Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—Pero yo salí adelante, y después siempre hubo otro sitio al que ir, y en Brindisi me querían… y… y…

Se sonó las narices en el pañuelo, lo dobló cuidadosamente y se sacó otro del bolsillo.

—No me molestan la pasta y los calamares —dijo—. Bueno no mucho… Pero no se puede conseguir una pinta decente ni que te pongas de rodillas, y le ponen aceite de oliva a todo, y los tomates me dan alergia, y en mi opinión no hay un solo huevo duro que valga la pena en todo el país. Se secó la cara con el pañuelo.

—Y la gente es tan amable —dijo—. Yo pensaba que podría comer unos cuantos bistecs cuando viajara, pero es que allí donde voy hacen pasta especialmente para mí. ¡Con salsa de tomate! ¡A veces la fríen! Y lo que hacen con el calamar… —Se estremeció—. Luego todos sonríen y me miran mientras como. ¡Creen que disfruto! Lo que daría yo por un pedazo de asado de oveja con bolitas pringosas y cerveza…

—¿Por qué no lo dice? —dijo Tata. Él se encogió de hombros.

—Enrico Basílica come pasta —dijo—. Ya no puedo hacer gran cosa al respecto.

Se reclinó en su asiento:

—¿Le interesa la música, señora Ogg?

Tata asintió, orgullosa.

—Puedo sacar una melodía de casi cualquier cosa si me da cinco minutos para trastear un poco —dijo—. Y nuestro Jason sabe tocar el violín y nuestro Kev sabe tocar el trombón y todos mis hijos saben cantar y nuestro Shawn sabe soltar pedorreras con cualquier melodía que le des.

—Una familia con mucho talento, ciertamente —dijo Enrico— Se palpó un bolsillo del chaleco y sacó dos rectángulos de cartón—. Así pues, señoras, acepten esto como pequeña muestra de gratitud de alguien que se come los pasteles ajenos. Nuestro pequeño secreto, ¿eh? —Guiñó el ojo desesperadamente a Tata. Son entradas abiertas para la ópera.

—Bueno, es asombroso —dijo Tata—, porque vamos a…¡Au!

—Vaya, muchas gracias —dijo Yaya Ceravieja, cogiendo las entradas—. Qué generoso de su parte. Seguro que iremos.

—Y ahora, si me perdonan —dijo Enrico—. Tengo que recuperar horas de sueño.

—No te preocupes, no creo que hayan tenido tiempo de perderse —dijo Tata.

El cantante se reclinó en su asiento, se echó el pañuelo por encima de la cara y al cabo de unos minutos empezó a roncar los felices ronquidos de alguien que ha cumplido con su deber y que con un poco de suerte ya no tendrá que encontrarse nunca más con esas ancianas tan desconcertantes.

—Está como un tronco —dijo Tata al cabo de un rato. Echó un vistazo a las entradas que Yaya tenía en la mano—. ¿Tú quieres visitar la ópera? —dijo.

Yaya miró al infinito.

—Te he preguntado si quieres visitar la ópera.

Yaya miró las entradas.

—Sospecho que lo que yo quiera no importa —dijo.

Tata Ogg asintió.

Yaya Ceravieja estaba firmemente en contra de la ficción. La vida ya era bastante difícil sin mentiras flotando por en medio y cambiando la forma de pensar de la gente. Y debido a que el teatro era la ficción hecha carne, odiaba el teatro por encima de todo. Pero ya está dicho: «odio» era la palabra exacta. El odio es una fuerza de atracción. El odio no es más que el amor girado de espaldas.

No le repugnaba el teatro porque, de ser así, lo habría evitado por completo. Yaya aprovechaba cualquier oportunidad para visitar el teatro ambulante que venía a Lancre, y se sentaba muy rígida en la primera fila de todas las representaciones con una mirada feroz. Incluso los honrados dueños de teatrillos de marionetas se la encontraban sentada entre los niños diciendo cosas cortantes como «¡Eso no se hace!» y «¿Esa es forma de comportarse?» cuando las marionetas se golpeaban. Como resultado, Lancre estaba ganando fama por todas las llanuras Sto de ser un bolo duro de verdad.

Pero lo que ella quisiera no era importante. Le gustara o no, las brujas se sienten atraídas hacia el filo de las cosas, allí donde chocan dos estados. Sienten la llamada de las puertas, las circunferencias, los límites, las cancelas, los espejos, las máscaras…

… y los escenarios.

* * *

El desayuno se servía en el refectorio de la Ópera a las nueve y media. Los actores no eran famosos por su costumbre de levantarse temprano.

Agnes empezó a caerse hacia sus huevos con beicon pero se detuvo justo a tiempo.

—¡¡Buenos días!!

Christine se sentó con una bandeja donde, a Agnes no le sorprendió, había un plato con una barrita de apio, una pasa y aproximadamente una cucharada de leche. Se inclinó hacia Agnes y su cara transmitió cierta preocupación durante un momento muy breve.

—¡¿Estás bien?! ¡¡Te veo un poco pálida!!

Agnes se sorprendió a sí misma a medio ronquido.

—Estoy bien —dijo—. Solamente un poco cansada.

—¡¡Oh, bien!! —Después de que aquella conversación aguara sus procesos mentales superiores, Christine regresó al modo automático—. ¡¿Te gusta mi vestido nuevo?! ¡¿Verdad que me sienta muy bien!!

Agnes se lo quedó mirando.

—Sí —dijo—. Muy… blanco. Mucho encaje. Resalta mucho la figura.

—¡¿Y sabes qué?!

—No. ¿Qué?

—¡¡Ya tengo un admirador secreto!! ¡¿A que es emocionante?! ¡¡Todas las grandes cantantes los tienen, ya sabes!!

—Un admirador secreto…

—¡¡Si!! ¡¡Este vestido!! ¡¡Acaba de llegar ahora mismo por la entrada para actores!! ¡¿A que es sensacional?!

—Asombroso —dijo Agnes en tono lúgubre—. Y todo sin que hayas cantado nunca. Esto. ¿Quién lo manda?

—¡¡No lo dice, claro!! ¡¡Tiene que ser un admirador secreto. ¡¡Probablemente quiera enviarme flores y beber champán de mi zapato!!

—¿De verdad? —Agnes hizo una mueca—. ¿La gente hace eso?

—¡¡Es tradicional!!

Christine, que desbordaba jovialidad, tenía para dar y repartir…

—¡¡Pareces muy cansada!! —dijo. Se llevó la mano a la boca—. ¡¡Oh!! ¡¿Nos cambiamos las camas, verdad?! ¡¡Qué tonta fui!! ¡¿Y sabes qué?! —añadió con esa mirada de ingenio medio vacío que era lo más cerca que podía llegar a la astucia—. ¡¡Podría haber jurado que oí cantar en plena noche… que alguien hacía escalas y cosas de esas!!

A Agnes la habían criado para que dijera la verdad. Sabía que tenía que decir: «Lo siento, parece que he tomado prestada tu vida por error. Parece que ha habido cierta confusión…».

Y sin embargo, decidió, también la habían criado para hacer lo que le mandaban, para no ser egoísta, para respetar a sus mayores y para no usar ninguna palabrota más fuerte que «jopé».

No le iría mal tomar prestado un futuro más interesante. Solamente por un par de noches. Podía dejarlo en cualquier momento.

—Pues es raro, mira —dijo—. Porque yo estaba en el cuarto de al lado y no oí nada.

—¡¿Ah, no?! ¡¡Bueno, entonces no pasa nada!! —Agnes observó la cantidad ínfima de comida que había en la bandeja de Christine.

—¿No vas a desayunar nada más que eso?

—¡Ah, no! ¡¡Me puedo inflar como un globo, querida!! ¡¡Tú sí que tienes suerte,puedes comer lo que quieras!! ¡¡No te olvides de que hay ensayo dentro de media hora!! —Y se alejó dando saltitos.

Es una cabeza de chorlito, pensó Agnes. Estoy segura de que no lo ha dicho con mala intención.

Pero en lo más profundo de su ser, Perdita X Sueño pensó una palabrota.

La señora Plinge sacó su escoba del armario de la limpieza y se dio la vuelta.

—¡Walter!

Su voz arrancó ecos en el escenario vacío.

—¿Walter?

Dio unos golpecitos cautelosos en el mango de la escoba. Walter tenía una rutina. A ella le había costado años adiestrarlo para seguirla. No era propio de él no estar en el lugar correcto en el momento adecuado.

Negó con la cabeza y se puso a trabajar. Ya veía que más tarde le tocaría fregar. Lo más probable es que tardaran una eternidad en librarse del olor a trementina.

Alguien se acercó caminando por el escenario. Iba silbando.

* * *

La señora Plinge se quedó escandalizada.

—¡Señor Pounder!

El cazador de ratas profesional de la Ópera se detuvo y dejó en el suelo su saco lleno de cosas que forcejeaban. El señor Pounder llevaba un viejo sombrero de copa para mostrar que estaba una muesca por encima del típico operario de roedores, y el ala del sombrero estaba cubierta de cera y de los viejos cabos de vela que usaba para iluminar su camino por los sótanos más oscuros.

Llevaba tanto tiempo trabajando entre ratas que tenía cierto aire de roedor. Parecía que su cara era una mera extensión hacia atrás de su nariz. Tenía el bigote hirsuto. Tenía los incisivos prominentes. La gente se sorprendía buscándole la cola. ¿Qué pasa, señora Plinge?

—¡Ya sabe que no se debe silbar sobre el escenario! ¡Trae una mala suerte terrible!

—Ah, bueno, pero yo lo hago por mi buena suerte, señora Plinge. ¡Oh, sí! Si supiera lo que yo sé, usted también sería un hombre feliz. Por supuesto, en su caso usted sería una mujer feliz, como resultado de que es una mujer. ¡Ah, pero qué cosas he visto, señora Plinge!

—¿Ha encontrado oro allí abajo, señor Pounder?

La señora Plinge se arrodilló con cuidado para rascar una mancha de pintura.

El señor Pounder recogió el saco y continuó su marcha.

—Podría ser oro, señora Plinge. Ah. Podría muy bien ser oro…

A la señora Plinge le costó un momento convencer a sus rodillas artríticas para que le permitieran ponerse de pie y darse la vuelta.

—¿Perdone, señor Pounder? —dijo.

En algún lugar a lo lejos se oyó un débil golpe sordo cuando un montón de sacos de arena aterrizó suavemente sobre las tablas del escenario.

El escenario era grande y estaba vacío y desierto, salvo por un saco que forcejeaba decididamente en busca de la libertad.

La señora Plinge miró a un lado y otro con cautela.

—¿Señor Pounder? ¿Está ahí?

De pronto le pareció que el escenario era todavía más grande y que estaba todavía más claramente vacío que antes.

—¿Señor Pounder? ¡Yujuuu!

Estiró el cuello para mirar a su alrededor.

—¿Hola? ¿Señor Pounder?

Algo cayó flotando desde lo alto y aterrizó a su lado.

Era un sombrero negro mugriento con cabos de vela por toda el ala.

Ella levantó la vista.

—¿Señor Pounder? —dijo.

* * *

El señor Pounder estaba acostumbrado a la oscuridad. No le daba ningún miedo. Y siempre se había enorgullecido de su visión nocturna. Mientras hubiera cualquier clase de luz, cualquier destello, cualquier resplandor de putrefacción fosforescente, él podía aprovecharlo. Su sombrero con velas era más de cara a la galena que otra cosa.

Su sombrero con velas… Creía que lo había perdido pero, era extraño, allí estaba, todavía en su cabeza. Sí, señor. Se frotó la garganta con gesto pensativo. Había algo importante que no conseguía recordar…

Estaba oscuro de verdad.

¿KIIIK?

Levantó la vista.

De pie en el aire, delante de sus ojos, había una figura de unos quince centímetros vestida con una túnica. De la capucha sobresalía un hocico huesudo con bigotes grises y combados. Unos deditos diminutos y esqueléticos sostenían una guadaña muy pequeña.

El señor Pounder asintió pensativamente para sí mismo. Uno no llegaba a ser miembro del Círculo Interior del Gremio de los Cazadores de Ratas sin oír unos cuantos rumores. Las ratas tienen su propia Muerte, se decía, así como sus propios reyes, parlamentos y naciones. Ningún humano la había visto, sin embargo.

Hasta ahora.

Se sentía honrado. Había ganado durante los últimos cinco años el Mazo de Oro al mayor número de ratas cazadas por año, pero las seguía respetando, igual que un soldado respeta a un enemigo astuto y valeroso.

Esto… Estoy muerto, ¿verdad?

KIIIK.

El señor Pounder sintió que había muchos ojos mirándolo. Muchos ojillos pequeños y relucientes.

—Y… ¿qué pasa ahora?

KIIIK.

El alma del señor Pounder se miró las manos. Parecían estar alargándose y volviéndose más peludas. Notó que le crecían las orejas y que también estaba teniendo lugar cierto alargamiento más bien vergonzoso en la base del espinazo. Se había pasado la mayor parte de la vida concentrado en una única actividad en lugares oscuros, pero aun así…

—¡Pero si yo no creo en la reencarnación! —protestó.

KIIIK.

Y aquello, comprendió el señor Pounder con una claridad absoluta de roedor, quería decir: la reencarnación cree en ti.

* * *

El señor Balde examinó el correo con mucho cuidado y por fin respiró aliviado cuando vio que en el montón no aparecía ninguna carta con el emblema de la Ópera.

Se reclinó en su silla y abrió el cajón de la mesa en busca de una pluma.

Y allí dentro había un sobre.

Se lo quedó mirando y luego cogió lentamente su abrecartas.

Raaas…

… crujido…

Estaré agradecido si esta noche Christine canta el papel de Mercromina en «La Triviata”.

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