Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

—Oh, ya los conoces. Pensé que era mejor asegurarme.

Agnes miró la linterna.

—Nunca he visto una cosa de estas. ¿Cómo la has encendido tan deprisa?

—Esto… es una linterna oscura. Tiene esta solapa, ¿ves? —hizo una demostración— que se puede bajar para tapar la luz y subirla otra vez…

—Debe de ser muy útil cuando tienes que buscar las notas negras.

—No seas sarcástica. Simplemente no quiero que haya más problemas. Ya verás cómo tú también empiezas a mirar por todas partes cuando…

– Buenas noches, André.

—Buenas noches, pues.

Ella subió a toda prisa el resto de la escalera y se metió en su dormitorio. Nadie la siguió.

Cuando se hubo tranquilizado, lo cual requirió un poco de tiempo, se desvistió, se puso la voluminosa tienda de campaña que era su camisón de franela roja y se metió en la cama, resistiendo la tentación de taparse la cabeza con las sábanas.

Se quedó mirando el techo a oscuras.

Es una estupidez, pensó al final. André estaba en el escenario esta mañana. Nadie podría moverse tan deprisa…

Nunca supo si ya llevaba un rato durmiendo o si sucedió justo cuando estaba cerrando los ojos, pero alguien llamó muy débilmente a su puerta.

—¡¿Perdita?!

Solamente conocía a una persona capaz de exclamar un susurro.

Agnes se levantó y caminó de puntillas hasta la puerta. La abrió parcialmente, solamente para ver el otro lado, y Christine medio cayó al interior de la habitación. ¿Qué pasa?

—¡¡Tengo miedo!!

—¿De qué?

—¡¡Del espejo!! ¡¡Me está hablando!! ¡¿Puedo dormir en tu habitación?!

Agnes miró a su alrededor. El cuarto ya era demasiado pequeño para que estuvieran las dos de pie en él.

—¿El espejo está hablando?

—¡¡Sí!!

—¿Estás segura?

Christine se metió de un salto en la cama de Agnes y se tapó toda con las sábanas.

—¡¡Sí!! —dijo, con la voz opaca.

Agnes se quedó de pie a solas en la oscuridad.

La gente siempre tendía a dar por sentado que ella podía afrontarlo todo, como si la capacidad viniera dada con la masa, igual que la gravedad. Y limitarse a decir «tonterías, los espejos no hablan» probablemente no iba a servir de nada, sobre todo cuando la mitad del diálogo estaba enterrado bajo la ropa de cama.

Entró a tientas en la habitación de al lado y se golpeó el pie con la cama en la oscuridad.

Debía de haber una vela allí dentro, en alguna parte. Buscó a tientas en la diminuta mesilla de noche, confiando en topar con el ruido tranquilizador de una caja de cerillas.

Por la ventana se filtró un tenue destello de la ciudad a medianoche. El espejo pareció resplandecer.

Se sentó en la cama, que crujió ominosamente bajo su peso.

Oh, bueno, daba lo mismo una cama que otra…

Estaba a punto de acostarse cuando algo en la oscuridad hizo:… ting.

Era un diapasón.

Y una voz dijo:

—Christine… por favor, presta atención.

Se incorporó en la cama y miró la oscuridad.

Y entonces se dio cuenta. Nada de hombres, habían dicho. Habían sido muy estrictos con aquella cuestión, como si la opera fuera alguna especie de religión. No era un problema en el caso de Agnes, por lo menos en el sentido en que ellos lo decian pero para alguien como Christine… Decían que el amor siempre encontraba el camino, y por supuesto también lo encontraban algunas actividades asociadas.

Oh, madre mía. Sintió que se empezaba a ruborizar. ¡En la oscuridad! ¿Qué clase de reacción era aquella?

La vida de Agnes se desplegó ante sus ojos. No parecía que fuera a tener muchos puntos álgidos. Pero sí contenía años y años de ser capaz y de tener una personalidad encantadora. Casi con toda seguridad contenía más chocolate que sexo y, aunque Agnes no estaba en posición de hacer una comparación directa, y a pesar del hecho de que una chocolatina podía durar un día entero, no parecía un intercambio muy justo.

Sentía lo mismo que había sentido en casa. A veces la vida llega a ese punto desesperado en que tomar la decisión equivocada tiene que ser la opción correcta.

No importa en qué dirección vaya uno. A veces simplemente hay que ir.

Agarró las sábanas y reprodujo mentalmente la forma en que su amiga hablaba. Había que tener ese pequeño grito ahogado, ese retintín jadeante en el tono que tenía la gente cuyas mentes jugaban con hadas la mitad del tiempo. Lo probó en su cabeza y luego lo transmitió a sus cuerdas vocales.

—¡¿Sí?! ¡¿Quién hay ahí?!

—Un amigo.

Agnes se tapó más todavía con las sábanas.

—¡¿En plena noche?!.

—La noche no significa nada para mí. Yo pertenezco a la noche. Y te puedo ayudar. —Era una voz agradable. Parecía venir del espejo.

—¡¿Ayudarme a hacer qué?!

—¿No quieres ser la mejor cantante de la ópera?

—¡¡Oh, Perdita es mucho mejor que yo!!

—Hubo un momento de silencio y luego la voz dijo: Pero mientras que a ella no puedo enseñarle a moverse como tú ni a tener tu aspecto, a ti sí que puedo enseñarte a cantar como ella.

Agnes se quedó mirando la oscuridad, con el disgusto y la humillación emanando de ella como si fueran vapor.

—Mañana cantarás el papel de Mercromina. Pero yo te enseñaré a cantarlo perfectamente…

* * *

A la mañana siguiente las brujas tuvieron el interior de la diligencia prácticamente para ellas solas. Las noticias como Greebo se propagan. Pero también estaba con ellas Henry Babosa, si es que era así como se llamaba, sentado al lado de un hombrecillo flaco y muy bien vestido.

—Bueno, pues aquí estamos otra vez —dijo Tata Ogg.

Henry sonrió nerviosamente.

—Anoche cantó usted muy bien —siguió Tata.

La cara de Henry adoptó una mueca afable. En sus ojos, el terror agitaba una banderita blanca.

—Me temo que el signore Basilica no habla morporkiano, señora —dijo el hombre flaco—. Pero yo puedo hacerle de traductor, si quiere.

—¿Qué? —dijo Tata—. Entonces, ¿cómo es que…? ¡Au!

—Lo siento —dijo Yaya Ceravieja—. Se me debe de haber escapado el codo.

Tata Ogg se frotó el costado.

—Estaba diciendo —dijo— que él estaba… ¡Au!

—Ay, cielos, parece que lo he vuelto a hacer —dijo Yaya— Este caballero nos estaba diciendo que su amigo no habla nuestro idioma, Gytha.

—¿Eh? Pero… ¿qué? Oh. Pero… Ah. ¿De veras? Oh. Muy bien —dijo Tata—. Oh, sí. Pero sí se come nuestros pasteles cuando… ¡Au!

—Perdone a mi amiga. Es la edad que tiene. Se confunde —dijo Yaya—. Nos gustó cómo cantaba. Lo oímos a través de la pared.

—Fueron muy afortunadas —dijo el hombre flaco en tono estirado—. Hay quien tiene que esperar años para oír al signore Basilica.

—… Probablemente están esperando que termine de cenar —murmuró una voz…

—De hecho, el mes pasado en La Scalda de Genua su voz hizo llorar a diez mil personas.

—…Ja, yo puedo hacer eso, no veo que tenga nada de especial…

La mirada de Yaya no se había apartado de la cara de Henry «signore Basilica» Babosa. Tenía la expresión de un hombre cuyo profundo alivio estaba horriblemente templado por el terror a que no fuera a durar mucho.

—La fama del signore Basilica ha crecido mucho por todas partes —entonó su representante.

—… Igual que el siñore Basilica —murmuró Tata—. Gracias a los pasteles de los demás, supongo. Oh, sí, ahora es demasiado pijo para nosotras, solamente porque es el único hombre que sale en los atlas… ¡Au!

—Bueno, bueno —dijo Yaya, sonriendo de una forma que le parecería inocente a todo el mundo excepto a Tata Ogg—. Hay muy buen clima en Genua. Supongo que el signore Basilica debe de echar mucho de menos su casa. ¿Y a qué se dedica usted, joven?

—Soy su representante y traductor. Esto… Tiene usted suerte de tenerme aquí, señora.

—Sí, claro —Yaya asintió.

—En el sitio del que venimos también tenemos muy buenos cantantes —dijo Tata Ogg, en tono rebelde.

—¿Ah, sí? —dijo el representante—. ¿Y de dónde vienen las señoras?

—De Lancre.

El hombre se esforzó educadamente por posicionar a Lancre en su mapa mental de los grandes centros de la música.

—¿Y tienen conservatorio allí?

—Sí, claro —dijo Tata Ogg firmemente, y luego, solamente para añadir seguridad a sus palabras, dijo—: Tendría que ver la colección de compotas que tengo en casa.

Yaya puso los ojos en blanco.

—Gytha, tú no tienes conservatorio. Solamente es un estante grande en la despensa.

—Sí, pero está fresco todo el día… ¡Au!

—Supongo que el signore Basílica va a Ankh-Morpork ¿verdad? —dijo Yaya.

—Hemos permitido —dijo el representante, estirado— que la Ópera nos contrate para el resto de la temporada…

La voz le falló. Levantó la vista hacia el compartimiento para equipajes.

—¿Qué es eso?

Yaya levantó la vista.

—Oh, es Greebo —dijo.

—Y el señor Basílica no se lo puede comer —dijo Tata.

—Pero ¿qué es?

—Es un gato.

—Me está sonriendo —el representante cambió de postura con gesto incómodo—. Y huelo algo —dijo.

—Qué raro —dijo Tata—. Yo no huelo nada.

Hubo un cambio en el ruido de los cascos en el exterior y el carruaje dio un bandazo mientras aminoraba la marcha.

—Ah —dijo el representante torpemente—. Yo… esto… Veo que estamos parando para cambiar caballos. Hace… hace buen día. Creo que voy, esto, a ver si hay sitio en los asientos de afuera.

Salió en cuanto el coche se detuvo. Y no había regresado cuando este volvió a arrancar al cabo de unos minutos.

—Bueno, bueno —dijo Yaya, mientras volvían a avanzar entre sacudidas—. Parece que nos hemos quedado solas tú y yo Gytha. Y el signore Basilica, que no habla nuestro idioma. ¿Verdad que no, señor Henry Babosa?

Henry Babosa sacó un pañuelo y se secó la frente.

—¡Señoras! ¡Queridas señoras! Se lo ruego, por piedad…

—¿Ha hecho usted algo malo, señor Babosa? —Preguntó Tata—. ¿Se ha aprovechado de mujeres que no querían que se aprovecharan de ellas? ¿Ha robado? (Aparte del plomo de los tejados y otras cosas que la gente no echaría en falta.) ¿Ha asesinado a alguien que no lo mereciera?

—¡No!

—¿Está diciendo la verdad, Esme?

Henry se estremeció bajo la mirada fija de Yaya Ceravieja.

—Sí.

—Oh, bien, entonces no pasa nada —dijo Tata—. Ya entiendo. Yo no tengo que pagar impuestos, pero lo sé todo sobre la gente que no los quiere pagar.

—Oh, no es eso, se lo aseguro —dijo Henry—. Yo tengo a gente que paga mis impuestos por mí…

—Buen truco —dijo Tata.

—El señor Babosa tiene un truco distinto —dijo Yaya—. Creo que conozco el truco. Es como el agua con azúcar.

Henry agitó las manos con aire vacilante.

—Es solamente que si se supiera… —empezó.

—Todo es mejor si viene de lejos. Ese es el secreto —dijo Yaya.

—Es… sí, eso es una parte —dijo Henry—. O sea, nadie quiere escuchar a un Babosa.

—¿De dónde eres, Henry?

—¿De dónde eres de verdad? —preguntó Yaya.

—Crecí en el Callejón de la Estafa en las Sombras. Están en Ankh-Morpork —dijo Henry—. Era un sitio terriblemente duro. Solamente había tres formas de salir allí. Se podía salir cantando o se podía salir peleando.

—¿Cuál era la tercera forma? —dijo Tata.

—Oh, se podía bajar aquel callejoncito que llevaba a la Calle de la Pierna de Pega y luego cortar por la Calle de la Mina de Melaza —dijo Henry—. Pero nadie que se fuera por allí llegó nunca a nada. Suspiró.

—Gané unos cuantos peniques cantando en tabernas y sitios —dijo—, pero cuando intentaba progresar un poco me decían: «¿Cómo te llamas?», y yo decía «Henry Babosa» y ellos se reían de mí. Se me ocurrió cambiarme de nombre, pero en Ankh-Morpork todo el mundo me conocía. Y nadie quería escuchar a nadie que tuviera un nombre tan vulgar como Henry Babosa.

Tata asintió:

—Pasa lo mismo con los conjuradores —dijo—. Nunca se llaman Perico de los Palotes. Siempre se llaman algo como El Gran Asombrosio, Recién Llegado de la Corte del Rey de Klatch, y Gladys.

—Y todo el mundo se da cuenta —dijo Yaya—, y siempre se cuidan de no preguntarse a sí mismos: si viene de estar con el Rey de Klatch, ¿cómo es que está haciendo trucos de cartas aquí en Tajada, población de siete personas?

—El truco es asegurarse de que allí donde vayas, siempre seas de otra parte —dijo Henry—. Y entonces me hice famoso de verdad, pero…

—Ya no podías dejar de ser Enrico —dijo Yaya.

Él asintió.

—Solamente quería hacerlo para ganar un poco de dinero. Iba a volver y casarme con mi pequeña Angeline…

—¿Quién era ella? —preguntó Yaya.

—Oh, una chica con la que crecí —respondió Henry en tono vago.

—¿Con la que compartías la misma cuneta en los callejones sucios de Ankh-Morpork y todo eso? —dijo Tata, comprensiva.

—¿Cuneta? En aquellos tiempos tenías que apuntarte y esperar cinco años para tener una cuneta —dijo Henry—. Nosotros pensábamos que la gente que vivía en las cunetas eran unos estirados. Nosotros compartíamos un desagüe. Con otras dos familias. Y un hombre que hacía malabarismos con anguilas —Suspiró.

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