Las rocas y los insultos llovieron sobre ellos, procedentes de un grupo de sombras reunidas en una curva de la calle por la que corrían. Una casa había sido saqueada e incendiada. Había cuerpos enroscados sobre la nieve manchada. A uno lo habían ensartado cabeza abajo contra una pared, y bajo él habían puesto cuencos para recoger la sangre con la que hacer más inscripciones.
—Bueno -reflexionó Anspach en voz alta, dirigiéndose a todos los que lo rodeaban-. ¿Qué probabilidades calculáis que tenemos esta noche? ¡Tengo una bolsa de monedas de oro que dice que podemos acabar con ese monstruo aunque su aspecto sea el de uno de los nuestros! ¡Apuesto tres a uno! ¡Es más de lo que os darían los Bajos Reyes!
—¿Y quién estará vivo para cobrar en caso de que pierdas? -preguntó Bruckner con acritud.
—Él tiene razón -gritó Kruza al mismo tiempo que se volvía para mirar atrás-. ¡Presentas bien la apuesta, pero las probabilidades son del tipo que te ofrecería Bleyden!
Los Lobos profirieron sonoras carcajadas y, al oírlos, Ganz se alegró de que pudiesen mantener el ánimo tan alto.
—¿Conoces a Bleyden? -preguntó Anspach a la vez que avanzaba, sinceramente interesado.
—¿Acaso no lo conoce todo el mundo? -preguntó el sacerdote con sequedad.
—Esto no es para tus oídos -le aseguró Anspach, y volvió a mirar a Kruza-. ¿Lo conoces?
—Es como un padre para mí -respondió Kruza, e incluso por encima del ruido de los cascos de los caballos, los Lobos pudieron captar la cáustica ironía del tono de su voz, así que volvieron a reír.
—Hay un asunto de una deuda… -prosiguió Anspach sin hacer caso de las chanzas-. Si pudieras decirle unas palabras…
—¿Quieres decir, si sobrevivimos a esta noche? -preguntó Kruza con dulzura, zarandeado por su montura.
—¡Ah!, yo me aseguraré de que llegues con vida al final -le respondió Anspach con seriedad.
—¡Ya lo ves, muchacho! -intervino Morgenstern-. ¡Tienes a Anspach como tu ángel de la guarda! ¡Ahora no deberías temer a nada en el mundo!
Más carcajadas, más pullas y chanzas. Ganz los dejaba bromear. Quería que estuviesen preparados cuando llegara el momento. Los quería llenos de júbilo, de confianza, llenos de la fuerza de Ulric.
Giraron en la calle siguiente. Estaba desierta, y la nieve se adhería a todas las superficies horizontales como una piel. Ganz hizo que el caballo aminorara hasta marcar al paso, y los demás formaron una doble fila detrás de él.
—¿Kruza?
Kruza miró a su alrededor, aunque sabía con total exactitud dónde estaba. La alta torre estrecha y peculiar era tal cual la recordaba, la tenía grabada en la mente; la esbelta torre con las ventanas estrechas y aquella aguja extrañamente curvilínea que ascendía en suaves ondas hasta la diminuta cúpula que la remataba; la galería de troneras bajo la base de la aguja. La segunda torre circular pegada al flanco del edificio principal, del ancho de tal vez dos hombres en fondo, pero con su propia cúpula diminuta y más de aquellas extrañas ventanas estrechas como ranuras.
Era un lugar grabado a fuego en su mente; un lugar de horror, magia inmunda y muerte. Levantó una mano para señalarla.
—Allí es, Lobo -dijo.
***
Despertó a causa de un lejano ruido de lucha, y el dolor regresó a su cuerpo como una marea. Pero entonces era más suave, se sentía como si flotara.
Aric levantó los ojos desde la cama. Le latía el brazo, como había latido aquel único ojo rosado.
A la oscilante luz del fuego de la habitación de huéspedes, vio que la muchacha, Lenya, cogía un vaso de caliente líquido de color marrón de una bandeja de plata que había llevado un cadavérico anciano vestido de brocado, tocado con una peluca y empolvado.
—¿Necesitarás algo más? El caballero está pálido.
—Con eso bastará, Breugal -respondió Lenya, y el chambelán asintió con la cabeza y se marchó de la habitación.
—¡No tienes ni idea de lo divertido que resulta esto! -rió ella-. ¡Los sirvientes del palacio, incluso Breugal con sus delirios de grandeza, se atrepellan unos a otros para ayudarme a atender al pobre, valiente caballero que salvó la vida del embajador!
—¿Así que está vivo?
Lenya casi dejó caer el vaso a causa del sobresalto.
—¿Estás despierto!
Aric se incorporó trabajosamente hasta quedar sentado contra las almohadas.
—Sí, ¿por qué? ¿Con quién estabas hablando?
—¡Hummm…! Conmigo misma.
—¿Está vivo el bretoniano?
—Sí… Toma, bébete esto.
Le sostuvo el vaso para ayudarlo a beber. Era un líquido picante, cargado de especias.
—¿Qué es?
—Un tónico. Está hecho según una receta que me enseñó mi hermano. ¡El chambelán jefe lo ha preparado con sus propias manos, por si lo quieres saber!
Aric sonrió ante el contagioso buen humor de la muchacha. El calor del bálsamo le invadía el cuerpo, y ya se sentía mejor.
—Tu hermano conoce una buena receta.
—Conocía -lo corrigió ella.
—¿Era ese tal Resollador, el muchacho del que estuvo hablando el carterista?
—Se llamaba Stefan; pero, sí, era Resollador.
—Le daré las gracias cuando lo vea.
—Pero…
—Lo sé, lo sé. El carterista dice que ha muerto, pero, por su valentía, no dudo que Ulric lo ha llevado a su salón. Allí le daré las gracias cuando yo llegue.
Ella pensó durante un momento en lo que acababa de decir el Lobo, y luego asintió con la cabeza. La sonrisa volvió a sus labios.
Aric se alegró de eso. Podía ver por qué Drakken amaba a aquella muchacha. Estaba tan llena de brío y energía que a veces eclipsaban su belleza. Pero la belleza estaba allí. Sus ojos vividos y luminosos como el hielo, su cabello tan oscuro…
—He oído ruido de lucha -dijo él.
—El Caballero Pantera Ulgrind está rechazando a los pocos locos que quedan. Ahora se ha contagiado la servidumbre. El cocinero atacó a algunos pajes, y una dama anciana le clavó a un criado sus agujas de bordar.
—¿El Graf está a salvo? ¿Y su familia?
—Aislados por Ulgrind en el ala este. -Lenya bajó los ojos hacia él y le acercó el vaso para que volviera a beber-. Dicen que la ciudad está volviéndose loca: criaturas salvajes, asesinatos en las calles. Nunca quise venir aquí, y ahora desearía no haberlo hecho nunca.
—¿Te gusta Linz?
—Echo de menos el campo abierto. Las pasturas y los bosques. Echo de menos a mi padre y a mi madre. Cuando trabajaba en la casa del Margrave, los visitaba cada semana.
Ahora les escribo todos los meses, y envío la carta con la diligencia de Linz.
—¿Te ha escrito tu padre?
—Por supuesto que no. No sabe escribir. -Hizo una pausa-. Pero me envió esto.
Le enseñó un broche barato de plata ennegrecida que sujetaba un bucle de cabello tan oscuro como el de la muchacha.
—Era de su madre. El rizo es del cabello de mi madre. Hizo que el sacerdote local escribiera mi nombre y dirección en el paquete. Bastaba para hacerme saber que había recibido mis cartas.
—Estás muy lejos de tu hogar, Lenya.
—¿Y tú?
—Mi hogar está colina abajo, en el templo de Ulric -replicó Aric con voz queda, y bebió un poco más de tónico.
—Me refiero a antes de eso.
Lenya se sentó en la silla de respaldo alto que había junto a la cama que tenía cuatro columnas en las esquinas.
—No hubo nada antes de eso. Fui un niño expósito, abandonado en los escalones del templo a las pocas horas de nacer. La vida del templo es lo único que he conocido.
—¿Todos los Lobos ingresan en el templo de la misma forma? -preguntó ella tras pensar durante un momento.
Con la atención puesta en el brazo fracturado, él se irguió un poco más a la vez que reía a carcajadas.
—No, por supuesto que no. A algunos los presentan como candidatos cuando son niños, hijos de buenas familias o de estirpes militares. Tu Drakken, por ejemplo, ingresó a los dieciocho años, después de servir en la guardia de la ciudad; al igual que Bruckner, aunque era un poco más joven, me parece. Lowenhertz era hijo de un Caballero Pantera. Llegó a edad avanzada a la Compañía Blanca. Tardó un poco en encontrar su lugar. Anspach era un carterista, un muchacho de la calle sin parientes, cuando el propio Jurgen lo reclutó. Ahí hay una historia que Jurgen nunca contó y que Anspach se niega a relatar. Dorff, Schell y Schiffer eran todos soldados del ejército del Imperio y fueron enviados a nuestro templo con el consentimiento de sus camaradas. Otros hombres, como Gruber y Ganz, son hijos de Lobos que han seguido los pasos de sus padres.
—¿Tú eres hijo de un Lobo?
—A menudo pienso que sí. Me gusta pensarlo. Creo que por eso me dejaron en la escalera del templo.
Lenya guardó silencio durante un rato.
—¿Y el grande, Morgenstern?
—Hijo de un comerciante, al que su padre propuso para ingresar en el templo cuando vio lo fuerte que era. Ha estado con nosotros desde la adolescencia.
—¿Así que sois todos diferentes? ¿Todos con un origen distinto?
—Igualados todos por Ulric, en su santo servicio.
—¿Y Einholt? -preguntó ella, tras una pausa.
El guardó silencio durante un rato, como si luchara con sus pensamientos.
—Era hijo de un Lobo, y estuvo al servicio del templo desde la infancia. Era de la vieja guardia…, como Jurgen. Reclutaba y entrenaba; a Kaspen, por ejemplo. A mí, cuando llegó el momento. Hubo otros.
—¿Otros?
—Los caídos, los muertos. La hermandad tiene un precio, Lenya de Linz.
Ella sonrió y alzó un dedo para imponerle silencio.
—Calla ya, que hablas como si yo fuera una dama de alta cuna.
—A los ojos de Drakken, lo eres. Deberías alegrarte de eso.
—Temo por él -dijo ella, de repente-. Había algo en su rostro cuando se marchó… Como si hubiese cometido un error y quisiera enmendarlo.
—Krieg no necesita demostrar nada.
Ella se puso de pie y apartó los ojos de Aric para dirigirlos hacia el resplandor del fuego.
—Fue porque estaba conmigo, ¿verdad? Vino a verme; de hecho, me hizo un favor. Abandonó su puesto, ¿no es cierto? Por eso estás herido.
Aric bajó las piernas de la cama e hizo una pausa momentánea para luchar contra el dolor del brazo.
—¡No! -exclamó-. No…; él fue fiel. Fiel a la compañía una y otra vez. Con independencia de lo que él piense, de cualquier error que haya cometido, yo lo absuelvo. Me salvó.
—¿También salvará a la ciudad? -preguntó Lenya con los ojos fijos en las brasas del hogar.
—Confío en que sí.
—¿Qué estas haciendo? -preguntó ella al mismo tiempo que se volvía súbitamente a mirarlo, horrorizada-. ¡Vuelve a acostarte, Aric! Tu brazo…
—Me duele muchísimo, pero está entablillado. Busca mi armadura.
—¿Tu armadura?
Aric le dedicó una sonrisa mientras intentaba que el dolor no se le reflejara en el rostro.
—No puedo permitir que ellos se lleven toda la gloria, ¿no te parece?
—¡Entonces, yo te acompaño!
—No.
—¡Sí!
—Lenya…
Lo aferró por los hombros con tal rudeza que él hizo una mueca de dolor, y entonces ella retrocedió y le pidió disculpas.
—Necesito estar con Drakken. Necesito encontrarlo. Si tú vas, cosa que no deberías hacer con las heridas que tienes…, ¡si tú vas, digo, yo te acompaño!
—No creo que…
—¿Quieres la armadura? ¡Hagamos un trato!
Aric se puso de pie, se balanceó y recobró el equilibrio.
—Sí, quiero mi armadura. Ve a buscarla, y nos marcharemos.
***
Aguardaron durante un momento en el exterior, donde sus caballos formaban un amplio semicírculo ante las arqueadas puertas principales. Él momento fue lo bastante largo como para que la nieve comenzara a acumularse en sus hombros y cabezas. En torno a ellos resonaban los bramidos de la ciudad. En lo alto, un trueno de nevisca, como el estruendo que harían unas montañas al moverse, estremeció el aire.
—Había una puerta pequeña en la parte trasera -dijo Kruza, de repente-. Por allí entramos Resollador y yo…
—Ya ha pasado hace mucho el tiempo de escabullirse, amigo mío -lo interrumpió Ganz, que se volvió para mirarlo.
Granz cogió el martillo de la sujeción de la silla y lo hizo girar una vez para relajar el brazo.
—¡Martillos de Ulric! ¡Caballeros Pantera! ¿Estáis conmigo?
El emocionado «¡Sí!» quedó medio ahogado por el atronar de los cascos del caballo de Ganz cuando éste lo lanzó al galope y hundió las puertas con un potente golpe ascendente de su martillo. La madera se partió y cedió. Tras detener al caballo durante un momento, Ganz se agachó y cabalgó a través del arco delantero de la torre.
El caballo entró en un vestíbulo pavimentado lo bastante alto como para que pudiera erguirse otra vez sobre la silla. Las llamas de las lámparas que estaban en las sujeciones de las paredes oscilaron a causa de la repentina corriente de aire, y la nieve entró alrededor de él. La estancia estaba bañada en una luz amarillenta, y allí el olor a leche agria era inconfundible. Cuando Gruber y Schell entraron tras él, agachados sobre los corceles, Ganz había desmontado y recorría el entorno con la mirada.