Mascarada (Mundodisco, #18) – Terry Pratchett

Detrás de Salzella, Walter colocó cuidadosamente el último trozo de carbón en la cubeta y le quitó el polvo con meticulosidad.

—Dioses benditos —dijo Balde por fin—. Y yo que creía que el mundo del queso era duro.

Hizo un gesto con la mano hacia el montón de papeles y lo que se suponía que era la contabilidad.

—He pagado treinta mil dólares por este sitio —dijo-¡Está en el centro de la ciudad! ¡Un lugar privilegiado! ¡Y yo que pensé que era una ganga!

—Probablemente habrían aceptado veinticinco mil.

—Y cuénteme otra vez lo del Palco Ocho. ¿Dejan que se quede ese Fantasma?

—El Fantasma lo considera suyo todas las noches de estreno, si.

—¿Y cómo entra?

—Nadie lo sabe. Hemos registrado mil veces en busca de entradas secretas.

—¿Y de verdad no paga?

—No.

—¡Vale cincuenta dólares por noche!

—Habrá problemas si lo vende —dijo Salzella.

—¡Por lo más sagrado, Salzella, usted es un hombre culto! ¿Cómo puede quedarse ahí tan tranquilo y aceptar esta clase de locura? Una criatura enmascarada tiene el control de todo, consigue uno de los mejores palcos para él solo, mata a gente, ¿y usted se queda ahí sentado tal cual y me dice que habrá problemas?

—Se lo he dicho: el espectáculo debe continuar.

—¿Por qué? ¡Nosotros nunca decíamos: «el queso debe continuar»! ¿Qué tiene de especial eso de que el espectáculo deba continuar?

Salzella sonrió.

—Tal como yo lo entiendo —dijo—, el… poder que hay detrás del espectáculo, el alma del espectáculo, todo el esfuerzo que se ha invertido en él, llámelo como quiera… sale a borbotones y se derrama por todas partes. Por eso los oye parlotear y decir que «el espectáculo debe continuar». Es que tiene que continuar. Pero la mayor parte de la compañía no entendería siquiera por qué alguien se lo pregunta.

Balde miró el montón de lo que se suponía que eran los libros de contabilidad de la Ópera.

—¡Lo que seguro que no entienden es la contabilidad! ¿Quién lleva las cuentas?

—Todos, en realidad —dijo Salzella.

—¿Todos?

—Se mete el dinero, se saca el dinero… —dijo Salzella en tono vago—. ¿Es importante?

Balde se quedó boquiabierto.

—¿Qué si es importante?

—Porque —continuó Salzella, en tono tranquilo— la ópera no da dinero. La ópera nunca da dinero.

—¡Por lo más sagrado, hombre! ¿Que si es importante? Me gustaría saber qué habría conseguido yo en el negocio del queso si hubiera dicho que el dinero no era importante. Salzella forzó una sonrisa.

—Hay gente ahora mismo sobre el escenario, señor —dijo—. Que dirían que es probable que usted hubiera hecho quesos mejores. —Suspiró y se inclinó sobre la mesa—. Entiéndalo —dijo—. El queso da dinero. Y la ópera no. La ópera es en lo que uno se gasta dinero.

—Pero… ¿y qué es lo que se obtiene?

—Se obtiene ópera. Uno invierte dinero, fíjese, y lo que sale es ópera —dijo Salzella en tono cansino.

—¿No hay beneficio?

—Beneficio… beneficio —murmuró el director musical, rascándose la frente—. No, creo que no me suena la palabra.

—Entonces, ¿cómo saldremos adelante?

—Parece que vamos tirando.

Balde se sujetó la cabeza con las manos.

—O sea —murmuró, medio para sí mismo—. Sabía que este sitio no daba mucho, pero pensaba que era solamente porque estaba mal gestionado. ¡Tenemos mucho público! ¡Cobramos una pasta por las entradas! ¡Y ahora me dice que corre por aquí un Fantasma que mata a la gente y que ni siquiera ganamos dinero!

Salzella sonrió, feliz.

—Ah, la ópera -dijo.

* * *

Greebo acechaba sobre los tejados de la posada.

La mayoría de gatos se sienten nerviosos e incómodos cuando se los saca de su territorio, razón por la cual los libros de gatos recomiendan ponerles mantequilla en las patas y esas cosas, presumiblemente porque resbalar constantemente contra paredes desviará la mente del animal de la cuestión de dónde se encuentran esas paredes en realidad.

Pero Greebo no tenía problemas para viajar, simplemente porque daba por sentado que el mundo entero era su cajón de arena.

Ahora se dejó caer pesadamente sobre una edificación anexa y caminó con paso suave hacia una ventana pequeña y abierta.

Greebo también tenía una perspectiva gatuna del tema de las posesiones, que consistía simplemente en que nada comestible tenía derecho a pertenecer a otra gente.

De la ventana venía una variedad de olores, entre ellos pastel de carne y nata. Se coló por la ventana y se dejó caer en el estante de la despensa.

Por supuesto, a veces lo pillaban. O por lo menos, a veces lo descubrían…

Realmente había nata. Greebo se puso cómodo.

Ya se había bebido la mitad del cuenco cuando se abrió la puerta.

A Greebo se le aplanaron las orejas. Su ojo bueno buscó desesperadamente una ruta de escape. La ventana estaba demasiado alta, la persona que había abierto la puerta llevaba un vestido largo que militaba contra la antigua táctica de «por entre las piernas» y… y… y… no había escapatoria…

Sus garras escarbaron en el suelo.

Oh, no… Aquí llega…

Algo cambió en el campo morfogénico de su cuerpo. Tenía delante un problema que una forma de gato no podía afrontar, bueno, conocemos otra…

A su alrededor la vajilla cayó al suelo. Los estantes estallaban a medida que su cabeza se elevaba. Una bolsa de harina explotó hacia fuera para hacer sitio al ensanchamiento de sus hombros.

La cocinera alzó la cabeza para mirarle. Luego la bajó. Y luego la levantó. Y entonces, con la mirada prendida como si estuviera sujeta a un torno, la volvió a bajar.

Y gritó.

Greebo gritó.

Agarró desesperadamente un cuenco para cubrirse esa parte que, como gato, nunca tenía que preocuparse por mostrar abiertamente.

Y volvió a gritar, esta vez porque acababa de derramarse grasa tibia de cerdo por encima.

Sus dedos buscaron a tientas y encontraron un molde grande de cobre para hacer gelatina. Usándolo para taparse la zona de las ingles, se lanzó hacia delante y salió fuera de la despensa y fuera de la cocina y fuera del comedor y fuera de la posada y adentro de la noche.

El espía, que estaba cenando con el viajante, dejó su cuchillo sobre la mesa.

—Eso es algo que no se ve a menudo —dijo.

—¿El qué? —dijo el viajante, que había estado de espaldas al revuelo.

—Uno de esos viejos moldes de cobre para gelatina. Ahora se pagan bastante caros. Mi tía tenía uno muy bueno.

A la cocinera histérica le dieron una buena copa y varios miembros del personal salieron a la oscuridad para investigar.

Lo único que encontraron fue un molde para gelatina abandonado en el suelo del patio.

* * *

Cuando estaba en casa, Yaya Ceravieja dormía con las ventanas abiertas y sin cerrar la puerta con llave, confiada en su conocimiento de que las diversas criaturas nocturnas de las Montañas del Carnero antes se comerían sus propias orejas que penetrarían en su casa. En las tierras peligrosamente civilizadas, sin embargo, adoptaba una perspectiva distinta.

—De verdad, no creo que tengamos que atrancar la puerta con la cama, Esme —dijo Tata Ogg, empujando por su lado.

—Cualquier cautela es poca —dijo Yaya—. Pon por caso que algún hombre se pone a trastear con el pomo en medio de la noche.

—A nuestras edades ya no —dijo Tata en tono triste.

—Gytha Ogg, eres lo más…

Un ruido líquido interrumpió a Yaya. Venía de detrás de la pared y continuó durante un momento.

Se detuvo y luego volvió a empezar: un chorro continuo que gradualmente se redujo a gotitas. Tata empezó a sonreír.

—¿Alguien está llenando la bañera? —dijo Yaya.

—… O supongo que podría ser alguien llenando la bañera —admitió Tata.

Se oyó el ruido de una tercera jarra al vaciarse. Unos pasos abandonaron la habitación. Pocos segundos más tarde se abrió una puerta y se oyeron unos pasos bastante más pesados, seguidos después de un breve intervalo por unos pocos chapoteos y un gruñido.

—Sí, un hombre metiéndose en la bañera —dijo Yaya—. ¿Qué estás haciendo, Gytha?

—Ver si hay un agujero en alguna parte de esta madera —dijo Tata—. Ah, aquí hay uno.

—¡Vuelve aquí!

—Lo siento, Esme.

Y entonces empezaron las canciones. Era una voz de tenor muy agradable, a la que el propio baño añadía timbre:

—Enséñame el camino a casa, estoy cansado y quiero acostarme…

—Alguien se lo pasa bien por lo menos —dijo Tata.

… Por donde sea que yo vaya… Se oyó a alguien llamando a la lejana puerta del baño, ante lo cual el cantante cambió con naturalidad de idioma:

—… Per vía di térra, mare o schiuma… Las brujas se miraron entre ellas. Una voz apagada dijo:

—Le he traído su botella de agua caliente, señor.

—Muuchias grachias —dijo el bañista, con la voz empapada de acento. Unos pasos se alejaron en la distancia.

—… Indicante la strada… para irme a casa. —Chapoteo chapoteo—. Bueeenas noches amigooos…

—Bueno, bueno, bueno —dijo Yaya, más o menos para sí misma—. Parece una vez más que nuestro señor Babosa es un políglota secreto.

—¡Vaya! Y ni siquiera has mirado por el agujero —dijo Tata.

—Gytha, ¿hay algo en este mundo que no puedas conseguir que suene sucio?

—Todavía no lo he encontrado, Esme —dijo Tata en tono jovial.

—Quería decir que cuando murmura en sueños y canta en la bañera habla como nosotras, pero cuando cree que hay gente escuchando se vuelve todo extranjero.

—Es probablemente para despistar a ese tal Basílica —dijo Tata.

—Oh, yo creo que el señor Basílica es muy íntimo de Henry Babosa —dijo Yaya—. De hecho, creo que son la misma…

Alguien llamó suavemente a la puerta.

—¿Quién es? —exigió Yaya.

—Soy yo, señora. El señor Rendija. Esta es mi taberna.

La brujas apartaron la cama y Yaya abrió la puerta parcialmente.

—¿Sí? —dijo con recelo.

—Esto… el cochero nos ha dicho que son ustedes… ¿brujas?

—¿Sí?

—¿Tal vez podrían… ayudarnos?

—¿Qué problema hay?

—Es mi chaval…

Yaya abrió la puerta un poco más y vio a la mujer que estaba detrás del señor Rendija. Bastó con echarle un vistazo a la cara. Llevaba un fardo en brazos.

Yaya dio un paso atrás.

—Tráiganlo adentro y déjenme echarle un vistazo.

Cogió el bebé de brazos de la mujer, se sentó en la única silla de la habitación y apartó la manta. Tata Ogg miró por encima del hombro.

—Hum —dijo Yaya al cabo de un momento. Echó un vistazo a Tata, que negó con la cabeza de forma casi imperceptible.

—Hay una maldición en esta casa, eso es lo que es —dijo Rendija— Mi mejor vaca también está enferma de muerte.

—¿Ah? ¿Tiene un establo? —Dijo Yaya—. Es muy buen lugar para poner a los enfermos, el establo. Por el calor. Enséñeme dónde lo tiene.

—¿Quiere llevar al chico allí?

—Ahora mismo.

El hombre miró a su mujer y se encogió de hombros.

—Bueno, seguro que usted sabe bien lo que hace —dijo—. Es por aquí.

Llevó a las brujas abajo por una escalera trasera y a través de un patio hasta el aire fétido y dulzón del establo. Había una vaca tumbada sobre la paja. Cuando entraron la vaca movió un ojo frenéticamente e intentó mugir.

Yaya examinó la escena y permaneció un momento con expresión meditabunda.

Luego dijo:

—Esto servirá.

—¿Qué necesita? —preguntó Rendija.

—Solamente paz y silencio.

El hombre se rascó la cabeza.

—Yo pensaba que hacían ustedes un cántico o fabricaban una poción o algo así —dijo él.

—A veces.

—O sea, sé dónde hay un sapo.

—Solamente necesito una vela —dijo Yaya—. Nueva, si es posible.

—¿Y eso es todo?

—Sí.

El señor Rendija pareció un poco desconcertado. A pesar de su aturdimiento, algo en sus ademanes sugería que Yaya Ceravieja no podía ser demasiado buena bruja si no quería un sapo.

—Y unas cerillas —dijo Yaya, notando aquello—. Una baraja de cartas también sería útil.

—Y yo necesitaré tres chuletas frías de cordero y exactamente dos pintas de cerveza —dijo Tata Ogg.

El hombre asintió. Aquello no se parecía mucho a un sapo, pero era mejor que nada.

—¿Para qué has pedido eso? —Dijo Yaya entre dientes, después de que el hombre saliera a toda prisa—. ¡No me imagino de qué te van a servir! Además, ya has cenado un montón.

—Bueno, siempre estoy lista para una comida extra. No vas a querer que me quede por aquí y seguro que me aburro —dijo Tata.

—¿Yo he dicho que no quiero que te quedes?

—Bueno… hasta yo puedo ver que ese niño está en coma, y la vaca tiene el Bacterio Rojo si me queda algo de juicio. También grave. Así que supongo que estás planeando alguna… acción directa.

Yaya se encogió de hombros.

—En un momento así, una bruja necesita estar sola —siguió Tata—. Pero ten cuidado con lo que haces, Esme Ceravieja.

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