Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Me marché.

***

Era de noche. Yacía despierto sobre mi estrecha cama y contemplaba los dibujos que la luz de la luna proyectaba sobre la pared de piedra de la diminuta ventana de mi diminuta celda; el duro resplandor del aura de Morrslieb eclipsaba poco a poco la luz más cálida de Mannslieb. Tenía el cuerpo absolutamente exhausto, agotado de energía a causa del ritual que había hecho aquel día, pero sabía que esa noche no podría dormir. Para empezar, tenía demasiado frío, con o sin primavera, y la fina manta no lograba calentarme lo suficiente como para que me sintiese cómodo. Además, no podía apartar a la muchacha muerta de mis pensamientos.

¿Quién había sido? ¿De dónde procedía para morir de modo tan ignominioso en las calles de Middenheim? ¿Su muerte tenía algo que ver con su identidad, o sencillamente había sido casual? Tal vez estaba en la taberna equivocada y le había dicho una palabra amable al hombre equivocado. que la había llevado a un callejón oscuro al aproximarse el alba, y la había apuñalado una y otra vez con un cuchillo corto, inclinando cuidadosamente la hoja para hacer que el ataque pareciese producto del frenesí. Luego le había amputado un brazo para reemplazarlo por algo inhumano y, tras esconder el brazo real -debía llevar un saco consigo, probablemente uno grande e impermeable-, se había marchado.

Podía visualizar el tipo de hombre que debía ser, pero en ese preciso momento no estaba interesado en él. Quería imaginarla a ella.

Había sido hermosa alguna vez. Posiblemente, era hermosa la noche anterior: lo que quedaba de su complexión no tenía las mejillas coloradotas debidas al alcohol que presentaban las prostitutas habituales. Arrugas de risa marcaban apenas la piel fresca que le rodeaba la boca y los ojos, y no llevaba pintura alguna en el rostro. No se trataba de una mujer que se hubiese valido de sus encantos físicos para ganar dinero; no, durante mucho tiempo, en todo caso.

¿Qué había traído a aquella belleza de Norse hasta Middenheim? Los de Norse eran demasiado pragmáticos y realistas para creerse las viejas historias sobre la ciudad de lo alto del risco, según las cuales tenía las calles pavimentadas con el oro extraído de la montaña que había debajo. Hasta allí la había llevado algo más que los sueños de otras ciudades y fortunas fáciles. Probablemente, había sido un comerciante o un viajero -tal vez de Norsca, aunque quizá no, ya que eran leales a los suyos, sobre todo cuando se hallaban en el extranjero-, quien la había abandonado cuando ella miró a otro hombre o quedó embarazada, o sucedió cualquiera de las otras mil cosas por las que un hombre rompe las promesas hechas a una mujer.

¿Cuánto tiempo habría pasado desde que la estabilidad y el amor que ella creía poseer se revelaron como una broma hueca? Las ropas que llevaba parecían bastante nuevas y seguramente demasiado costosas para el tipo de mujer que iba a beber a La Rata Ahogada, así que era probable que no llevase mucho tiempo en las calles, a menos que le hubiese robado a alguien recientemente. No; la gente puede disimular cuando está viva, pero el rostro de un muerto revela el verdadero carácter que hay tras él, y en lo que quedaba de sus rasgos no había visto nada del delincuente de poca monta. Y tampoco había en él nada de la prostituta endurecida y desgastada. Era nuevo, para ella, eso de tener que valerse de sus encantos y de un vestido escotado para ganarse la vida, o al menos demasiado nuevo para que pudiera diferenciar entre el tipo de hombre que sería bueno con ella y el que detestaba a las mujeres así y no quería nada más que hacerles daño.

Alguien de la ciudad tenía que saber quién era, y yo quería bendecirla con su verdadero nombre cuando la sepultara. Alguien lo sabía. Podría ser la persona que la había matado, y eso significaba que debía encontrarla. Nadie de La Rata Ahogada admitiría recordar nada de la noche anterior… Era esa clase de lugar, y ni siquiera el miedo a Morr los persuadiría para que hablaran.

Se oyó un sonido débil, una repentina vibración que recorrió todo el edificio del templo. Volvió a producirse pocos segundos después. Luego, hubo una pausa, y de nuevo se escuchó una tercera vez. Procedente de algún lugar situado más abajo del pasillo, llegó el sonido de un raspar de madera, el golpe de una puerta abierta de súbito y pasos que corrían. Por un instante, pensé en levantarme e investigar, pero decidí que aún estaba demasiado cansado debido al ritual, y me di la vuelta en la cama. Que lo averiguara Zimmerman. Si tanto defendía su condición de jefe del templo, que acarreara con una parte de la responsabilidad que conllevaba el cargo. Volví a sumirme en mis pensamientos.

Ese brazo…, el brazo que no era de ella. Todo se reducía a eso. Había modos más fáciles de propagar el miedo al Caos y la mutación en una ciudad como Middenheim que el de falsear el asesinato de una mutante en un callejón. Así pues, ¿por qué? La única razón que se me ocurría, era que un mutante muerto provocaría una investigación oficial, mucho papeleo y probablemente un ascenso para alguien de la guardia. Quizá se llevaría a cabo una cacería de brujas, y un par de viejas serían quemadas. Y el templo se vería implicado porque nosotros tendríamos que hacer la disección del cadáver y redactar el informe oficial, lo cual significaba que éste sería el primer lugar al que se llevaría el cuerpo. Pero ¿por qué? ¿Y por qué el cadáver de una belleza de Norsca, alta y de piel blanca, tan anónima como yo, en vez de una prostituta local?

Se oyó un alarido y me desperté de golpe; debía haberme quedado dormido. Alguien corría por el pasillo al que daba mi habitación y gritaba algo. Se oyó un estrépito lejano.

Problemas. Salí a toda velocidad y me puse el hábito mientras caminaba. Estaba oscuro y no pude ver a nadie a la débil luz de la luna, pero de la nave principal del templo me llegaba mucho ruido, así que me encaminé hacia allí. La luz oscilante y los gritos me dijeron que iba en la dirección correcta. La puerta de comunicación estaba abierta…; no, había sido arrancada de los goznes y yacía en el suelo. Salté por encima de ella y entré en la nave principal.

Era un desastre, como si por allí hubiese pasado una tempestad. Todo estaba destrozado. Las Llamas Eternas habían vuelto a apagarse, pero a la débil luz de las lámparas de noche situadas en las columnas, pude ver a tres sacerdotes, dos pertrechados con armas improvisadas -una escoba y una vara de oficio-, que se movían en círculos, pero a prudente distancia de alguien. Era ella.

***

Era ella. El rostro que yo había estado imaginando cuando yacía en mi cama sonreía estúpidamente, con una sonrisa muerta. Tenía un aspecto fatal, como le sucedería a cualquiera a quien hubiesen asesinado el día anterior. Sus movimientos eran convulsivos, bruscos, y no parecía haber luz en sus ojos ni expresión en su rostro muerto, excepto aquella sonrisa alelada. Con el único brazo que tenía aferraba el torso del hermano Rickard; el resto del cuerpo yacía a pocos metros de distancia. Mientras la observaba, soltó el cuerpo y comenzó a volver la cabeza de un lado a otro, como si intentara percibir algo con algún extraño sentido inhumano. Parecía que… No sé qué parecía.

—¡No os acerquéis!

Era el padre Zimmerman. Dudo que ninguno de nosotros tuviese intención alguna de acercarse más. Adoptó una postura teatral y comenzó a entonar una oración. Por el sonido de las palabras se trataba de un ritual, pero no era uno que yo reconociera. La cabeza de la mujer se irguió de repente, como si hubiese encontrado lo que buscaba, y a continuación avanzó con paso lento y rígido hacia él.

—¡Padre! ¡Aléjate! -chillé, mientras buscaba desesperadamente un arma con la que defenderme.

El culto de Morr nunca se ha lucido por su armamento, y sus templarios no están precisamente preparados para la batalla. El cadáver avanzó otro paso hacia el padre. El no cesaba de entonar las palabras, entonces con mayor rapidez, y a su rostro afloraba el pánico. Yo podría haber corrido para arrastrarlo a una distancia segura, pero no lo hice; en cambio, huí hacia el altar mayor. Allí se encontraba el disco plano del gran cuenco, cuyo chapado de oro y el espeso líquido que contenía destellaban en la suave luz. Detrás de mí, se oyó un alarido agudo, como el de una vieja.

Rodeé el cuenco con las manos y lo levanté. Era pesado, y el líquido chapoteaba entre los someros bordes. Al volverme, oí el chasquido, y en un instante vi morir al padre Zimmerman, cuya columna vertebral había quedado partida como si fuese una ramita seca. La muerta soltó el cuerpo, que cayó al suelo entre temblores.

Yo avancé con pasos medidos por el suelo cubierto de baldosas de mármol. El líquido se mecía dentro del gran cuenco y se derramaba un poco a cada paso. El cadáver-marioneta movía la cabeza de un lado a otro en busca de un nuevo objetivo, mientras yo me iba acercando. Los otros dos sacerdotes retrocedieron para alejarse de nosotros. Ya estaba a cuatro metros de distancia, a tres… Su cabeza giró hacia mí. y el rostro destrozado desnudó los dientes para dedicarme una sonrisa muerta.

Le lancé el gran cuenco, y el contenido salió volando hacia ella como un aguacero. No sólo era agua, sino también aceite bendecido para ungir a los deudos. La cubrió y empapó los restos de las prendas que una vez habían sido elegantes. El cuenco se estrelló contra el suelo con estrépito, y rodó hasta quedar boca abajo. Retrocedí de un salto, cogí una lámpara de noche del nicho en que estaba, en la columna más cercana, y se la lancé a la empapada abominación.

Fue como una flor al abrirse, o como el sol cuando sale entre las nubes. El templo quedó inundado por la luz de la mujer en llamas. Ardía. Algo en ella tuvo que percibir lo que estaba sucediendo porque comenzó a debatirse contra las llamas. Cayó, su cuerpo crujió, y percibí olor a asado.

Los otros dos sacerdotes -Ralf, según pude ver, y Pieter- estaban inmóviles a causa de la conmoción y observaban cómo ardían el cuerpo y el templo. Yo no tenía tiempo para eso; me encaminé hacia las puertas principales y salí al feroz frío de la noche. La mente trabajaba a toda velocidad mientras caminaba: mujeres de Norsca muertas, brazos desaparecidos, cadáveres animados. En los escalones encontré a Gilbertus, que subía.

—¿Adonde vas? -preguntó.

—A dar la alarma.

—Ya lo he hecho yo. ¿Qué era?

—Un cadáver animado. Alguien estaba controlándolo. El padre ha muerto.

—¡Ah! -No pareció sorprendido-. ¿Volverás dentro?

—No -respondí-. Para empezar, hay un incendio, y además, sé quién mató a esa muchacha.

—¡Ah! ¿Quién?

—Un nigromante -contesté-. Un nigromante agraviado.

***

Si uno quiere información sobre agravios, debe hablar con un enano. No me entusiasmaba la idea de tener que ir a ver a aquel enano en particular a tales horas de la noche; no, porque fuese a estar en la cama -sabía que no sería así-, sino debido al lugar en que se encontraba. La zona de Altquartier ya resultaba bastante desagradable durante el día, pero pasada la media noche era de lo peor: las fulanas más tiradas, los delincuentes más insignificantes y la gente más desesperada. Y en el corazón de aquella zona estaba La Casa Bretoniana.

Iluminado por la dura luz de la luna, el lugar parecía tan cochambroso como yo lo recordaba: una pequeña y vieja taberna, con el frente pintado de negro, cristales rajados en las ventanas y olor rancio a col hervida que se filtraba desde el comedor barato de la planta superior. Parecía cerrado, pero sabía que no podía estarlo; los lugares como ése nunca están cerrados si el patrón o dueño te debe un favor. En tiempos anteriores, había pasado allí buenas veladas, había obtenido datos útiles y me había peleado dos veces. Esperaba que eso último no se repitiera esa noche.

Llamé a la puerta que, pasados unos segundos, se abrió con un crujido.

—¿Quién es?

—Estoy buscando a Alfric Medianariz.

—¿Quién lo busca?

—Dile… -hice una pausa-. Dile que lo busca el hombre que fue Dieter Brossmann.

La puerta se cerró. Podía imaginar la conversación que tenía lugar al otro lado. Transcurrido un largo minuto, la hoja volvió a abrirse para dejar a la vista a un hombre bajo y achaparrado, con un corte de pelo en forma de cuenco.

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