—En el nombre del Graf… -jadeó Von Volk, con lágrimas en los ojos-. En nombre de toda la creación, ¿qué hemos tenido que hacer aquí esta noche? Mis hombres…, mis…
Morgenstern se arrodilló ante Von Volk y aferró las apretadas manos del caballero entre sus poderosas manazas.
—Tú has cumplido con tu deber, y que Ulric y Sigmar te lo paguen. Esta noche reina la locura colectiva en el palacio de Middenheim, y tú has cumplido bien con tu deber y para acabar con ella. Llora a estas pobres almas, sí. Yo me uniré a ti en eso, pero estaban alterados, Von Volk; no eran los hombres que tú conocías. El mal se había apoderado de ellos. Tú hiciste lo correcto.
Von Volk alzó la mirada hacia el rostro del obeso Lobo Blanco.
—Tú lo has dicho. No eran ellos.
—A pesar de eso, hiciste lo correcto. Les debemos lealtad a los nuestros, pero cuando el mal ataca, nuestra lealtad más auténtica es para la Corona.
Morgenstern sacó la petaca, y Von Volk bebió con ansiedad el licor que le ofrecía.
—Esto es sólo el comienzo de los horrores con los que puede ser que tengamos que enfrentarnos a partir de ahora -les advirtió Anspach mientras ayudaba a Von Volk a levantarse.
El capitán de los Caballeros Pantera asintió con la cabeza, se enjugó la boca y bebió otro largo trago de agua de fuego.
—Que Sigmar proteja a todos los que han hecho esto aquí esta noche, porque yo no tendré misericordia con ellos.
***
Hallaron a Aric tendido boca abajo ante la chimenea de la habitación de huéspedes; tenía sangre pegoteada en el pelo y le manaba más por las articulaciones de la armadura. Dorff y Kaspen lo levantaron, lo tendieron sobre el lecho y le quitaron la armadura. No podían llamar a ningún cirujano porque el médico del palacio estaba atendiendo al embajador bretoniano. El sacerdote de Morr se abrió paso entre ellos.
—Por lo general, atiendo a los muertos, pero sé un poco de medicina, al menos, una o dos cosas.
Con la ayuda de Kaspen, que había sido entrenado en la reducción de fracturas y vendaje de heridas para cubrir las necesidades de la Compañía Blanca en el campo de batalla, Dieter comenzó a curar las heridas del joven caballero.
—Una locura se apoderó de mis hombres -estaba diciendo Von Volk.
—Una locura se está apoderando de la ciudad -lo corrigió Lowenhertz-. Nos hemos enterado de que una magia inmunda impregna este lugar en busca de sus propias metas. La fiebre forma parte de ella. No se trata de una auténtica plaga, pues tiene su origen en la magia y está destinada a infectarnos a todos con la demencia y la alegría de matar. ¿No es así, sacerdote?
El padre Dieter alzó la mirada del entablillado que estaba poniéndole al fracturado brazo izquierdo de Aric.
—Muy cierto, Lowenhertz. La enfermedad que aflige a Middenheim es de naturaleza mágica. Una demencia. Tú has visto los signos, Von Volk. Leíste las palabras de las paredes.
—Una locura que hace que los aquejados maten y vuelvan a matar por la gloria del derramamiento de sangre -añadió Ganz, sin vida ni ánimo en la voz-. Podría afectarnos en cualquier momento. Está propagándose como una peste por todas partes.
—Yo sé cuál es el ser maligno responsable -intervino Drakken, avanzando un paso.
—¿Cuál?
—La criatura con la que luchasteis en la bodega -le dijo Drakken a Gruber-. La cosa de los ojos rosados. Estaba aquí, pero no era una forma de palillo, delicada, sino… -No podía pronunciar el nombre.
—¿Qué? -le gruñó Lowenhertz, impaciente.
Gruber lo mantuvo alejado del joven Lobo pálido que aún estaba a punto de hablar, aunque fue el sacerdote quien completó la frase.
—Einholt.
Todos lo miraron y, luego, volvieron a posar los ojos en Drakken.
—¿Lo era? -inquirió Ganz, y Drakken asintió con la cabeza.
—Decía que era él, pero no lo era. Se había apoderado de su cuerpo como tú podrías coger una capa prestada. Estaba dentro de él. No era Einholt, pero tenía su aspecto.
—Y… luchaba como él. -Aric se incorporó sobre el codo sano para mirarlos a todos-. Era la carne de Einholt, la sangre de Einholt. La destreza y los recuerdos de Einholt. Pero dentro había una cosa vacía y maligna. La criatura dijo que se había apoderado de Einholt por venganza, porque Einholt la había detenido de algún modo…, en la bodega, supongo. Quería un cuerpo, y escogió el de Einholt.
El padre Dieter había acabado de vendar las heridas de Aric, y se llevó a Ganz a un lado.
—Me temo -dijo con tono reacio- que en este caso no estamos tratando sólo con un nigromante.
Ganz se volvió a mirarlo mientras notaba que un sudor helado le bajaba por la espalda.
—Poseer un cuerpo, como explica tu hombre, Aric…, esto es algo más.
—Dijo que su nombre era Barakos -informó Aric, que los escuchaba desde la cama, inclinado hacia adelante.
—¿Barakos? -Dieter se puso a pensar con los ojos alzados-. ¡Vaya!, entonces es verdad.
Ganz aferró al sacerdote de Morr por el pecho del hábito y lo estrelló contra los paneles de madera dura de la regia habitación. Los Lobos y los Caballeros Pantera lo contemplaron, conmocionados.
—¿Lo sabes? ¿Lo sabías?
—Suéltame, Ganz.
—¡¿Lo sabías!?
—¡Suéltame!
Ganz abrió la mano y el padre Dieter se deslizó hacia abajo hasta que sus pies tocaron el suelo. Luego, se frotó la garganta.
—Barakos. El nombre aparecía en las paredes del Agujero del Lobo. Os pregunté a todos si lo conocíais, y me dijisteis que no. Yo mismo lo descarté con la esperanza de que no fuese más que una coincidencia, el nombre de algún comerciante de Arabia que se encontrase ahora en la ciudad y fuese a caer víctima de los asesinatos.
—¿Y qué es, en realidad?
—Nada. Todo -replicó el sacerdote-. En los libros antiguos aparece escrito como «Babrakkos», un nombre que ya era antiguo cuando se fundó Middenheim. Un poder oscuro que no muere, nigromántico. También conocido como Brabaka, y se lo menciona en una canción infantil: ¡Ba ba Barak, ven a ver tu brea! ¿La conoces?
—La conozco.
—Todas estas referencias hacen alusión a una cosa cadavérica pestilente que amenazó Middenheim en los primeros tiempos. Babrakkos. Ahora, tal vez, Barakos. Creo que ha regresado. Creo que vuelve a vivir. Pienso que quiere que la ciudad de Middenheim muera para conjurar la suficiente magia de muerte para convertirse en un dios. Un dios impuro, pero un dios de todas formas, según lo entendemos nosotros, Ganz de la Compañía Blanca.
—Una cosa cadavérica… -Incluso la voz de Ganz estaba sobrecogida-. ¿Cómo luchamos contra una cosa semejante?
—Está claro que ya ha comenzado con su obra -respondió el padre Dieter con un encogimiento de hombros-. Esta noche es su momento. Nosotros tenemos los hombres, pero carecemos del tiempo necesario. Si pudieramos encontrar al enemigo, tal vez podríamos impedírselo, pero…
—Yo sé dónde está -dijo una voz desde la puerta.
Lobos y Caballeros Pantera se volvieron, y Lenya les sonrió mientras Drakken, con aire humilde, la bacía entrar.
—De hecho, yo no lo sé, sino este amigo mío.
Lenya arrastró hacia la luz, detrás de ella y de Drakken, al andrajoso Kruza, y alzó un ornamento, el devorador del mundo, el reptil que se muerde la cola. La luz de las lámparas destelló sobre él.
—Éste es Kruza. Mi amigo. El amigo de mi hermano. Él sabe dónde mora el monstruo.
***
La nieve, en bolitas de hielo, había comenzado a caer otra vez del helado cielo rosáceo. Era como cabalgar hacia el interior del infierno.
El oscuro paisaje urbano estaba punteado por docenas de fuegos; ardían numerosos edificios desde Ostwald hasta Wynd. Los gritos, lamentos y clamores bajaban por las calles que los rodeaban, donde los ciudadanos enloquecidos por la fiebre se peleaban o luchaban en grupos como bestias salvajes. Las calles estaban sembradas de cadáveres, y la nieve formaba sudarios que se endurecían poco a poco sobre los que llevaban más tiempo tendidos. Nombres, escritos con sangre, cera, tinta y hielo cubrían las paredes de las calles y los laterales de los edificios. El aire frío olía a leche agria.
La compañía salió a caballo por las rotas puertas de la verja del palacio y bajó por las empinadas calles de Gafsmund hacia Nordgarten. Ganz iba en cabeza y Gruber, a su lado, llevaba el estandarte. Kruza y el sacerdote montaban testarudos palafrenes cogidos de los establos del palacio, y marchaban cerca de los corceles que iban en cabeza. Kruza no había montado nunca antes en toda su vida, aunque, bien mirado, todo lo que le había sucedido esa noche era nuevo y nada le resultaba grato.
Tras los cuatro jinetes de vanguardia iban Morgenstern, Kaspen, Anspach, Bruckner y Dorff, y a continuación cabalgaban Lowenhertz, Schell, Schiffer y Drakken. Cerca, en apretada formación, el vengativo Von Volk y seis de sus mejores Caballeros Pantera, todos hombres que aún no habían presentado signos de la fiebre. Bertolf, de la Compañía Roja, había salido a galope tendido hacia el templo para llamar a las compañías restantes, con el fin de que los reforzaran. Aric, debido a sus heridas, se había quedado en el palacio, donde el teniente de confianza de Von Volk, Ulgrind, estaba intentando restablecer la calma.
Grupos de ciudadanos dementes les aullaban al pasar, algunos les arrojaban piedras y otros, en su demencia, incluso se atrevían a salir corriendo para retar a los templarios.
En lo alto de una de las empinadas avenidas residenciales, Ganz los detuvo y se volvió a mirar al tembloroso carterista. El comandante de la compañía reflexionó durante un momento sobre el hecho de que el destino de todos ellos, el destino de la ciudad misma, dependiera del tipo de escoria callejera que normalmente le resultaría invisible. El joven no parecía gran cosa, patilargo, delgado y andrajoso, con una expresión que demostraba claramente que preferiría estar en alguna otra parte, en cualquier parte. Pero había acudido a ellos, según decía la chica de Drakken. Había ido al palacio arrostrando la mortal tormenta, impulsado por una necesidad de servir que ni siquiera él podía explicar. De algún modo, pensó Ganz en un momento de maravillosa lucidez, aquello le pareció justo. La inmundicia los amenazaba a todos, y lo correcto era que la ciudad se alzara en pleno para hacerle frente, desde los más altos hasta los más bajos.
—¿Y bien, Kruza? -preguntó Ganz, asegurándose de recordar y usar el nombre del rufián. Quería que el joven supiese que era parte importante de la empresa.
Kruza pensó durante un momento, y luego señaló pendiente abajo.
—Hacia allí, y después la segunda calle a la izquierda.
—¿Estás seguro, Kruza?
—Tanto como puedo estarlo -replicó el carterista.
¿Por qué el corpulento guerrero usaba continuamente su nombre de esa forma? Ya estaba bastante asustado por la noche, las fuerzas malignas y el simple hecho de encontrarse entre aquella compañía de Lobos. De algún modo, el hecho de oír su nombre en los labios de un guerrero de Ulric era lo más terrible de todo. No debería estar allí. Aquello era un disparate.
—¡Vamos, Kruza! ¡Ahí está para cogerlo! -murmuró el sacerdote con tono alentador, junto a él, y Kruza se volvió a mirarlo.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—He dicho que vamos, que nos muestres el lugar -replicó el sacerdote con el entrecejo fruncido, porque podía ver el miedo que acababa de aflorar a los ojos de Kruza-. ¿Qué pasa?
—Sólo fantasmas, padre, las voces de los muertos…, pero creo que usted lo sabe todo sobre eso.
—Demasiado, muchacho, demasiado.
Ganz los condujo a medio galope. Kruza tenía problemas para mantenerse sobre la silla, pero el corpulento Lobo maduro -¿Morgenschell se llamaba?- espoleó su caballo, se situó junto al carterista y cogió las riendas del palafrén.
—Tú sujétate, que yo lo conduciré -dijo con una voz profunda, bien modulada y alentadora.
El corpulento Lobo le dedicó un guiño que hizo sonreír a Kruza. De algún modo, hacía que el gigante acorazado pareciese humano, como el tipo de hombre con el que estaría encantado de sentarse a cenar en La Rata Ahogada. Más que nada, aquel guiño le tranquilizó los nervios. De no haber sido por eso, tal vez habría huido y los habría dejado para que se enfrentaran a su heroica muerte. Fue un guiño que logró que permaneciera con ellos. Kruza se aferró a la parte delantera de la silla mientras el enorme Lobo tiraba de la montura y aceleraba hasta un galope, colina abajo.