Barakos avanzó un paso hacia él. Lowenhertz golpeó primero y con más rapidez, pero el ser no muerto logró esquivar de algún modo el primer golpe, bloqueó el de retorno y, luego, hizo volar a Lowenhertz limpiamente de la plataforma con un golpe de martillo que le acertó en el vientre.
Al girar, sin mirar siquiera, como si supiera con total precisión dónde estaba cada cosa y cada hombre, invirtió el balanceo del martillo y le partió una clavícula a Drakken cuando el joven Lobo se lanzó hacia él. Drakken profirió un alarido y cayó sobre la piedra.
Barakos se quedó de pie ante el templario, que se retorcía, como si se preguntase cuál era la mejor manera de acabar con él. Profirió una soñadora risa entre dientes con una voz como de jarabe, y luego alzó la mirada. En lo alto de la escalera, Gruber se encontraba de cara a él.
—Otra vez tú, viejo caballero -dijo la criatura que tenía el rostro del viejo amigo de Gruber.
—¡Debería haberte matado en la bodega!
—No puedes matar lo que no tiene vida.
La voz del cadáver era ronca y seca, pero tenía profundidad: un retumbar inhumano, que se curvaba en torno a las palabras como el moho del tiempo curva los bordes de los viejos pergaminos.
Los martillos giraron, y Gruber respondió con furia desenfrenada al ataque del cadáver. Dos golpes, tres; mangos y cabezas girando en golpes y contragolpes.
Gruber hizo una finta a la izquierda y le asestó un golpe oblicuo a la cadera de la criatura, pero ésta pareció no dar siquiera un respingo. Bloqueó el siguiente golpe de Gruber con el centro del mango de su martillo, y luego pateó al Lobo por debajo de las armas trabadas. Gruber retrocedió con paso tambaleante, y el cadáver giró con un amplio golpe devastador, que lanzó al guerrero escalones abajo. El viejo caballero rebotó sobre la piedra, abollándose la armadura con gran estruendo, y se desplomó en la base de la escalera.
La criatura estaba riéndose de Gruber cuando el golpe de Ganz la lanzó volando de espaldas hasta el otro lado de la plataforma. Las correas podridas se partieron y el quijote izquierdo se le desprendió. La malla que había debajo estaba herrumbrosa y, por ella, manaba un negro líquido putrefacto que rezumaba el cadáver que cubría.
Ganz arremetió otra vez, antes de que la criatura pudiese incorporarse. El cadáver logró levantar un brazo para protegerse, pero el arma de Ganz le golpeó la mano de la que arrancó el deslucido guantelete, que se llevó pegados consigo varios dedos en medio de un reguero de fluido maloliente y eslabones de malla partidos.
Ganz rugió como un lobo dominante y describió un giro con el martillo. Ya podía saborear la victoria, saborearla como…
La criatura se recobró, inestable pero feroz, y lo atacó con un golpe frenético mal ejecutado.
La parte lisa de la cabeza del martillo golpeó el cuello y la oreja de Ganz; el templario sintió cómo se le partía el pómulo. Su cabeza giró a causa de la fuerza del golpe, y él salió despedido y dio dos pasos antes de caer sobre manos y rodillas. De la boca, le manó un reguero de sangre, que cayó sobre la piedra, entre sus manos. El mundo dio un vuelco, y las voces y estruendo de la lucha le retumbaron en la cabeza como si los escuchara debajo del agua.
Con el semblante blanco de dolor, Drakken tiró de Ganz con su brazo sano y profirió un alarido cuando el esfuerzo frotó los extremos partidos de su clavícula, entre sí.
—¡Muévete! ¡Muévete! -jadeó.
Ganz era un peso muerto, que apenas podía aguantarse sobre las manos. El cadáver avanzó hacia ellos. Entonces reía a carcajadas y una furia rosada ardía en su ojo sano. Abrió la boca, y goteó pus alrededor de las babeadas encías y los dientes ennegrecidos. Flexionó ambas manos sobre el mango del martillo, haciendo caso omiso de los dedos que le faltaban.
Lowenhertz apareció de repente entre el cadáver y los dos templarios heridos. Respiraba con dificultad, entrecortadamente, y su pancera estaba muy abollada. La sangre le corría por la parte delantera de las piernas acorazadas.
—Se… te… negará… la… victoria -dijo Lowenhertz, arrastrando las palabras una tras otra.
—Os destruiré a todos -le contestó la criatura.
El trueno resonó en la periferia de las palabras. Al pronunciarlas, dos gusanos cayeron de su boca y se le quedaron adheridos a la parte delantera de la coraza.
—Asegúrate… de… hacerlo -jadeó Lowenhertz-. Porque… mientras… uno solo… de nosotros… sobreviva… se te… negará… la victoria.
Lowenhertz le lanzó un golpe a la criatura, que lo esquivó con destreza, pero el caballero invirtió el giro de modo repentino con un despliegue de fuerza de brazo del que no debería haber sido capaz alguien que se encontraba en su estado. El golpe impactó contra un flanco del cadáver, cuya oxidada armadura se partió, a la vez que se rompían las correas que la sujetaban. Las costillas se partieron como ramitas secas, y una materia marrón y viscosa manó junto con más gusanos mezclados.
La criatura se tambaleó y posó la cabeza del martillo de Einholt en el suelo para apoyarse en el arma y no caer. Lowenhertz estuvo a punto de sufrir una arcada a causa del hedor que manaba de ella. Se trataba del olor de siempre, el olor a muerte cargado de especias y podredumbre del desván de su abuelo, el olor de las monstruosas tumbas de las lejanas tierras meridionales. Pero entonces era cien veces peor.
Lowenhertz avanzó un paso para volver a golpear con el martillo, pero la criatura lo apartó de un golpe asestado con su mano libre.
Kaspen profirió un alarido al cargar; al fin, llegaba a la plataforma, dejando tras de sí un sendero de adoradores muertos. Sus cabellos rojos ondeaban detrás de él, y estaba empapado de pies a cabeza en sangre, tan rojo como su melena.
—¡Einholt! -bramó con ganas de descargar el martillo, de matar a aquella cosa inmunda. Pero aún era Einholt, su viejo amigo-. Por amor a todo lo que hemos compartido, camaradas del Lobo, hijos de Ulric, por favor, Jagbald, po…
El antiguo amigo mató a Kaspen de un solo golpe.
***
El dragón, el gran reptil, el Ouroboros, acometía dentro de la caverna como una encarnación de la muerte. Su largo cuello grueso como el torso de un caballo y acorazado por pálidas escamas del tamaño de un escudo de caballero, se encogió en forma de S como el cuello de un cisne, al prepararse para atacar. Su cabeza en forma de cuña, provista de pico y de cuernos negros, era del tamaño de un carro de heno. Sus ojos eran insondables perlas negras, espejos de impenetrable terror. No podía adivinarse de dónde procedía; lo único que se sabía era que vivía y se retorcía en su inmunda no muerte. Y bramaba, chillando la eterna cólera que le inspiraban los vivos.
Kruza retrocedió con paso tambaleante y cayó al tropezar con uno de los incontables cadáveres que sembraban el piso.
—No, no… imposible -tartamudeó.
Curvas garras, grandes como el muslo de un hombre, se hundían en la roca donde se apoyaba la gigantesca criatura. Su cola, muy larga y delgada, azotaba hacia los lados y hacía volar por el aire a los adoradores que proferían alaridos, o los partía como si fuesen tallos de maíz. El wyrm emitió un sonido que salió de las profundidades de su vasta garganta, potente y agudo como un viento grotesco. Las escamas de su cuerpo eran de color dorado verdoso, como monedas deslucidas, pero la gigantesca cabeza era blanca como el hueso.
El cuello se movió con brusquedad cuando la curva se estiró de repente como un látigo, y lanzó la cabeza hacia adelante y abajo a la velocidad del rayo. El pico se cerró con un chasquido, desgarrando y matando adoradores. Alzó la cabeza para masticar y tragar los restos de los cuerpos, y luego volvió a atacar. Estaba frenético, incontrolable, y mataba todo lo que veía.
—¿Cómo podemos luchar contra eso? -jadeó Kruza cuando Anspach lo cogió.
—¡No podemos! ¡No podemos! ¡Corre! -replicó el templario con el semblante blanco de miedo.
Morgenstern apareció procedente del torbellino de confusión y pánico. Dijo algo, pero sus palabras fueron ahogadas por otro grotesco rugido agudo del wyrm. Se oyó otro entrechocar del pico y más alaridos cuando volvió a atacar.
—¡He… dicho… corred! -repitió Morgenstern, pronunciando las palabras por separado.
—Ése era exactamente mi plan -replicó Anspach.
El trío salió a la carrera entre los enemigos que corrían, para ponerse a cubierto en los nichos y depresiones que había en la pared de la enorme caverna.
Y entonces el mundo desapareció. No había suelo. Kruza iba volando y miraba hacia el humo sulfuroso que se acumulaba en el techo de la caverna.
De modo brusco, el suelo regresó con fuerza bajo él, y el dolor le recorrió el cuerpo como una descarga eléctrica. Rodó sobre sí mismo y miró en torno. La gran cola del wyrm había atravesado la multitud de un golpe, y los había hecho volar a él y a los dos templarios. Por todas partes, había cadáveres destrozados y bestias heridas. Kruza ya no podía ver a Anspach ni a Morgenstern.
Volvió a oírse el agudo grito del wyrm. Entonces Kruza podía oler al monstruo, un olor limpio y seco como el del aceite para cuero o el alcohol de grano.
Se incorporó en cuclillas, preparado para correr…, y se dio cuenta de que tenía al dragón encima.
Kruza alzó la mirada hacia los oscuros ojos perlados del devorador del mundo, el Ouroboros. No había nada en ellos, ni una chispa de inteligencia, raciocinio o vida. No obstante, parecían fijos en él. El cuello de cisne se curvó al retroceder, preparado para atacar, preparado para lanzar el enorme cráneo en forma de flecha hacia adelante, con el pico abierto de par en par.
En el último segundo que le quedaba de vida, Kruza pensó en Resollador, que, inocentemente, lo había llevado a aquel lugar, momento y muerte. «¡Va a matarme un dragón, Resollador! ¿Qué te parece eso, eh? ¿Quién lo habría pensado? ¡Es tan inverosímil que casi resulta gracioso!»
Sin embargo, parecía lo correcto. Le había fallado a Resollador y su amigo había muerto por salvarlo a él. Había llegado la hora de pagar por eso.
«Sólo desearía -pensó Kruza-, sólo desearía ser invisible como tú. Nunca logré averiguar cómo lo hacías, excepto que tenías un don natural. Invisible como tú, sí, eso me gustaría ser.»
El wyrm le rugió su agudo alarido a todo el triste mundo. Su cuello se estiró, la cabeza salió disparada y golpeó.
Como si supiera que el fin se cernía sobre ella, la antigua ciudad de Middenheim se estremeció. El cielo se estiró y partió cuando la tormenta estalló y cayó de la horrible bóveda color magenta. La nieve y el granizo bombardearon los tejados; rompieron algunos, hicieron pedazos los cristales de las ventanas, arrancaron chimeneas y veletas. Los rayos cayeron en las calles y explotaron casas y se desmoronaron torres. Energías de color verde pálido que se retorcían como serpientes envolvieron la Fauschlag. El viaducto norte corcoveó y se derrumbó hacia las profundidades, una extensión de ochocientos metros de piedra arrancada de cuajo.
El templo de Morr, que estaba reconstruido sólo a medias, estalló en llamas de manera espontánea. El fuego era rosado, enfermizo, y al arder hacía un sonido parecido a la risa.
El rayo hirió al templo de Sigmar y derrumbó la parte superior de la torre, que atravesó el techo y cayó dentro de la nave.
El caos y los asesinatos en las calles eran ya abrumadores. La locura de la fiebre y el pánico causado por la tormenta impulsaban a la población a tumultos frenéticos. Las compañías de Lobos que habían salido del templo de Ulric para acudir en ayuda de los hombres de Ganz se vieron atrapadas en un tumulto masivo y se encontraron luchando para salvar sus vidas mientras el rayo hendía la noche, el granizo se precipitaba desde el cielo y la muerte consumía el corazón de la ciudadela de Ulric.
Las sombras y los espíritus estaban por todas partes. Era como si se hubiesen abierto las puertas de la muerte, como si se hubiese permitido que el mundo invisible saliera a vagar por la ciudad. Docenas, centenares de fantasmas, pálidos, flacos y aullantes, bramaban por las calles que los rodeaban. Algunos salían de los terrenos del parque de Morr como vapor llevado por el viento. Muchos emergían a gatas, rielantes, al ascender desde las profundidades del barranco de los Suspiros. Los muertos caminaban en libertad: los vivos estarían muertos dentro de poco.