Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

El tiempo sigue siendo bueno. Confío en que estén bien.

Saludos,

El Fantasma de la Ópera

—¡Señor Salzella! ¡Señor Salzella!

Balde empujó su silla hacia atrás, echó a correr hacia la puerta y la abrió justo a tiempo para toparse de cara con una bailarina, que le soltó un grito.

Como ya tenía los nervios de punta, él reaccionó devolviéndole el grito. Aquello pareció surtir el efecto que normalmente juega un paño mojado o una bofetada. Ella se calló y lo miró con cara ofendida.

—Ha vuelto a atacar, ¿verdad? —gimió Balde.

—¡Está aquí! ¡Es el Fantasma! —dijo la chica, decidida a soltar la frase aunque no hiciera falta.

—Sí, sí, creo que ya lo sé —murmuró Balde—. Solamente confío en que no haya sido nada caro.

Se detuvo en mitad del pasillo y se dio la vuelta. La chica se apartó temerosa del dedo que intentaba señalarla.

—¡Por lo menos ponte de puntillas! —gritó él—. ¡Probablemente ya me ha costado un dólar que subas hasta aquí!

Había una multitud agolpada en el escenario. En el centro estaba la chica nueva, la gorda, de rodillas y consolando a una mujer mayor. Balde reconoció vagamente a esta última. Era una de las empleadas que venían incluidas con la Ópera y que eran tan parte del trato como las ratas o las gárgolas que infestaban los tejados.

La mujer estaba sosteniendo algo delante de ella:

—Acaba de caer de las bambalinas —dijo—. ¡Su pobre sombrero!

Balde miró hacia arriba. A medida que se le acostumbró la vista a la oscuridad, fue distinguiendo una forma entre las guías, girando lentamente…

—Oh, cielos… —dijo—. Y a mí me parecía que había escrito una carta tan educada…

—¿De veras? Pues ahora lea esta —dijo Salzella, apareciendo detrás de él.

—¿Tengo que hacerlo?

—Va dirigida a usted.

Balde desplegó el pedazo de papel.

¡Jajajajaja! ¡Jajajajaja!

Saludos,

El Fantasma de la Ópera

P.D: ¡¡¡¡¡Jajajajaja!!!!!

Miró a Salzella con cara angustiada.

—¿Quién es el pobre tipo de ahí arriba?

—El señor Pounder, el cazador de ratas. Hicieron bajar una cuerda y le cogieron el cuello. El otro extremo tiene unos cuantos sacos de arena atados. Los sacos bajaron. Él… subió.

—¡No lo entiendo! ¿Es que ese hombre está loco?

Salzella le puso un brazo alrededor de los hombros y se lo llevó lejos de la multitud.

—Vamos a ver —dijo, tan amablemente como pudo—. Un hombre que viste de etiqueta todo el tiempo, acecha en las sombras y de vez en cuando mata gente. Y que después envía notitas en las que escribe risas de maníaco. Vuelvo a ver cinco signos de exclamación. Tenemos que preguntarnos: ¿Es esta la carrera de un hombre cuerdo?

—Pero ¿por qué lo está haciendo? —gimió Balde.

—Esa pregunta solamente es relevante si está cuerdo —dijo Salzella con calma—. Puede estar haciéndolo porque se lo mandan los duendecillos amarillos.

—¿Cuerdo? ¿Cómo puede estar cuerdo? —Dijo Balde—. Usted tenía mucha razón, mire. La atmósfera de este sitio puede volver loco a cualquiera. ¡Es muy posible que yo sea el único aquí que tiene los dos pies en el suelo! —Se dio la vuelta. Frunció los ojos al ver a un grupo de coristas que susurraba nerviosamente.

—¡Chicas! ¡No os quedéis ahí paradas! ¡A ver cómo saltáis!. —bramó—. ¡Con una sola pierna!

Se volvió a Salzella.

—¿Qué estaba yo diciendo?

—Estaba usted diciendo —dijo Salzella—, que tiene los dos pies en el suelo. A diferencia del corps de ballet. Y del corps de señor Pounder.

—Creo que ese comentario ha sido de bastante mal gusto -dijo el señor Balde en tono frío.

—Lo que yo creo —dijo el director musical— es que tenemos que cerrar, reunir a todos los hombres capaces, darles antorchas y ponerlos a registrar este sitio de arriba abajo, obligarlo a salir, perseguirlo por las calles, pillarlo, darle una paliza de muerte y luego tirar lo que quede al río. Es la única forma de estar seguros.

—Ya sabe que no podemos permitirnos cerrar —dijo Balde

—Parece que ganamos miles de dólares por semana pero también parece que gastamos miles de dólares por semana. Y le juro que no sé adonde se van. Yo creía que dirigir este sitio no era más que cuestión de sentar culos en butacas, pero cada vez que miro hacia arriba hay un culo girando lentamente en el aire. Me pregunto qué es lo próximo que va a hacer…

Se miraron entre ellos y luego sus miradas, como atraídas por alguna clase de magnetismo animal, se volvieron y volaron por encima del auditorio hasta encontrar la mole enorme y resplandeciente de la lámpara de araña.

—Oh, no… —Gimió Balde—. ¿No haría eso, verdad? Eso sí que nos haría cerrar.

Salzella suspiró.

—Mire, pesa más de una tonelada —dijo—. La soga que la aguanta es más gruesa que su brazo. El cabestrante tiene un candado cuando no se usa. Es completamente segura.

Se miraron entre ellos.

—Pondré a un hombre que la vigile en todo momento cuando haya función —dijo Salzella—. Lo haré en persona, si quiere.

—¡Y quiere que esta noche Christine cante a Mercromina! ¡Pero tiene la voz como un pito!

Salzella enarcó las cejas.

—Por lo menos eso no es un problema, ¿no cree? —dijo.

—¿Cómo que no? ¡Es un papel crucial!

Salzella pasó un brazo alrededor de los hombros del propietario.

—Creo que tal vez es hora de que usted explore unos cuantos recodos poco conocidos de ese mundo maravilloso que es la ópera —dijo

* * *

La diligencia se detuvo en la Plaza Sator de Ankh-Morpork. El empleado del servicio de carruajes estaba esperando impacientemente.

—¡Llega usted quince horas tarde, señor Reever! —gritó.

El cochero asintió con cara impasible. Dejó caer las riendas se bajó del pescante y examinó a los caballos. Sus movimientos tenían cierto aire como de madera.

Los pasajeros estaban agarrando su equipaje y marchándose a toda prisa.

—¿Y bien? —dijo el empleado.

—Hemos hecho un picnic —dijo el cochero. Tenía la cara gris.

—¿Se ha parado para hacer un picnic?

—Y cantar unas cancioncillas —dijo el cochero, sacando las bolsas de forraje de los caballos de debajo del asiento.

—¿Me está diciendo que ha parado la diligencia que trae el correo para hacer un picnic y cantar unas cancioncillas?

—Ah, y el gato se quedó subido a un árbol. —Se chupó la mano y el empleado vio que llevaba atado un pañuelo alrededor.

Un recuerdo neblinoso empañó los ojos del cochero.

—Y luego estuvieron las historias —dijo.

—¿Qué historias?

—La pequeña y gordita dijo que todo el mundo tenía que contar una historia para pasar el rato.

—¿Sí? ¿Y qué? ¡No entiendo por qué eso le tiene que retrasar!

—Tendrías que haber oído la historia que contó. Una historia sobre un hombre muy alto y un piano. Me entró tanta vergüenza que me caí del carruaje. ¡Yo no usaría un vocabulario semejante ni con mi propia abuelita!

—Y por supuesto —dijo el empleado, que se jactaba de lo irónico de su enfoque—, la palabra «horario» nunca se le pasó por la cabeza mientras ocurría todo eso, ¿verdad?

El cochero se giró para mirarlo a la cara por primera vez. El empleado retrocedió un paso. Tenía delante a un hombre que había planeado sin motor por encima del Infierno.

—Díselo tú —dijo el cochero, y se alejó.

El empleado le siguió con la mirada y luego caminó hasta la portezuela.

Un hombre de pequeña estatura y aspecto atormentado bajó de la diligencia, arrastrando tras de sí a un hombre gordo y enorme y parloteando apresuradamente en un idioma que el empleado no entendió.

Y luego el empleado se quedó a solas con un carruaje y los caballos y un círculo en plena expansión de pasajeros que se marchaban a toda prisa.

Abrió la portezuela y miró el interior.

—Buenos días, señor —dijo Tata Ogg.

Paseó la mirada con cierta perplejidad desde ella hacia Yaya Ceravieja.

—¿Va todo bien, señoras?

—Un viaje muy agradable —dijo Tata Ogg, cogiéndose de su brazo—. Está claro que volveremos a viajar con ustedes alguna vez.

—El cochero parecía pensar que podía haber algún problema…

—¿Problema? —Dijo Yaya—. Yo no he notado ningún problema. ¿Y tú, Gytha?

—Podría haber sido un poco más rápido cuando fue a buscar la escalera —dijo Tata mientras bajaba—. Y estoy segura de que murmuró algo entre dientes aquella vez que nos paramos a mirar el paisaje. Pero estoy dispuesta a ser comprensiva en ese sentido.

—¿Se pararon a admirar el paisaje? -Preguntó el empleado-¿Cuándo?

—Oh, varias veces —dijo Tata—. No tiene sentido ir con apuro todo el tiempo, ¿verdad? Vísteme despacio que tengo prisa y todo eso. ¿Podría indicarnos por dónde está la calle Olmo? Tenemos nuestro alojamiento en casa de la señora Palma. Nuestro Nev habla muy bien del sitio, dice que nadie ha ido nunca a buscarlo allí…

El empleado dio un paso atrás, tal como solía hacer la gente ante el parloteo a presión neumática de Tata.

—¿La calle Olmo? —tartamudeó—. Pero… las señoras respetables no tendrían que ir allí…

Tata le dio una palmadita en el hombro.

—Eso está bien —dijo—. Así no nos encontraremos a ningún conocido.

Cuando Yaya pasó a su lado, los caballos intentaron esconderse detrás del carruaje.

* * *

Balde esbozó una sonrisa jovial. Por los bordes de la cara le caían gotitas de sudor.

—Ah, Perdita —dijo—. Siéntate, hija. Esto. ¿Te lo estás pasando bien con nosotros de momento?

—Sí, gracias, señor Balde —dijo Agnes, obediente.

—Bien. Eso está bien. ¿Verdad que está bien, señor Salzella? ¿No le parece bien, señor Undershaft?

Agnes miró aquellas tres caras de preocupación.

—Estamos todos muy contentos —dijo el señor Balde—. Esto, bueno, tenemos una oferta asombrosa que hacerte y que estoy seguro de que te ayudará a pasarlo incluso mejor todavía.

Agnes miró las caras congregadas.

—¿Sí? —dijo en tono precavido.

—Ya sé que, esto, prácticamente acabas de llegar, pero hemos decidido, ejem… —Balde tragó saliva y miró a los otros dos en busca de apoyo moral— dejarte cantar el papel de Mercromina en la producción de esta noche de La Triviata.

—¿Sí?

—Hum. No es el papel principal pero por supuesto incluye la famosa aria de «La partida»…

—Ah. ¿Sí?

—Esto… hay, ejem… esto… —Balde renunció y miró desesperadamente a su director musical—. ¿Señor Salzella?

Salzella se inclinó hacia delante.

—Lo que de hecho nos gustaría que hicieras… Perdita… es cantar el papel, ciertamente, pero no, en realidad no vas a… representar el papel.

Agnes escuchó mientras se lo explicaban. Estaría en el coro, justo detrás de Christine. A Christine le dirían que cantara muy bajito. Se había hecho docenas de veces en el pasado, explicó Salzella. Se hacía mucho más a menudo de lo que el público era consciente: cuando a los cantantes les dolía la garganta, por ejemplo, o cuando habían perdido la voz del todo, o cuando aparecían tan borrachos que apenas podían tenerse en pie, o bien, en un famoso ejemplo de hacía muchos años, cuando el cantante murió justo en el intermedio y posteriormente cantó su famosa aria gracias a un mango de escoba que le sujetaba la espalda y con la mandíbula accionada mediante un cordel.

No era inmoral. El espectáculo tenía que continuar.

El círculo de caras desesperadamente sonrientes la observaron.

Podría largarme sin más, pensó ella. Alejarme de estas caras sonrientes y del misterioso Fantasma. Y no podrían detenerme. Pero no había ningún sitio al que ir, salvo de vuelta.

—Sí, esto, sí —dijo—. Estoy muy… esto… pero ¿por qué hacerlo así? ¿No bastaría con que ocupara su lugar y cantase el papel?

Los hombres se miraron entre ellos y empezaron a hablar todos al mismo tiempo.

—Pero mira, es que Christine es… tiene… más experiencia en el escenario…

—… Dominio técnico…

—…Presencia escénica…

—…Capacidad lírica aparente…

—…Le cabe el vestido…

Agnes se miró las manos enormes. Notaba el rubor avanzando como una horda bárbara, quemándolo todo a su paso.

—Nos gustaría, por así decirlo —dijo Balde—, que hicieras un papel fantasma…

—¿Fantasma? —dijo Agnes.

—Es un término escénico —dijo Salzella.

—Ah, ya veo —dijo Agnes—. Sí. Bueno, claro. Haré lo que pueda, por supuesto.

—Maravilloso —dijo Balde—. No olvidaremos esto. Y estoy seguro de que muy pronto aparecerá un papel adecuado para ti. Ve a ver al doctor Undershaft esta tarde y él te enseñará el papel.

—Ejem. Creo que ya lo conozco bastante bien —dijo Agnes, en tono incierto.

—¿En serio? ¿Cómo?

—He estado… dando clases.

—Eso está muy bien, hija —dijo el señor Balde—. Y demuestra que eres aplicada. Estamos muy impresionados. Pero ve a ver al doctor Undershaft de todas maneras.

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