Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Ganz miró hacia el interior de la gigantesca cámara negra, donde las llamas ardían en centenares de braseros cuya luz se mezclaba con el resplandor blanco de millares de lámparas alquímicas, que pendían ensartadas en cuerdas colgadas de las toscas paredes. Allí había centenares de adoradores ataviados con túnicas, arrodillados, que gemían una plegaria malsana, cuyas palabras hendían el alma del Lobo en docenas de puntos malignos. El aire estaba cargado de olor a podredumbre y muerte.

En el fondo, ante los adoradores congregados, se alzaba una plataforma, un altar, sobre el que había un trono de roca tallado en la propia Fauschlag. En él se encontraba sentada una figura encapuchada que absorbía la adoración.

Detrás de la plataforma, el líquido fuego volcánico eructaba y saltaba al aire, y un humo sulfuroso se acumulaba en las zonas más altas de la caverna. A la izquierda de la cámara había una jaula o caja tan grande como una mansión de Nordgarten, envuelta en lona tratada con alquitrán, que se balanceaba y estremecía.

—¿Qué… hacemos? -tartamudeó Kruza, aunque ya sabía que la respuesta no iba a gustarle.

—Matamos a tantos como podamos -gruñó Von Volk.

—Es un buen plan -dijo Ganz al mismo tiempo que levantaba una mano para contenerlo-; pero me gustaría precisar los detalles.

Señaló con su martillo de guerra a la figura que estaba sentada en el trono, al otro lado.

—Él es nuestro enemigo. Matad a tantos como sea necesario para llegar hasta él. Luego, matadlo a él.

Von Volk asintió con la cabeza, pero Kruza sacudió la suya.

—¡Tu plan no parece en nada mejor que el del Caballero Pantera! ¡Pensaba que los guerreros erais inteligentes! ¡Que empleabais la táctica!

—Esto es la guerra -le gruñó Von Volk-. ¡Si no tienes estómago para esto, márchate! ¡Tu trabajo ha terminado!

—Sí -añadió Drakken, con tono de mofa, desde detrás-. Ya te llamaremos cuando el trabajo esté acabado.

—¡Que Ulric se te coma entero! -le espetó Kruza a Drakken, a la cara-. ¡Acabaré lo que he comenzado!

—En ese caso, estamos de acuerdo -resumió Ganz-. El ser cadavérico es nuestro objetivo. Abríos paso hasta él con todos los medios que podáis. Matadlo. El resto no tiene importancia. -El comandante alzó su martillo-. ¡Ahora! -gritó.

Pero Kruza ya encabezaba la carga con su espada corta en alto, bramando un grito de guerra que le salía del alma. Lobos y Caballeros Pantera lo siguieron, blandiendo sus armas. El sacerdote de Morr cogió a Lowenhertz por un brazo.

—¿Padre?

—¿Podría molestarte para que me dieras un arma?

Lowenhertz parpadeó y desenvainó su daga, que le entregó al sacerdote con la empuñadura por delante.

—No pensaba que tú…

—Tampoco yo -replicó Dieter Brossmann, y dio media vuelta para seguir a los que cargaban.

***

Cayeron sobre los adoradores del no muerto, por la espalda, y mataron a muchos antes de que pudiesen incorporarse. La sangre manó sobre el polvoriento suelo de la cámara de roca.

Formaban tres puntas de lanza: Ganz, con Drakken, Gruber, Lowenhertz, Dorff y Kaspen; Von Volk, con sus Caballeros Pantera, Schell y Schiffer; el tercer grupo lo componían Kruza y Anspach, el sacerdote, Morgenstern y Bruckner. Pisoteaban a la impía congregación tras tajearla y derribarla con sus espadas y martillos. La multitud se levantó para enfrentarse con ellos. Mujeres, hombres y otros seres bestiales, tras quitarse las capas y capuchas, sacaron armas y profirieron estridentes aullidos contra los atacantes. Kruza vio que cada uno llevaba un talismán del devorador del mundo en torno al cuello, todos idénticos al que había cogido Resollador, el que entonces llevaba en la bolsa que colgaba de su cinturón.

El ataque de Von Volk comenzó a fracasar cuando el enemigo se incorporó en gran masa, feroz, en torno a su grupo. Un Caballero Pantera cayó decapitado. Otro se desplomó destripado. Von Volk sufrió una herida en su brazo izquierdo, pero continuó asestándoles golpes a los cuerpos que se incorporaban a su alrededor para hacerle frente.

La criatura que se encontraba sentada en el trono, se puso de pie y contempló, con silenciosa sorpresa, la carnicería que estaba produciéndose en la caverna.

Luego, echó la cabeza atrás y la celebró con una atroz carcajada atronadora.

—¡Muerte! ¡Más muerte! ¡Incontables muertes!

El grupo de Kruza se trabó en una feroz lucha en el lado derecho de la caverna. Los adoradores los rodeaban por todas partes. Kruza asestaba estocadas con su espada, tajeaba y giraba. Nunca había visto nada como eso. El torbellino, el calor, la bruma de sangre que flotaba en el aire, el ruido… Aquello era la guerra de verdad, algo que jamás pensó que experimentaría, ni siquiera en sus más descabellados sueños. Un carterista como él… ¡haciendo la guerra! A su lado, Anspach, Bruckner y Morgenstern golpeaban a la frenética muchedumbre con sus martillos.

Una criatura bestial ataviada con una túnica, de piel color ceniza, ojos vidriosos y morro de cabra, profirió un rugido dirigido a él. Kruza, que tenía la espada atascada dentro del último enemigo, dio un respingo. Una daga cercenó el cuello de la criatura.

El sacerdote de Morr bajó los ojos hacia la ensangrentada hoja que tenía en la mano.

—Morr está conmigo -repetía para sí y en voz baja-. Morr está conmigo.

Kruza giró en redondo y ensartó a una mujer rabiosa que estaba a punto de reducir la estatura del sacerdote en una cabeza.

Morgenstern destrozó una cara con un golpe de martillo.

—Esto me recuerda la lucha de la Puerta de Kern -comentó con una risa entre dientes.

—¡A ti todo te recuerda la lucha de la Puerta de Kern! -le rugió el corpulento guerrero rubio, Bruckner, a la vez que golpeaba a la apiñada muchedumbre con su martillo.

—¡Eso es porque está senil! -gritó Anspach, balanceando el martillo hacia abajo para describir un círculo vertical y estrellarlo contra un cráneo que se aplastó, complaciente.

—¡No lo estoy! -refunfuñó Morgenstern mientras hacía girar el martillo a diestra y siniestra, destruyendo cuerpos.

—No, está…

La voz de Bruckner se apagó. Su boca se movió para terminar la frase, pero por ella sólo salió sangre. Una punta de lanza tan larga como una hoja de espada lo había ensartado por la espalda. Bajó los ojos hacia el acero que le sobresalía del peto; la sangre manaba como de un surtidor. Le salió más sangre por la boca, donde hizo espuma, y el Lobo cayó.

—¡Bruckner! -bramó Morgenstern, en cuya mente Bruckner pareció caer lentamente, con los largos cabellos ensangrentados, para estrellarse contra el suelo.

Un furor candente encendió la mente de Morgenstern. que, como un oso, se sacudió de encima a los adoradores que estaban intentando aferrado y los arrojó a un lado. De hecho, uno de ellos salió despedido a unos dos metros de altura por la mera fuerza del brazo del Lobo. Gritando como un loco, Morgenstern se lanzó hacia la muchedumbre de enemigos. Estaba frenético y la densa masa de adoradores retrocedió y se separó bajo su acometida, destrozada al no lograr apartarse de su camino. La sangre y los trozos de carne y hueso salían volando en torno a la temeraria cólera del Lobo Blanco.

Kruza miró con horror al asesinado Bruckner, y se dio cuenta de que había creído invulnerables a aquellos Lobos, como si fueran hombres dioses que caminaban por el campo de batalla del mundo sin correr peligro. A pesar de todo lo que lo rodeaba, se había sentido seguro con ellos, como si la inmortalidad fuese contagiosa.

Pero Bruckner estaba muerto. No era más que un hombre muerto, no un dios Lobo. Todos podían morir. Todos eran sólo hombres, muy pocos hombres rodeados por un enemigo salvaje que los superaba en número por cinco a uno, o más.

Una mano lo cogió por detrás y lo empujó hacia el suelo. Anspach bloqueó el ataque de otros dos adoradores ante los que Kruza, en su conmocionado aturdimiento, había quedado desprotegido; luego, los mató.

—¡Levántate! ¡Lucha! -le gritó Anspach.

Kruza temblaba cuando se puso de pie. Las criaturas ataviadas con túnicas, aullantes y hediondas, los rodeaban por todas partes. Kruza alzó la espada y le cubrió la espalda a Anspach.

—Yo… me quedé ausente por un momento -explicó el carterista mientras su espada chocaba con la de un adorador.

—¡Conmoción, miedo, vacilación…, esas cosas te matarán con más rapidez que cualquier arma! ¡Bruckner está muerto! ¡Muerto! ¡Ódialos por eso! ¡Usa el odio! -chilló Anspach.

Dijo algo más, pero entonces hablaba de modo incoherente y las lágrimas de rabia bajaban en abundancia por su cara manchada de sangre.

De pronto, Kruza lo vio, y el mundo se volvió del revés. La conmoción y el pánico habían quitado la cobertura de lona de la jaula que temblaba cerca de ellos. La frenética criatura que apareció dentro de la jaula era una imposibilidad para el carterista. La mente de Kruza se negaba a aceptarla.

Un adorador abrió la jaula, y el grandioso dragón gruñente salió para devorarlos a todos, luego al mundo y finalmente a sí mismo.

***

La espada de Von Volk se partió dentro del pecho hendido, y él la tiró. Tres de sus Caballeros Pantera estaban muertos, aplastados bajo la frenética muchedumbre. Schell, el Lobo, lo llamó con voz bramante y le lanzó una espada que había capturado, que giró sobre los extremos por encima de la multitud; Von Volk la atrapó limpiamente y volvió a atacar.

Detrás de él, en medio de un grupo de aullantes adoradores, Schiffer cayó, herido y golpeado por docenas de enemigos. Su último acto fue bramar el nombre de su dios en los rostros de las bestias que lo apuñalaban y golpeaban. Una punta de lanza clavada directamente dentro de su boca abierta lo silenció para siempre.

Von Volk vio que el nervudo templario Schell se volvía y arremetía para apartar la carroña de adoradores del destrozado cadáver de Schiffer. Lo aferró para detenerlo.

—¡No! ¡No, Schell! ¡Está muerto! ¡Debemos continuar luchando hacia adelante para llegar al trono! ¡Debemos hacerlo!

—¡Martillos de Ulric! -gritó Schell con furia al mismo tiempo que se volvía en la dirección indicada para continuar luchando junto al capitán-. ¡Ahogadlos en sangre! ¡Ahogadlos en sangre!

Continuaron avanzando juntos, con los otros Caballeros Pantera a los flancos, abriendo una brecha de muertos entre la masa de herejes.

Ganz fue el primero en separarse de la masa y cargar contra la plataforma. Lowenhertz iba detrás de él, con Drakken y Gruber. Kaspen aún estaba atrapado en la terrible refriega.

Dorff había muerto. Kaspen lo había visto caer un momento antes, cortado en pedazos por frenéticos adoradores. Sus desafinados silbidos ya nunca volverían a oírse en la Compañía Blanca. Kaspen se mantuvo firme, con la roja melena empapada en sangre, aullando como un lobo de los bosques al mismo tiempo que hacía girar el martillo. Se mantuvo firme y se enfrentó con la partida de adoradores que corrían hacia ellos, en parte para darles tiempo a su comandante y demás compañeros para que llegaran al trono, y en parte para hacerles pagar a aquellos bastardos, uno a uno, por la muerte de Dorff.

Ganz llegó a los escalones de piedra de la plataforma. Una vez en lo alto, la figura encapuchada se quitó la túnica y se rió de él. La luz del fuego volcánico que tenía detrás hizo que la armadura que el templario llevaba puesta brillase como si estuviera al rojo vivo. Un ojo rosado destelló.

—¡Einholt! -jadeó Ganz.

Ya sabía de antemano con qué iba a encararse, pero a pesar de eso lo trastornó. «Einholt, Einholt… Que Ulric salve mi alma…»

—¡Ah, pero si aquí somos todos amigos! -resolló la criatura al mismo tiempo que llamaba a Ganz con un gesto.

El comandante de la Compañía Blanca vio que la armadura que llevaba estaba comenzando a ser atacada por el óxido y la corrosión. La piel del sonriente rostro de Einholt era verdosa y empezaba a despedir mal olor. Hedía a podredumbre, a sepultura. La criatura le tendió una mano.

—Llámame por mi verdadero nombre, Ganz. Llámame Barakos.

Ganz no respondió, sino que se lanzó hacia la monstruosidad con el martillo girando en un amplio arco horizontal. Pero la criatura medio podrida fue más rápida, aterradoramente rápida, y arrojó a Ganz a un lado con un feroz golpe del martillo de guerra de Einholt. Ganz cayó y, a causa del tremendo impacto, tuvo que sostener el peto abollado y las costillas partidas bajo el mismo. Intentó levantarse, pero no podía respirar. Sus pulmones se negaban a dejar entrar el aire. La visión se le tornó brillante y brumosa, y sintió un sabor a cobre en la boca.

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