Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Yaya dejó al niño en una manta y lo acostó tan cómodo como pudo. El hombre entró detrás de su mujer con una bandeja.

—La señora Ogg llevará a cabo sus procedimientos necesarios con la bandeja en su habitación —dijo Yaya en tono altivo—. Ustedes déjenme pasar la noche aquí. Y nadie puede entrar, ¿de acuerdo? Pase lo que pase.

La madre hizo una reverencia preocupada.

—Es que yo pensaba pasar a echar un vistazo a medianoche.

—Nadie. Ahora váyanse.

Después de acompañarlos con amabilidad pero firmemente hasta la salida, Tata Ogg asomó la cabeza por la puerta.

—¿Qué estás planeando exactamente, Esme?

—Tú has pasado la noche con los moribundos bastante a menudo, Gytha.

—Oh, sí, es… —Tata puso una cara larga—. Oh, Esme… no irás a…

—Disfruta de tu cena, Gytha.

Yaya cerró la puerta.

Pasó algún tiempo colocando cajas y barriles a fin de tener una tosca mesa y algo sobre lo que sentarse. El aire era cálido y olía a flatulencia bovina. Periódicamente comprobaba la salud de ambos pacientes, aunque había muy poco que comprobar.

A lo lejos los ruidos de la posada se fueron apagando. El último fue el tintineo de las llaves del posadero al cerrar las puertas. Yaya lo oyó caminar hasta la puerta del establo y allí vacilar. Entonces se alejó y empezó a subir la escalera.

Esperó un poco más y luego encendió la vela. Su llama juguetona le dio al lugar un resplandor cálido y reconfortante.

Fue colocando las cartas sobre el tablón e intentó echar unas partidas de Paciencia, un juego que nunca había conseguido dominar.

La vela se consumía. Ella apartó las cartas y se quedó sentada mirando la llama.

Después de un lapso de tiempo inconmensurable la llama parpadeó. El efecto habría pasado desapercibido a cualquiera que no hubiera estado concentrándose en ella durante un buen rato.

Respiró hondo y…

—Buenos días —dijo Yaya Ceravieja.

BUENOS DÍAS, dijo una voz junto a su oído.

* * *

Hacía rato que Tata Ogg se había ventilado las chuletas y la cerveza, pero todavía no se había metido en la cama. Estaba tumbada encima, completamente vestida, con los brazos detrás de la cabeza, contemplando el techo a oscuras.

Al cabo de un rato hubo un arañazo en las persianas. Se levantó y las abrió.

Una figura enorme entró de un salto en la habitación. Por un momento la luz de la luna iluminó un torso reluciente y una mata de pelo negro. Luego la criatura se metió debajo de la cama.

—Oh, pobre, pobrecito —dijo Tata.

Esperó un momento y luego cogió un hueso de chuleta de su bandeja. Todavía le quedaba un poquito de carne. Lo acercó al suelo.

Una mano salió disparada y lo agarró.

Tata se volvió a sentar.

—Pobre hombrecito —dijo.

Era solamente en relación al tema de Greebo que el sentido de la realidad por lo demás preciso de Tata se torcía. Para Tata Ogg no era más que una versión más grande del gatito pequeñín y peludito que había sido un día. Para el resto del mundo era una bola llena de cicatrices y de maldad imaginativa.

Pero ahora tenía que afrontar un problema que los gatos se encontraban muy pocas veces. Hacía un año que las brujas lo habían transformado en humano, por razones que en aquel momento habían parecido bastante necesarias. Había costado un gran esfuerzo, y su campo morfogénico se había restablecido al cabo de unas horas para gran alivio de todo el mundo.

Pero la magia nunca es tan simple como la gente cree. Tiene que obedecer ciertas normas universales. Y una de ellas es que no importa cuánto cueste hacer algo, una vez se ha hecho se volverá mucho más fácil y por tanto se hará muy a menudo. Pueden pasar muchos siglos de intentos fallidos antes de que un grupo de forzudos consiga escalar una montaña gigantesca, pero unas cuantas décadas más tarde las abuelas ya estarán subiéndola para pasear y tomar el té y después volverán para ver dónde han dejado las gafas.

De acuerdo con esta ley, el alma de Greebo había descubierto que existía una opción más que podía usar cuando estaba arrinconado (además del surtido gatuno habitual de correr, pelear, cagarse o las tres al mismo tiempo), y esa opción era: volverse humano.

El efecto solía pasarse al cabo de poco tiempo, la mayor parte del cual transcurría mientras Greebo buscaba desesperadamente unos pantalones.

Se oyeron ronquidos debajo de la cama. Al final, y para alivio de Tata, se convirtieron en un ronroneo.

Luego se incorporó de un salto. Estaba a cierta distancia del establo pero…

– Él está aquí —dijo.

* * *

Yaya soltó el aire, lentamente.

—Ven a sentarte donde te vea. Se llama buenos modales. Y déjame que te diga de entrada que no me das miedo en absoluto.

La figura alta y vestida con una túnica negra cruzó la sala, se sentó en un barril que tenía a mano y apoyó la guadaña contra la pared. Luego se quitó la capucha.

Yaya se cruzó de brazos y contempló con tranquilidad al visitante, mirándolo fijamente a las cavidades oculares.

ESTOY IMPRESIONADO.

—Tengo fe.

¿EN SERIO? ¿EN QUÉ DEIDAD, CONCRETAMENTE?

—Oh, en ninguno de esos.

ENTONCES, FE ¿EN QUÉ?

—Simplemente fe, ya sabes. En general.

La Muerte se inclinó hacia delante. La luz de la vela manchó de nuevas sombras su calavera.

ES FÁCIL SER VALIENTE A LA LUZ DE LAS VELAS. SOSPECHO QUE LA FE DE USTED RESIDE EN LA LLAMA.

La Muerte sonrió.

Yaya se inclinó hacia delante y apagó la llama de un soplido. Luego se volvió a cruzar de brazos y miró al frente con expresión feroz.

Al cabo de cierto tiempo una voz dijo:

MUY BIEN, YA LO HA DEJADO CLARO

Yaya encendió una cerilla. Su brillo iluminó el cráneo que tenía delante y que no se había movido.

—Muy bien —dijo mientras volvía a encender la vela—. No queremos pasarnos toda la noche aquí sentados, ¿verdad? ¿A cuántos has venido a buscar?

A UNO.

—¿La vaca?

La Muerte negó con la cabeza.

– Podría ser la vaca.

NO. ESO SERÍA CAMBIAR LA HISTORIA.

—La Historia consiste en cosas que cambian.

NO

Yaya se reclinó en su asiento.

—Entonces te desafío a un juego. Es tradicional. Está permitido.

La Muerte guardó silencio un momento.

ESO ES VERDAD.

—Bien.

DESAFIARME MEDIANTE UN JUEGO ES ACEPTABLE.

—Sí.

SIN EMBARGO… ¿ENTIENDE QUE PARA GANARLO TODO TIENE QUE APOSTARLO TODO?

—¿Doble o nada? Sí, lo sé.

PERO NO AL AJEDREZ.

—No soporto el ajedrez.

NI TAMPOCO A MUTILAR A DOÑA CEBOLLA. NUNCA HE PODIDO ENTENDER LAS REGLAS.

—Muy bien. ¿Qué tal entonces una mano de póquer? Cinco cartas por cabeza, sin reemplazos. Muerte súbita, como lo llaman.

La Muerte pensó también en aquello.

¿CONOCE USTED A ESTA FAMILIA?

—NO.

ENTONCES, ¿POR QUÉ?

—¿Vamos a hablar o vamos a jugar?

OH, MUY BIEN.

Yaya cogió el mazo de cartas y lo barajó, sin mirarse las manos y contemplando todo el tiempo a la Muerte con una sonrisa. Repartió cinco cartas a cada uno y se dispuso a recoger las de ella…

Una mano huesuda le agarró la suya.

PERO PRIMERO, SEÑORA CERAVIEJA… VAMOS A INTERCAMBIARNOS LAS CARTAS.

Cogió los dos montones y los intercambió, y luego hizo un gesto con la barbilla a Yaya.

¿SEÑORA?

Yaya miró sus cartas y las tiró sobre la mesa.

CUATRO DAMAS. HUM. CARTAS MUY ALTAS.

La Muerte miró sus cartas y luego levantó la vista hacia los ojos firmes y azules de Yaya.

Ninguno de los dos se movió por un tiempo.

Luego la Muerte dejó su mano en la mesa.

YO PIERDO, dijo. SOLAMENTE TENGO CUATRO UNOS.

Volvió a mirar a los ojos de Yaya durante un momento. Había sendas lucecitas azules en las profundidades de sus cavidades oculares. Tal vez, durante una fracción minúscula de segundo, apenas perceptible incluso para la observación más atenta, una de ellas guiñó.

Yaya asintió y extendió una mano.

Se enorgullecía de la capacidad de juzgar a la gente por su mirada y su apretón de manos, que en aquel caso fue más bien frío.

—Llévate a la vaca —dijo.

ES UNA CRIATURA VALIOSA.

—¿Quién sabe en qué se convertirá el niño?

La Muerte se puso de pie y estiró el brazo para coger su guadaña.

AU, dijo.

—Ah, sí, no he podido evitar fijarme —dijo Yaya Ceravieja mientras la tensión se iba disipando de la atmósfera— en que estás evitando usar ese brazo.

OH, YA SABE CÓMO SON ESTAS COSAS. LAS ACCIONES REPETÍTIVAS Y TODO ESO…

—Podría ponerse peor si lo dejas estar.

¿CÓMO DE PEOR?

—¿Quieres que le eche un vistazo?

¿NO LE IMPORTA? LA VERDAD ES QUE DUELE EN LAS NOCHES FRÍAS.

Yaya se puso de pie y estiró los brazos, pero sus manos traspasaron lo que intentaban coger.

—Mira, vas a tener que hacerte un poco más sólido si quieres que haga algo…

¿POSIBLEMENTE UN FRASCO DE SACROSA E HIDROS?

—¿Azúcar y agua? Me imagino que sabes que eso es solamente para los cortos de entendederas. Venga, súbete la manga. No seas crío. ¿Qué es lo peor que te puedo hacer?

Las manos de Yaya tocaron hueso liso. Había visto casos peores. Por lo menos aquellos brazos nunca habían estado cubiertos de carne.

Palpó, pensó, agarró, retorció…

Se oyó un chasquido.

AU.

—Ahora muévelo por encima del hombro a ver.

ESTO… HUM. SÍ. PARECE QUE ESTÁ CONSIDERABLEMENTE MÁS SUELTO. SÍ, YA LO CREO. CARAMBA, SÍ. MUCHAS GRACIAS.

—Si te vuelve a dar problemas, ya sabes dónde vivo.

GRACIAS. MUCHAS GRACIAS.

—Sabes dónde vive todo el mundo. Los martes por la mañana son un buen momento. Suelo estar en casa.

ME ACORDARÉ. GRACIAS.

—En tu caso, con cita previa. Sin ánimo de ofender.

GRACIAS.

La Muerte se alejó. Un momento después se oyó que la vaca ahogaba un grito débil. Eso y un ligero hundimiento de la piel fue todo lo que marcó al parecer la transición de animal vivo a carne que se enfriaba.

—La fiebre se ha ido —dijo ella.

—¿SEÑORA CERAVIEJA?, dijo la Muerte desde el umbral.

—¿Sí, señor?

TENGO QUE SABERLO. ¿QUÉ HABRÍA PASADO SI YO NO HUBIERA PERDIDO?

—¿Quieres decir a las cartas?

SÍ. ¿QUÉ HABRÍA HECHO USTED?

Yaya dejó al bebé cuidadosamente sobre la paja y sonrió.

—Bueno —dijo—. Para empezar… te habría roto el puto brazo.

* * *

Agnes se quedó despierta hasta tarde, simplemente por la novedad. La mayoría de gente de Lancre, como dice el dicho, se iba a la cama con los pollos y se levantaba con las vacas[4]. Pero ella se quedó a ver la representación vespertina y después a mirar cómo desmontaban los decorados, y vio marcharse a los actores o, en el caso de los integrantes más jóvenes del coro, los vio dirigirse a sus alojamientos en rincones insospechados del edificio. Y después ya no quedó nadie más que Walter Plinge y su madre, barriendo.

Agnes se dirigió a la escalera. Por allí detrás no se veía ni una sola vela, pero las pocas que quedaban encendidas en el auditorio bastaban para darle unos cuantos matices a la oscuridad.

Los escalones subían pegados a la pared trasera del escenario sin nada más que una barandilla endeble entre ellos y un batacazo. Además de llevar a los desvanes y al almacén, situados en los pisos superiores, también eran una ruta para llegar al altillo colgante y al resto de plataformas secretas desde las que hombres con gorras planas y monos de trabajo grises operaban la magia del teatro, normalmente por medio de poleas…

Había una figura en uno de los andamios de encima del escenario. Agnes la vio solamente gracias a que se movió un poco. La figura estaba arrodillada, mirando algo. En la oscuridad.

Ella dio un paso atrás. La escalera crujió.

La figura se giró de golpe. En la oscuridad se abrió un cuadrado de luz amarilla y su haz clavó a Agnes a los ladrillos de la pared.

—¿Quién hay? —dijo ella, levantando una mano para protegerse los ojos de la luz.

—¿Quién eres? —dijo una voz. Y luego, al cabo de un momento—. Ah. Eres… Perdita, ¿verdad?

El cuadrado de luz se acercó meciéndose a Agnes mientras la figura avanzaba por encima del escenario.

—¿André? —dijo ella. Sintió el deseo de apartarse de él, si la pared de ladrillos se lo hubiera permitido.

Y de pronto él estaba en la escalera, una persona normal y corriente, no una sombra, con una linterna muy grande en la mano.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el organista.

—Me estaba… yendo a la cama.

—Ah, sí. —El hombre se relajó un poco—. Algunas de las chicas tenéis habitaciones aquí. La dirección pensó que era más seguro que haceros volver a casa solas por las noches.

—¿Y qué estás haciendo tú aquí? —dijo Agnes, repentinamente consciente de que no había nadie más que ellos dos.

—Estaba… buscando el sitio donde el Fantasma intento estrangular al señor Cripps —dijo André.

—¿Por qué?

—Quería asegurarme de que ahora todo era seguro, por supuesto.

—¿No lo han hecho los tramoyistas?

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