron a empezar…y terminaron.

Undershaft se había sentado y miraba a otro lado. No estaba preparado para mirarla a la cara.

Agnes se quedó allí de pie, mirándole insegura.

—Esto. ¿Lo he hecho bien? —dijo.

André el pianista se levantó despacio y la cogió de la mano

—Creo que será mejor que lo dejemos solo —dijo en voz baja, tirando de ella en dirección a la puerta.

—¿Lo he hecho mal?

—No… exactamente.

Undershaft levantó la cabeza, pero no se volvió hacia ella.

—Siga ensayando esas erres, señorita, y esfuércese por conseguir mayor seguridad por encima del pentagrama —dijo con voz ronca.

—Sí. Sí, lo haré. André la llevó al pasillo, cerró la puerta y luego se volvió hacia ella.

—Ha sido asombroso —dijo—. ¿Alguna vez has oído cantar a la gran Gigli?

—Ni siquiera sé quién es la Gigli. ¿Qué era lo que estaba cantando?

—¿Tampoco lo sabes?

—No sé qué significa, no.

André miró la partitura que tenía en la mano.

—Bueno, no domino mucho el idioma, pero supongo que el inicio se podría cantar más o menos así:

La maldita puerta está atascada
La maldita puerta está atascada
Se atasca y da lo mismo qué demonios haga yo
Pone « Tirar» y llevo una hora tirando
¿Tal vez debería poner «Empujar»?

—Agnes parpadeó.

—¿Eso es lo que dice?

—Sí.

—¡Pero yo creía que se suponía que era muy conmovedora y romántica!

—Y lo es —dijo André—. Lo era. Esto no es la vida real, es ópera. No importa lo que signifiquen las palabras. Lo que aporta es el sentimiento. ¿Nadie te ha dicho…? Mira, tengo ensayos durante el resto de la tarde, pero tal vez podamos quedar mañana, ¿no? ¿Tal vez después del desayuno?

Oh, no, pensó Agnes. Aquí viene. El rubor iba subiendo inexorablemente. Se preguntó si algún día le llegaría a la cara y seguiría subiendo, de forma que terminara en una gran nube rosa encima de su cabeza.

—Esto, sí —dijo—. Sí. Eso sería… una gran ayuda.

—Ahora me tengo que ir. —Le dedicó una débil sonrisita y le dio unos golpecitos en la mano—. Y… siento mucho que tenga que pasar todo esto. Porque… ha sido asombroso.

Continuó alejándose y de pronto se detuvo.

—Ah… perdona si te asusté anoche —dijo.

—¿Qué?

—En la escalera.

—Ah, eso. No me asusté.

—Tú… esto… no se lo mencionaste a nadie, ¿verdad? No querría que la gente pensara que me estaba preocupando por nada.

—Si tengo que decirte la verdad, no había vuelto a pensar en ello. Ya sé que tú no puedes ser el Fantasma, si es eso lo que te preocupa.

—¿Yo? ¿El Fantasma? ¡Jajá!

—Jajá. —dijo Agnes.

—Bueno, esto, nos vemos mañana, pues…

—Vale.

Agnes regresó a su cuarto, sumida en sus pensamientos.

Christine estaba allí, mirándose al espejo con aire crítico. Se dio la vuelta al entrar Agnes. Incluso se movía con signos de exclamación.

—¡¡Oh, Perdita!! ¡¿Te has enterado?! ¡¡Esta noche voy a cantar el papel de Mercromina ¡¿No es maravilloso?!. -Cruzó el cuarto a toda prisa e hizo un intento de abrazar a Agnes y levantarla del suelo, pero al final se conformó con abrazarla.

—¡¿Y me he enterado de que ya te han admitido en el coro?!.

—Sí, así es..

—¡¿Qué bien, no?! Llevo toda la mañana ensayando con el señor Salzella. ¡¿Kwesta?! ¡¡Mallydetta!! ¡¡Pourta chi bloca!! —giró sobre sí misma felizmente. Cientos de lentejuelas invisibles llenaban el aire con su resplandor.

—¡¡Cuando sea muy famosa —dijo— no te arrepentirás de ser amiga mía!! ¡¡Haré todo lo que pueda para ayudarte!! ¡¡Estoy segura de que me traes suerte!!

—Sí, claro —dijo Agnes, desesperanzada.

—¡¡Porque mi querido padre me dijo una vez que un pequeño duendecillo bueno vendría y me ayudaría a hacer realidad mi mayor ambición!! ¡¿Y sabes qué?! ¡¡Creo que ese pequeño duendecillo eres tú!!

Agnes sonrió con tristeza. Después de conocer a Christine durante cualquier período de tiempo, la gente tenía que reprimir el deseo de mirarle en el oído para ver si se vislumbraba la luz del sol viniendo del otro lado.

—Esto. Yo creía que nos habíamos intercambiado las habitaciones.

—¡¡Ah, eso!! —exclamó Christine, sonriente—. ¡¿Qué tonta fui, no?! ¡Además, voy a necesitar el espejo grande ahora que voy a ser una prima donna! ¡¿No te importa, verdad?!

—¿Qué? Oh. No. No, claro que no. Esto. Si estás segura…

Agnes miró el espejo y luego miró la cama. Y luego a Christine.

—No —dijo, escandalizada por la enormidad de la idea que se le acababa de presentar, entregada por la Perdita de su alma—. No hay ningún problema.

* * *

El doctor Undershaft se sonó las narices y trató de recuperar la compostura.

Bueno, no tenía por qué soportarlo. Tal vez a la chica sí le sobraban unos kilos, pero la Gigli, por ejemplo, una vez había apastado a un tenor hasta matarlo y nadie había pensado nunca mal de ella por eso.

Iba a protestar al señor Balde.

El doctor Undershaft era un hombre de ideas fijas. Creía en las voces. No importaba el aspecto que tuviera nadie. Nunca miraba la ópera con los ojos abiertos. Era la música lo que importaba y no la actuación y ciertamente no la figura de las cantantes.

¿Qué importaba el tipo que tuviera? Lady Tessitura tenía una barba en la que se podían encender cerillas y una nariz aplastada que le ocupaba media cara, pero seguía siendo una de las mejores bajos que jamás abriera botellas de cerveza con el pulgar.

Por supuesto, Salzella decía que, aunque todo el mundo aceptaba que las mujeres corpulentas de cincuenta años pudieran interpretar a chicas esbeltas de diecisiete, nadie aceptaría que lo hiciera una chica gorda de diecisiete. Decía que se tragaban de buena gana una trola como una casa y se atragantaban con una mentirijilla. Salzella siempre decía ese tipo de cosas.

Algo no iba bien en los tiempos que corrían. El lugar entero parecía… enfermo, si es que un edificio puede estar enfermo. El público seguía viniendo, pero parecía que ya no había dinero. Todo parecía demasiado caro… Y ahora el propietario era un comerciante de quesos, por todos los dioses, una tosca rata de mostrador que probablemente querría introducir ideas sofisticadas. Lo que necesitaban era un hombre de negocios, un contable capaz de sumar columnas de cifras como era debido y no interferir. Aquel era el problema de todos los propietarios que había conocido: que empezaban considerándose hombres de negocios y de pronto empezaban a creerse que podían hacer contribuciones artísticas.

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