Lenya pensó que se volvería loca sin remedio, aferrada a Aric mientras cabalgaban a toda velocidad a través del caos. Seres esqueléticos y demacrados, hechos de humo, los rodeaban, riendo y llamándolos. Aric apenas podía evitar que el caballo se espantara. El trueno era tan sonoro y el rayo tan brillante que hacían pedazos el cielo.
—¡Lenya! ¡Lenya!
La muchacha se dio cuenta de que se habían detenido y desmontó. Estaba empapada y contusa por el granizo que continuaba cayendo. Ayudó a Aric a bajar del caballo, ya que el joven llevaba en alto la antorcha hecha con su martillo, que ardía con luz resplandeciente. «¿Será eso lo que ha evitado que los espectros nos tocaran?», se preguntó Lenya. Aún podía verlos en torno a ellos, fluctuantes fantasmas que se movían a gran velocidad, de un blanco transparente como el hielo que se forma en los cristales de las ventanas.
—¿Dónde estamos? -preguntó por encima del estruendo de la tormenta.
Aric señaló con la antorcha. Ante ellos se alzaba una curiosa casa en forma de torre. Por la calle, cerca de ella, vagaban caballos de guerra, caballos templarios que arrastraban las riendas y levantaban las patas al estallar los rayos.
—Nordgarten -respondió-. No puedo decirte qué encontraremos allí dentro. Podría ser…
—¿Peor que esto? -preguntó ella a la vez que avanzaba y tiraba de él-. Lo dudo. ¡Vamos!
Los seres humosos que los rodeaban estaban reuniéndose, aumentando de número, alumbrando la calle con su horrible luminosidad. Lenya intentaba no mirarlos, intentaba no oír sus susurros.
Llegaron a la puerta rota, y Lenya ayudó a Aric, que cojeaba, a entrar.
***
«Extraño -pensó Kruza-. Todavía estoy vivo.»
Se palpó el cuerpo para asegurarse de que aún estaba de una pieza. El gigantesco wyrm pasaba entonces de largo. Había atacado y descuartizado a más aullantes adoradores situados a pocos pasos de él.
«Con esta suerte, debería marcharme ahora mismo a las salas de apuestas», pensó, estúpidamente. Se volvió para mirar a la enorme criatura sinuosa que pasaba, masticando y matando.
«Soy invisible -pensó-. ¡Ulric me sonríe, soy invisible! ¡No puede verme!»
Se puso de pie y recogió una espada; no era la suya, que se había perdido en la confusión. Era una de hoja larga y con guarda de cazoleta que había dejado caer una de las bestiales criaturas.
Podía ver a Anspach y Morgenstern que alzaban los martillos para hacerle frente al wyrm mientras los adoradores se dispersaban en torno a ellos. «Valientes condenados -pensó-. ¿Qué pueden esperar hacer contra eso?»
«¿Qué puedo hacer yo?»
El pensamiento se demoró dentro de su mente. Kruza no sabía cómo, pero estaba seguro de que se había salvado gracias a Resollador. Esa noche los muertos volvían a caminar en libertad, y de algún modo Resollador había intervenido y había compartido generosamente su talento de invisibilidad con él.
«No, no es así. Ha permanecido conmigo durante todo el tiempo. Dentro de mi cabeza. Estaba esperando a que lo llamara.»
Comprobó el equilibrio de la espada, y luego echó a andar con calma hacia la culebreante bestia que había dejado detrás de ella una estela de sangre y trozos de cadáveres, y que no dio señales de verlo. Él se acercó hasta el escamoso flanco, lo bastante como para oír su rasposa respiración, como para percibir su fragante aroma a limpio. Estaba gritando y matando otra vez. Morgenstern y Anspach serían los siguientes.
Kruza alzó una mano que posó, plana, sobre la escamosa piel del flanco del wyrm. Estaba tibio y seco. Sus dedos encontraron un espacio entre las escamas, y dirigió hacia él la punta de la espada. Durante todo ese tiempo, el carterista estaba casi sereno, como si se hallara a salvo dentro de una esfera protectora o en el ojo de un tornado.
Descargó todo su peso corporal contra la empuñadura y clavó la hoja. El wyrm profirió un rugido ronco, que resonó por toda la caverna; fue aún más sonoro que sus anteriores gritos agudos. Una sangre caliente y espesa como jarabe manó en un chorro por la herida y chocó contra Kruza, que cayó al suelo a causa de la tremenda presión.
Se encontraba tumbado de espaldas y empapado en espesa sangre de dragón cuando la monstruosidad comenzó a sufrir convulsiones. Su gigantesca forma serpentina sufrió espasmos y se agitó como un látigo, aplastando a los adoradores bajo su cuerpo y reduciéndolos a pulpa con los golpes de su cola. Morgenstern y Anspach se pusieron a cubierto de un salto.
El wyrm volvió a proferir alaridos agudos, que sacudieron la caverna, a la vez que temblaba violentamente; fueron tres rugidos, cada uno más agudo y sonoro que el anterior. Sus garras dejaban surcos sobre el suelo rocoso, del que arrancaban chispas, y hacían volar esquirlas de piedra en todas direcciones. Sus estertores de muerte mataron a más enemigos que el valiente ataque de los templarios. Pero eran estertores de muerte. Tras un último aullido amargo, el wyrm se desplomó. El suelo se estremeció, su cola se agitó una vez más y cayó, pesada e inerte.
«He matado al maldito dragón», pensó Kruza al desmayarse.
***
Drakken luchaba para mover a Ganz, que estaba consciente sólo a medias y aturdido. Lowenhertz yacía inmóvil sobre la roca de la plataforma, junto al cadáver de Kaspen. El ser cadavérico, jadeando y maltrecho, se volvió con lentitud para mirar al Lobo más joven.
—Os reconozco el mérito, muchacho… -dijo Barakos con tono despectivo a través de los labios de Einholt-. Los Lobos habéis hecho más de lo que yo os creía capaces. Me habéis causado daño. Ahora necesito otro cuerpo.
Avanzó cojeando hacia ellos. Drakken intentó retroceder, trató de arrastrar a Ganz consigo, pero sus huesos partidos se trabaron y frotaron, y durante un segundo perdió el conocimiento a causa del dolor.
Cuando recobró el sentido, tenía a Barakos sobre el rostro, inclinado y sonriendo con malevolencia. El hedor a sepultura de su aliento era horroroso.
—Pero ya es demasiado tarde. Demasiado tarde, con mucho. Todo ha terminado, y yo he ganado.
La criatura muerta sonrió, y el gesto rasgó la carne putrefacta que le rodeaba la boca. Su voz era baja y resonaba con un subtono de poder inhumano.
—Middenheim ha muerto, sacrificado sobre mi altar. Todas esas vidas, millares de ellas, acabadas y derramadas para alimentar el poder que me permitirá un cierto grado de divinidad. No mucho…, apenas el suficiente para convertir este mundo en inmundas cenizas. He necesitado mil eras, pero al fin he triunfado. La muerte me ha dado la vida eterna. Ahora pasarán los últimos momentos, y la ciudad se alzará para asesinarse a sí misma. Entonces estará hecho. Necesito poseer un cuerpo nuevo.
Barakos miraba al aterrado Drakken.
—Eres joven, sólido. Con mis poderes puedo curar en un segundo esa herida. Me servirás. Eres un muchacho apuesto, y siempre he anhelado ser guapo.
—¡No! ¡En el nombre de Ulric! -jadeó Drakken al mismo tiempo que tendía la mano hacia el arma que no tenía.
—Ulric está muerto, muchacho. Ya es hora de que te acostumbres a tu nuevo señor.
—Barakos -dijo una voz, detrás de ellos.
El sacerdote de Morr se encontraba de pie en lo alto de los escalones. La sangre empapaba su hábito y había sufrido una herida en la cabeza que hacía caer un hilo sanguinoliento por su arrugada cara. Abrió una mano, de la que cayó al suelo la daga ensangrentada que le había prestado Lowenhertz.
—Dieter. Dieter Brossmann -dijo Barakos a la vez que se erguía y giraba para encararse con el sacerdote-. Padre, en muchos sentidos has sido mi enemigo más feroz. De no ser por ti, los leales Lobos jamás habrían descubierto la amenaza que yo entrañaba. ¡Y cuando derrotaste a Gilbertus, vaya! ¡Cómo maldije tu alma y nombre!
—Me siento halagado.
—No te sientas halagado. Estarás muerto dentro de pocos instantes. ¡Ah! Sólo tú veías, sólo tú sabías, tenaz, implacable, escondido en tus libros y manuscritos en busca de pistas.
—Un mal tan antiguo como el tuyo es fácil de encontrar -declaró el sacerdote con severidad, y avanzó un paso.
—¿Y por qué te escondiste en los libros, me pregunto?
—¿Qué? -El sacerdote se detuvo por un segundo.
—Dieter Brossmann, un rico comerciante, si bien un poco despiadado. ¿Por qué te volviste hacia el camino de Morr y renunciaste a tu vida en Middenheim?
—No hay tiempo para juegos -contestó el sacerdote, que se puso rígido.
—Pero, claro, fue por tu esposa y tu hijo amados -siseó el cadáver, y como telón de fondo sonó un lejano trueno.
—Están muertos.
—No, no lo están, ¿verdad? Simplemente te abandonaron, te abandonaron y huyeron de ti porque eras brutal, inescrupuloso y cruel. Tú los alejaste de tu lado. No están muertos, ¿verdad? Están vivos, escondidos en Altdorf, con la esperanza de que nunca más puedas encontrarlos.
—No, eso no es…
—¡Es la verdad! En tu mente, los has convertido en muertos, los has enviado junto a Morr para evitar la cruda verdad de que tú destruíste a tu familia con tu crueldad y tu codicia. Fueron la mala conciencia y la negación los que te hicieron fingir que estaban muertos, los que te hicieron seguir el camino de Morr.
El semblante de Dieter Brossmann tenía una expresión tan dura como la roca Fauschlag.
—Pagaré en otra vida por mis crímenes, que Morr me asista. ¿Cuándo pagarás tú por los tuyos?
El sacerdote de Morr volvió a avanzar una vez más y levantó las manos.
—Estás muerto, ¿no es cierto, Barakos? -fue cuanto dijo-. No muerto, en el más allá. Ese cuerpo que ocupas, el del pobre Einholt de la Compañía Blanca, también está muerto. Puede ser que estés a punto de lograr poderes divinos, pero ahora mismo eres un cadáver, así que serás llevado ante Morr.
Un paso más, y el sacerdote comenzó a entonar una letanía funeraria, el Rito Inolvidable. Dieter Brossmann empezó a bendecir el cadáver que estaba de pie ante él, a bendecirlo y protegerlo del mal al mismo tiempo que enviaba a la perdida alma hacia Morr, Señor de la Muerte.
—¡No! -jadeó el ser no muerto, temblando de furor-. ¡No! ¡No, no lo harás! ¡No lo harás!
El sacerdote de Morr continuó entonando la letanía, dirigiendo toda su voluntad y toda la santidad de su obra hacia el ser inmundo que tenía delante.
El ritual, un ritual tan antiguo como Middenheim, entró en el ser y comenzó a desalojarlo con lentitud del cuerpo que ocupaba. La criatura sufrió convulsiones, tosió y vomitó un fluido putrefacto.
—¡No, sacerdote bastardo! ¡No! -y comenzó a insultarlo en un galimatías de mil idiomas.
Fue un intento valiente. Por un momento, Drakken, que lo miraba sin soltar a Ganz, pensó que el sacerdote lo lograría; pero luego la criatura de ultratumba avanzó a tropezones hasta Dieter Brossmann y, vacilante, lo derribó de la plataforma con un violento golpe de su mano no muerta, que lo hizo caer de espaldas.
***
La tormenta cesó de repente y las últimas piedras de granizo repiquetearon sobre la calle. La noche rosada se convulsionó y se tornó negra.
Había llegado el momento, el momento en que aquella cosa inmunda se convertiría en un dios más inmundo aún.
Se apagaron todas las llamas, las velas, las lámparas y las antorchas de la ciudad…, excepto una.
***
Paso a paso, mientras Lenya soportaba su peso, Aric subió a la plataforma. En lo alto se encaró con la cadavérica reliquia que había sido Einholt. Con una mirada rápida vio a los caídos Lowenhertz y Kaspen, y a Drakken que aferraba a Ganz. Eran tantos y habían luchado con tanto ahínco…
—¿Tú… otra vez? -dijo Barakos con voz tronante-. Aric, mi querido muchacho, llegas demasiado tarde.
Aric comenzó a hacer girar el martillo en zumbantes círculos con el brazo sano, mientras la cabeza en llamas formaba anillos de fuego: la Llama Eterna, la llama del Dios del Lobo. El martillo giraba con la piel atada a su cabeza, que ardía con brillantez sobrenatural.
Aric lo dejó volar y lo soltó con la perfección que le había enseñado Jagbald Einholt.
La cabeza del martillo en llamas golpeó a la criatura en el pecho y la derribó de espaldas.
Aric se desplomó, con las fuerzas agotadas.
Lenya miró a la criatura caída y vio que diminutos dedos de Llama Eterna crepitaban sobre el abollado peto y el putrefacto pecho, que luchaba por volver a levantarse. El martillo encendido yacía a su lado, apagándose entre chisporroteos como si fuese la última esperanza que les quedaba, a punto de desvanecerse.