Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—Porque fui por un camino diferente al que seguiste tú, obviamente. ¿Cuál es la segunda pregunta?

—¿Cómo sabías que a la muchacha muerta le habían clavado una puñalada en el corazón?

—Me lo dijo un guardia. ¿La siguiente?

—¿De dónde sacaste el tentáculo?

Se volvió bruscamente hacia mí y pensé que estaba a punto de lanzar un hechizo. No hice nada. Calló durante un momento, y luego dejó caer los brazos a los lados, con lentitud. Me di cuenta de que estaba asustado; asustado, pero aún seguro de sí mismo.

—¿Qué sabes? -me preguntó.

—Que no vas a marcharte de este barranco sin matarme.

Avancé hacia él con las manos ligeramente alzadas, y las palmas y las muñecas vueltas hacia arriba. Es un truco de comerciante; te hace parecer vulnerable, inofensivo. Él no reaccionó, o al menos no intentó apartarse, lo cual era buena cosa.

—Aparte de eso -dijo, en cambio.

—Llegaste aquí hace seis meses bajo la identidad de un sacerdote novicio de Talabheim -comencé-. Estábamos esperando que un tal hermano Gilbertus llegase de allí, así que supongo que lo mataste para suplantarlo. Has pasado seis meses asegurándote de que hubiera muchos cadáveres sin bendecir en los alrededores de la ciudad, a los cuales podrías reanimar más tarde con tu magia.

»Ayer por la mañana mataste a la muchacha detrás de La Rata Ahogada, hechizaste el cadáver y, luego, hiciste que pareciese una mutante, para que nadie se sorprendiera demasiado cuando yo no lograra llevar a cabo la ceremonia del Rito Innombrable. También persuadiste al padre Zimmerman de que yo estaba malgastando el tiempo del templo, para que el cadáver permaneciera en el Factorum durante toda la noche, sin bendecir, a punto para reanimarlo. Cuando te encontré en el exterior del Templo, habías estado allí desde el principio para controlar a la muerta.

—¿Sabes todo eso? -preguntó.

Me aproximé un poco más hacia él, hasta quedar separados poco menos de un metro. Detrás de Gilbertus, el borde del barranco se precipitaba hacia la eternidad.

—La mayor parte son conjeturas -admití.

—Tantas conjeturas… para un comerciante arruinado obsesionado aún por la pérdida de su familia. Estoy impresionado.

Para entonces había abandonado por completo el fingimiento; ya no era Gilbertus. Nunca había sido Gilbertus en lo más mínimo, como no fuese en la mente de algunos sacerdotes demasiado confiados. Si alguno de ellos se hubiese encontrado cerca, no habría reconocido al sarcástico arrogante que se atrevía a mofarse de mi congoja.

Pero no había nadie más, pues el barranco de los Suspiros estaba desierto. Allí sólo estábamos nosotros y la arremolinada nieve: él, con su plan y su magia; yo, con el recuerdo de Filomena que acababa de evocar, y con toda la tristeza y cólera que éste conllevaba. Volvió a sonreír.

—Y bien, hermano, ¿por qué un sacerdote de Morr, o incluso un nigromante, iba a hacer lo que acabas de describir?

—Porque -respondí sin disimular la amargura de mi voz- eres ambicioso. Porque para un nigromante no podría existir una posición de poder mayor que la de jefe de un templo de Morr, donde todos los cadáveres que podrías necesitar serían traídos hasta tu mismísima puerta por los buenos ciudadanos de Middenheim. Es probable que tengas algún plan para apoderarte de la ciudad en un par de años.

—Tal vez.

Entonces lo tenía cerca y ya no sonreía. Su expresión era fría y dura. Los copos de nieve se arremolinaban en el espacio que mediaba entre nosotros.

—Iba a preguntar quién era la muchacha -dije-, pero ya no tiene importancia.

—Era joven, fuerte, sensible a mi magia; una herramienta potencial. Tú y yo nos parecemos, hermano. Yo no sentía ningún interés por la muchacha cuando estaba viva, y tú tampoco. Con todo el sufrimiento, todo el dolor que hay en la ciudad, y sólo tienes utilidad para ellos cuando están muertos. Podríamos trabajar juntos. Podríamos aprender muchísimo el uno del otro, y a mí me vendría bien contar con un hombre como tú. ¿Qué me dices? Únete a mí. Regresemos al templo. Allí te hablaré de la muchacha.

—Ya te he dicho que no tiene importancia.

Pero su sugerencia me había desconcertado. ¿Éramos similares? ¿Tenía yo en mi interior la semilla de la nigromancia?

Y entonces, él comenzó a entonar un encantamiento con voz aguda, rápida, y de repente, mi fin se convirtió en algo mucho más próximo. «Cuenta hasta cinco», había dicho Alfric. Me quedaban cinco segundos de vida.

Uno. Avancé dos pasos.

Dos. Ya me encontraba ante él y tenía la daga que había ocultado bajo la capa en la mano.

Tres. Se la clavé profundamente en el estómago y su sangre, caliente, manchó mis dedos entumecidos. Alcé el rostro hacia el suyo y nuestros ojos se encontraron. Los de Gilbertus estaban colmados de horror.

Cuatro. Pasó un largo segundo, y él no dejó de entonar las palabras del hechizo.

Cinco. Retorcí el cuchillo con todas mis fuerzas, y los dedos resbalaron a causa de la sangre. Gilbertus profirió un grito de dolor. El monólogo se interrumpió y el hechizo quedó anulado. Hizo una pausa, y luego se lanzó contra mí. Mis pies resbalaron sobre el suelo cubierto de nieve, y caí.

El se desplomó encima de mí y quedó jadeando sobre mi cuello. Intenté apartarme rodando, pero él me inmovilizó contra la tierra. Estaba desangrándose, pero era más corpulento y fuerte que yo: como mínimo, podía arrastrarme a la muerte consigo.

Sus dedos encontraron mi cuello, apretaron y me torcieron la cabeza hacia un lado. La nieve me cubrió el rostro y me llenó los ojos y la nariz con su arenoso frío. Podía sentir la tibieza de su sangre sobre el estómago, y la empuñadura del cuchillo que tenía clavado presionaba con fuerza contra mi cuerpo. Se me nubló la mente de dolor y oscuridad.

Me sentía como un hombre agonizante. Dentro de mi cabeza se formaban imágenes: rostros, el padre Zimmerman con su semblante contorsionado por la agonía; el hermano Rickard partido por la mitad; Schtutt; mi esposa Filomena y mi hijo Karl sonriendo en la última mañana que los vi, y la media cara de la muchacha muerta de Norse, cuyo nombre e historia no conocería jamás.

No, aún no había acabado con el trabajo que tenía que hacer allí. Debía llevar a cabo la obra de Morr.

Algo despertó en mi cansado cuerpo, una última reseña de fuerza. Mis brazos hallaron los de él, soltaron las manos que me rodeaban el cuello, y lo empujaron con tal fuerza que rodó por la blancura que cubría el terreno funerario.

Giré sobre mí mismo para seguirlo. Se encontraba acuclillado e intentaba ponerse de pie, mientras una mano buscaba a tientas el cuchillo para arrancárselo. Continué rodando y me estrellé contra él. Sentí que caía de lado y resbalaba, para luego aferrarse a mi capa y retenerla. Por un momento, no pude entender por qué lo hacía, pero luego sentí que su peso tiraba de mí y comprendí: nos encontrábamos en el borde del barranco y él se estaba cayendo.

No sabía si intentaba volver a subir o quería arrastrarme consigo, pero eso carecía de importancia porque yo estaba deslizándome por la nieve, arrastrado hacia el precipicio. Agité brazos y piernas en un intento de aferrarme a algo, pero lo único que hallé fue nieve suelta, y continué resbalando hacia la muerte.

Mi mano izquierda encontró una pequeña grieta en la roca, y me agarré a ella con todas mis fuerzas. Entonces podía ver el vacío. Debajo de mí colgaba Gilbertus, o el hombre al que yo había llamado Gilbertus. Tenía una mano envuelta en mi capa y con la otra se aferraba desesperadamente a la roca vertical del acantilado. El viento agitaba los ropajes alrededor de su cuerpo. Debajo de ambos se arremolinaba y volaba una infinidad de nieve que no dejaba ver nada más.

Gilbertus alzó la cabeza y me miró a los ojos. Los suyos eran charcos de destellante oscuridad; era como mirar dentro de un pozo antiguo. Ni siquiera en ese momento pude captar nada en ellos. Tenía el semblante tan blanco como el hielo. De la herida de su vientre aún manaba sangre que caía girando en la ventisca.

—Súbeme -pidió, y había debilidad en su voz.

—No -respondí yo.

Tenía ganas de golpearle las manos para obligarlo a soltarse, pero temía que el más ligero movimiento me hiciese deslizarme por el borde del barranco.

—Súbeme -repitió-, y te llevaré hasta tu esposa y tu hijo.

—Estás mintiendo -le contesté.

En ese momento, se oyó el sonido de la tela de mi capa al rasgarse de través. El nigromante se balanceó hacia un lado sobre la pared del barranco, sujeto momentáneamente en el aire por la tela más gruesa del dobladillo; luego, también ésta se rasgó, y él se precipitó al vacío.

A medida que caía, su cuerpo se hacía más indistinto, arrastrado entre la nevisca, hasta que desapareció en la blancura de la tormenta. No se oyeron ni gritos ni el sonido de impacto, que posiblemente fueron amortiguados por la nieve.

Yo permanecí allí tendido durante un rato. La sangre me latía con fuerza en las sienes, y mis manos se aferraban por reflejo a todo lo que encontraban. Sentía contra el rostro el frío de la nieve y la roca, lo que me recordaba que estaba vivo.

***

Por fin, retrocedí un metro, con lentitud, y me levanté. La zona estaba manchada de sangre, pero la nieve que caía en abundancia ya empezaba a cubrir las manchas y regueros de color rojo, así como las huellas e impresiones que delataban la reciente lucha.

Me dolían las costillas. Miré a mi alrededor y vi que el área continuaba desierta: sin señales, sin pruebas, sin testigos, sin complicaciones. Susurré una oración de gracias a Morr.

Por un instante, volví a ver el rostro de Gilbertus, sentí su peso suspendido de mi capa por una mano y oí sus últimas palabras. No sabía nada. Era imposible que supiera nada. Habría dicho cualquier cosa para salvarse. No; había mentido. Tenía que ser así.

Entonces, su espíritu había acudido ante Morr. Incluso los nigromantes antes o después tenían que hacer las paces con el Dios de la Muerte. Se me ocurrió que, a pesar de que aún pensaba en él como Gilbertus, desconocía su verdadero nombre.

Di media vuelta para regresar al templo. Estando Gilbertus muerto, su hechizo debía haberse deshecho, y yo podría darle descanso al alma de la muchacha muerta. También rezaría una bendición por el alma de él, y si alguien me preguntaba qué había hecho durante ese día, respondería que les había dado la paz a dos almas en pena.

Me pregunté si alguna vez lograría ese sosiego para la mía.

A salto de mata

Hacía ya un año que el muchacho invisible se encontraba en la ciudad, y estaba celebrando ese triunfo. Aún no tenía trabajo ni perspectiva alguna de conseguirlo, y sus reservas de dinero estaban llegando otra vez al límite, pero, de todas formas, cuando caía la noche tenía una buena comida y unos cuantos vasos de cerveza en la barriga.

La gente que le hablaba o lo conocía, antes de llegar a la ciudad, lo llamaba Resollador. En ese momento, en cambio no era nadie, pero se sentía feliz.

Cuando llegó por primera vez, el olor de la ciudad le había quemado las fosas nasales y la garganta durante algún tiempo, y el hedor había hecho que se sintiera enfermo; pero, poco a poco, había logrado no reparar en él. Estaba especialmente feliz porque no había estornudado ni resollado una sola vez durante su estancia en la ciudad.

En la época en que lo había rodeado el buen aire del campo, había sufrido durante todo el año a causa de su nariz, que no dejaba de moquear. En primavera y en verano, estornudaba continuamente, y sus ojos no cesaban de llorar. Y durante la cosecha, resollaba. Por eso, le habían puesto aquel sobrenombre. Era Resollador.

Entonces, veía el lado divertido de todos los años pasados respirando el buen aire puro del campo. ¡Bendita fuese la atmósfera asquerosa y contaminada de la ciudad, donde, fuera verano o invierno, se sentía cada vez mejor! El antiguo sobrenombre se había transformado en algo así como un chiste secreto, si es que alguna vez llegaba a encontrar a alguien que le preguntaba cómo se llamaba, claro. Había pasado un año y nadie le había dirigido la palabra. Nadie se fijaba en él. Nadie parecía verlo siquiera.

***

El tiempo era frío, húmedo, oscuro y triste. No importaba el invierno; el cambio a la primavera era la peor época del año.

Kruza estornudó con fuerza en un hermoso pañuelo de lino, que, apenas unos minutos antes, le había robado del bolsillo a un caballero de la ciudad. Ya no podría venderlo, pero en esa época del año necesitaba sonarse la nariz y. en comparación con el resto de su trabajo, la pérdida del dinero que le habrían dado por un pañuelo resultaba insignificante.

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