—Entra -dijo.
Lo hice. Hay un truco con los ropajes y vestidos largos que todas las damas bien nacidas conocen y todos los sacerdotes deberían aprender: camina con pasos leves y cortos, y si lo haces bien parecerá que te deslizas por el suelo, no que caminas. En el caso de los hábitos negros de un adorador de Morr, el efecto puede resultar muy inquietante.
El silencio cayó sobre el lugar cuando entré, y la quietud lo cubrió todo como un manto de fría escarcha mientras atravesaba la pequeña sala. Había tal vez unas diez personas, desde matones baratos que bebían cerveza barata hasta los de menos mala fama con su copa de vino o de absenta.
Un hombre tocado con un plano sombrero bretoniano que se encontraba sentado en la barra inclinó la cabeza y alzó su vaso hacia mí. Tenía el rostro arrugado por la edad y la vida dura como si fuera un cuadro antiguo, y sus ojos parecían huevos escalfados inyectados en sangre. Lo reconocí de los viejos tiempos, pero no logré recordar su nombre. Probablemente, tenía varios.
Se oyó un sonido que procedía de uno de los reservados del otro extremo de la sala. Nadie miró hacia allí, por lo que supe que se trataba de quien yo estaba buscando, y me deslicé hacia él. El ancho cuerpo de Alfric estaba encajado allí dentro. Lo acompañaban uno de sus secuaces y un humano gordo, ataviado con ropas opulentas. Éste estaba sentado al otro lado de la mesa, que en el de los enanos se veía cubierta de jarras vacías y monedas de oro. Alfric alzó la mirada. En su barba había más gris de lo que yo recordaba, y las cicatrices que rodeaban su nariz destrozada estaban de color rojo fuego, signo seguro de que había estado bebiendo en abundancia, aunque habría sido imprudente por mi parte suponer que estaba borracho o con la guardia baja.
—Buenas noches, hermano -dijo-. Siéntate. ¿En qué puedo serle de utilidad al templo de Morr esta noche?
Yo no me senté.
—Alfric Medianariz, el nombre de cuya familia es Rompeyunques -dije, en cambio-, he venido para restablecer el equilibrio de honor entre nuestras familias.
—¿Ah, sí?
Alfric no parecía interesado. Advertí, sin embargo, que el humano gordo estaba sudando. No se trataba de un comerciante, al menos no de uno bueno: estaba claro que no tenía el temple necesario para negociar en asuntos delicados. Ociosamente me pregunté quién sería y qué le habría causado tanta desesperación para ir a ver a Alfric después de la segunda campanada de la noche. Parecía preocupado, pero era su problema. Yo tenía los míos que atender.
—Hace cinco años -comencé-. Yo… ¡Oh, qué diantres! Me ahorraré las formalidades. Me debes un favor por la vez en que quemé el cuerpo de aquel tendero al que le disparó tu nieto. Vengo a que me lo pagues.
—Así es, y estás en tu derecho. -Alfric bebió un sorbo de la jarra-. Siempre has sido impaciente. Siempre has querido que las cosas se hagan a tu manera. ¿El nombre y el gusto en el vestir son las únicas cosas que has cambiado desde que desapareció tu familia? -No dije nada-. Entonces, ¿aún no los has encontrado? Bueno, si necesitas ayuda, ya sabes adonde debes venir.
Sabía que intentaba pincharme para demostrarme lo disgustado que estaba por interrumpir sus negociaciones, así que no le contesté.
—El templo fue atacado esta noche -dije-. Alguien animó un cadáver contra nosotros. Al parecer, lo enviaron a matar gente, no a causar desperfectos, pero produjo muchos, de todas formas. Y el padre Zimmerman ha muerto.
Aunque era la segunda vez que decía eso, resultó la primera que lo entendía. De repente, me sentí muy cansado. Junto al comerciante había un sitio vacío, así que me senté.
Alfric me observó con sus oscuros ojos destellando como piedras mojadas a la débil luz de las lámparas.
—Parece el trabajo de un nigromante.
—Eso pensé yo. -Hice una pausa-. ¿Hay alguno de…, de ese oficio en la ciudad?
—Ninguno que yo sepa, y eso probablemente significa que no los hay.
Calló para beber otro sorbo. Yo confiaba en él, ya que los ojos y oídos de Alfric estaban por todo Middenheim. Los enanos habían construido la ciudad, y sus túneles aún la recorrían como los túneles de la carcoma en un mueble podrido. Alfric y sus informadores los conocían bien; escuchando desde las entradas secretas y espiando a través de agujeros, estaban al corriente de todas las idas y venidas de la ciudad. Alfric Medianariz era el mejor informador y el más grande de los chantajistas de la ciudad.
—Así pues, ¿quién podría haberlo hecho? ¿Conoces a alguien que tenga resentimientos contra el templo? -pregunté.
Alfric hizo girar la cerveza por dentro de la boca y tragó.
—Calla. Estoy pensando en nigromantes.
Bebió otro gran sorbo y lo saboreó con detenimiento.
«Nigromancia», pensé. Si se trataba de un nigromante, carecía de sentido preguntar por sus resentimientos. Los nigromantes odiaban a los sacerdotes de Morr tanto como nosotros los odiábamos a ellos. Los dos bandos tratábamos con la muerte, pero mientras nosotros la veíamos como un pasaje, una etapa dentro de un proceso, ellos la consideraban una herramienta. Nosotros estábamos interesados en liberar a las almas; ellos deseaban esclavizarlas con su magia oscura e impía. Por supuesto que estaban resentidos con nosotros. Por supuesto que cualquier nigromante ambicioso querría destruir el poder del templo de Morr. Y si eso significaba matar a sus sacerdotes… Bueno, al igual que en nuestro caso, los cadáveres eran la mercancía de su oficio. No obstante, había algo en la forma en que se había movido el cuerpo de la muchacha, en el modo como había buscado al padre Zimmerman… Me rondaba una idea vaga, pero, cuando intenté asirla, no pude. La voz de Alfric interrumpió mis pensamientos.
—Era uno de vuestros cadáveres, ¿no es así? Uno de los que estaban en el templo.
—Sí -respondí-. Y había algo que…
—Sabré cómo sucedió eso, hermano -e hizo hincapié en esa última palabra-. Ese sacerdote nuevo que tenéis, el de Talabheim…
—Gilbertus.
—Gilbertus. Es un tipo descuidado; no hace las bendiciones del modo adecuado. Las hace con demasiada precipitación, como tú. Algún día deberías observarlo cuando está en el barranco de los Suspiros. Hace bien los gestos, eso sí, al menos lo bastante bien como para convencer a los deudos. Pero créeme si te digo que esos cuerpos son precipitados por el barranco sin estar bendecidos. Es descuidado, y también peligroso si hay un nigromante por aquí cerca: cuerpos sin bendecir, preparados para que se los pueda animar. Si hay un nigromante en la ciudad, y no estoy diciendo que lo haya, te lo advierto, deberíais tener cuidado. Los nigromantes son peligrosos. Mi abuelo se peleó con uno de ellos. Son rápidos. «Si empiezan a entonar un hechizo dirigido a ti, cuenta hasta cinco -me dijo-, y no llegarás a seis porque ya estarás muerto.»
En mi mente comenzaba a formarse algo, una idea relacionada con los nigromantes y el templo, que intentaba abrirse camino a través del agotamiento de la jornada. Me levanté. Mis pensamientos necesitarían algo de tiempo para aclararse y llegaría la mañana antes de que supiera si había oído la respuesta que necesitaba, aunque la larga caminata hasta el templo, en medio del aire frío, me ayudaría.
—Gracias, Alfric. La deuda está saldada. Te dejo con tus asuntos.
Por un momento, pareció sorprendido, pero hacía falta más que eso para alterar de verdad su rostro lleno de cicatrices.
—Me alegro de haberte visto, Dieter -replicó, y se volvió otra vez hacia su sudoroso cliente sin añadir nada más.
Avancé hasta la puerta y salí a la fría noche. Había comenzado a nevar, y me envolví apretadamente con el hábito. No fue hasta que giré la esquina de La Casa Bretoniana cuando me di cuenta de que me había llamado Dieter y de que yo había olvidado preguntarle acerca de la muchacha muerta. Por mi mente pasó una fugaz imagen de su rostro ardiendo con la sonrisa inexpresiva. De algún modo, su identidad no parecía importante en ese momento.
***
El barranco de los Suspiros es un lugar repleto de contradicciones. Desde el borde, puede verse toda la Middenland que se extiende hasta las Montañas Centrales: colinas, diminutas aldeas y la enorme alfombra verde del bosque de Drakwald, por donde serpentea el camino de Talabheim. En los tiempos en los que aún era capaz de apreciar la belleza, creía que se trataba del lugar más encantador y romántico de la ciudad. Sin embargo, cuando uno se acerca al borde y mira hacia abajo, ve los pedazos de ataúdes partidos, los cadáveres amortajados que yacen sobre las rocas o quedan colgados de las ramas de los árboles tras haber sido arrojados, y a veces el cuerpo no consagrado de un suicida, o también de la víctima de un asesinato.
En ese momento, no obstante, era imposible ver nada porque estaba nevando con intensidad. Me envolví más apretadamente en la capa y observé al séquito fúnebre de media mañana. La voz de Gilbertus quedaba amortiguada por la nieve, pero yo conocía tan bien el sombrío encantamiento que estaba entonando que habría detectado el más ligero error. Hasta el momento, no había pronunciado ni una sílaba equivocada. En torno a él, los deudos se apiñaban para protegerse del frío, de la mutua aflicción y del miedo a la muerte. El ataúd de pino sin barnizar descansaba sobre el féretro. No se trataba de un funeral opulento.
Gilbertus se volvió ligeramente, y yo oculté la cabeza tras la esquina del edificio para que no me viera. Hacía un frío de mil demonios, y el viento cortante estaba insensibilizándome los pies y los dedos de las manos; pero si me movía demasiado denunciaría mi presencia. Así pues, me quedé quieto como una temblorosa estatua y escuché el encantamiento.
¡Allí! Había cambiado algo. Nada tan obvio como saltarse una palabra o un verso, sino sólo un sutil cambio en el ritmo de la oración. Dos versos más tarde, ocurrió otra vez, y una tercera casi de inmediato. Luego, recitó toda una estrofa que no reconocí.
No se trataba de una lección mal recordada, sino que estaba cambiando cosas. Yo no comprendía el idioma de las sagradas bendiciones -casi nadie lo entendía, y nos limitábamos a aprenderlas de manera maquinal-, pero me daba cuenta de que ahí había algo raro. El miedo ascendió con lentitud por mi espalda, y me habría puesto a sudar de no haber sido por el frío que hacía.
Se dijo una última bendición, y el féretro fue empujado hasta el borde del barranco. Tras ser alzado por un extremo, el ataúd resbaló hacia el vacío, y los deudos fueron alejados del límite del precipicio antes de que ascendiera hasta ellos el ruido del impacto final. No se demoraron por los alrededores; el grupo se dispersó con rapidez, ansiosos todos por alejarse de aquel lugar de muerte y regresar a la calidez de sus casas para consolarse los unos a los otros y, según supuse, alimentarse con los tradicionales platos de carne de los funerales. Gilbertus permaneció allí durante un momento, y yo salí para reunirme con él.
—Bien hallado, hermano -le dije.
—Sí, hermano. Hace frío. -Pateó el suelo unas cuantas veces para entrar en calor-. ¿Has venido para oficiar un funeral?
—En cierto sentido -repliqué-, pero quiero hablar contigo acerca del ataque de anoche.
—Sí -replicó- un asunto desagradable. ¿Te han dicho que hay una reunión, después de cenar, para determinar quién actuará como jefe del templo?
Había cambiado algo en su tono, en toda su actitud. Su voz ya no era la de un aprendiz. El día anterior me hablaba con respeto, pero en ese momento lo hacía con arrogancia. Hizo una pausa y se dio la vuelta, y yo me pregunté si lo hacía porque no quería que le viese el rostro mientras hablaba.
—La pasada noche dijiste que creías saber quién estaba detrás del ataque. ¿Es verdad eso?
—La pasada noche estaba equivocado -respondí.
—¿Ah, sí?
—Sí -asentí-. Pensaba que se trataba de un nigromante resentido, pero no es así; es un nigromante ambicioso. ¿Tienes ambiciones, hermano?
—Cuando hace frío, siento frío -dijo con un tono nuevo, a medio camino entre el miedo y la agresividad-. ¿Por qué no buscamos un sitio abrigado para hablar de eso?
—Me siento bien aquí -respondí-. No nos llevará mucho tiempo. Sólo tengo cuatro preguntas que hacerte. Primera, si anoche habías ido a dar la alarma, ¿por qué no vi tus huellas sobre la escarcha del parque?