Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

—¡No!

—¡Oh, sí, muchacho! -siseó la criatura, y el ojo rosado palpitó cuando comenzó otra vez a describir círculos y el movimiento del martillo aumentó su velocidad-. ¿Nunca pensaste en cómo sería enfrentarte a uno de los tuyos? ¿Nunca entretuviste el ocioso pensamiento de preguntarte quién te vencería, entre los miembros de la Compañía Blanca? ¿Podrías derrotar a Drakken? Posiblemente, pero ese cachorro tiene brío. ¿Tal vez a Ganz, con tu fuerza juvenil? A él, no. ¿A Lowenhertz? Tampoco a él. ¿Y a… Einholt?

Hizo una pausa y le guiñó el lechoso ojo muerto con escalofriante lentitud.

—No tienes la más mínima posibilidad.

El martillo de Einholt salió disparado con destreza y fuerza, interrumpió el regular giro del de Aric y desvió el arma del portaestandarte. Aric profirió un grito cuando el bucle de cuero anudado se le clavó en los dedos al intentar él contrarrestar el golpe. Un segundo más tarde, el ser del ojo rosado le dio un golpe en el pecho con la parte superior de la cabeza del martillo.

Aric retrocedió con el peto abollado y sin aliento. Quiso girar su martillo para desviar el siguiente golpe, pero el antiguo Einholt ya estaba sobre él, sonriendo burlonamente, y tras describir un círculo con el arma, le asestó un golpe que destrozó el avambrazo izquierdo y le partió el hueso.

El dolor destelló como estrellas blancas, como copos de nieve ante el campo visual de Aric, que mantuvo aferrado el martillo con la otra mano a la vez que retrocedía y se estrellaba contra un mueble.

—¡¡Tú no eres Einholt!! -bramó.

—¡Sí, lo soy!

—¡No! ¿Qué eres? ¿Qué eres? ¿La criatura que estaba en la bodega?

El siguiente golpe de la cosa acertó en la cadera derecha de Aric, lo hizo girar y lo derribó de rodillas sobre el hogar.

Aric sufrió una arcada. Estaba quedándose ya sin visión, el brazo izquierdo le colgaba a un lado, partido, y las dos mitades del hueso fracturado le provocaban un dolor insoportable al frotar la una contra la otra con cada movimiento. Luchó para no perder el sentido.

—¿La criatura de la bodega? -preguntó la monstruosidad, y el registro bajo de la voz que a Aric le resultaba tan familiar, volvió a verse distorsionado por los espesos subtonos atronadores-. Soy todos los miedos de esta ciudad y más. Soy el poder que borrará Middenheim del mapa y desangrará a las estrellas hasta secarlas. Soy Barakos.

—¡Bien hallado! -le espetó Aric a la vez que lanzaba un golpe ascendente de martillo con la mano sana.

El impacto hizo retroceder varios metros a la criatura, de cuya mandíbula manaba sangre pulverizada. Al caer, destrozó un soporte para lámpara y un escritorio.

—Jagbald Einholt me entrenó bien -jadeó Aric, y se desplomó sobre la alfombra mientras la conciencia escapaba de su mente atacada por el dolor.

***

Drakken deslizó al embajador del hombro y lo tendió en un diván ornamental. No lograba orientarse. Los gritos y la confusión reinaban en el palacio.

—¡Aquí! -gritó, rodeándose la boca con las manos curvadas-. ¡Aquí! ¡A mí! ¡Traed un cirujano!

Aparecieron dos pajes, codo con codo, le echaron una mirada al comatoso bretoniano, sucio de sangre, que yacía sobre el diván y huyeron profiriendo gritos.

—¿Drakken?

El joven templario se volvió y vio que Olric, de la Compañía Gris, corría hacia él, sudoroso y pálido.

—¿Qué está sucediendo? -tartamudeó.

—¡Asesinato! ¡Malignidad! ¡Magia! ¡Aquí, en el palacio! ¡Deprisa, hermano Lobo! ¡Debemos llevarlo hasta un cirujano!

Olric posó los ojos sobre el hombre postrado, ataviado con regias ropas.

—¡Remotos dioses! ¡Es uno de los nobles extranjeros! Vamos, cógelo por los pies. No, por el extremo del diván; lo usaremos como camilla.

Cogiéndolo por las cortas patas, levantaron el diván en que yacía el embajador. Olric, con el martillo colgado a la espalda, abrió la marcha y retrocedieron por el corredor bajo la oscilante luz de las lámparas.

—¡Caballeros Pantera! ¡Caballeros Pantera! -gritaba-. ¡Mostraos! ¡Llevadnos a la enfermería!

Drakken, que luchaba con el otro extremo del diván, quería explicarse, quería contarle a Olric lo que había visto en las dependencias de huéspedes, pero las palabras se le atascaban en la boca. ¿Cómo podía comenzar siquiera a contarle a aquel compañero templario que Einholt, un miembro de la Compañía Blanca, era el asesino?

Luchaba con las palabras cuando aparecieron seis Caballeros Pantera, que avanzaban con rapidez hacia ellos. Los encabezaba Vogel, con la visera levantada. Los otros, ocultos tras las parrillas de su protección facial, podían ser todos Krass y Guingol, repetidos uno y otra vez, por lo que Drakken sabía. Olric se volvió, luchando con el peso del diván.

—¡Vogel! ¡Qué bien! ¡Míranos, hombre! ¡Se ha cometido un horrendo asesinato!

Los Caballeros Pantera se detuvieron. Vogel se bajó la visera, avanzó y atravesó el torso de Olric con su espadón. Olric bramó y de su boca manaron burbujas de sangre mientras caía; su extremo del diván se estrelló contra el piso de mármol. El noble bretoniano cayó de la improvisada camilla y rodó por el piso, laxo.

Al retirar la espada del cuerpo del templario, Vogel arrancó el espaldar de su armadura. Olric se desplomó de cara sobre un charco de su propia sangre. Los Caballeros Pantera, con Vogel a la cabeza, avanzaron hacia Drakken.

El joven Lobo percibió otra vez el olor a enfermedad, más fuerte y repulsivo que antes. Lecha agria. El olor de la locura y la magia de los muertos.

Vogel se lanzó hacia él, pero Drakken estaba preparado. Se agachó por debajo del brazo de la espada y desvió el golpe con un revés del brazo acorazado. Al mismo tiempo, sacó la daga y clavó profundamente la hoja en el cuello de Vogel a través de la gorguera, hasta la columna vertebral del hombre enloquecido. La sangre salió a chorros a través de las múltiples junturas del brillante casco segmentado del Caballero Pantera. Al caer, Vogel arrastró consigo el cuchillo que tenía clavado y se lo arrebató de la mano a Drakken, que quedó desarmado mientras se le acercaban otros cinco con las espadas dispuestas.

Una onda sonora de piedra contra metal resonó por el pasillo cuando Morgenstern y Anspach cargaron contra los Caballeros Pantera por retaguardia. Anspach derribó al primer enemigo de cara al piso con el espaldar de la ornamentada armadura rasgado y ensangrentado. Morgenstern decapitó a otro con la misma facilidad con que haría volar por el aire un nabo colocado sobre un cubo puesto boca abajo. La cabeza con su casco rebotó contra el techo y se alejó por el suelo con un estrépito metálico.

Los tres Caballeros Pantera restantes se volvieron para hacer frente a la acometida.

Drakken podía oír a Morgenstern y Anspach bramando el grito de guerra de la Compañía Blanca; lo repinan una y otra vez.

—¡Martillos de Ulric! ¡Martillos de Ulric!

El joven Lobo se apoderó de la espada caída de Vogel y se lanzó a la refriega, blandiendo el arma como si fuese un martillo. Tenía un Caballero Pantera encima, el cual blandía la espada con la destreza de un experto.

Drakken bloqueó el golpe como lo habría hecho con el mango del martillo, y saltaron chispas de las hojas. Volvió a acometer al oponente, haciendo girar la espada a dos manos alrededor de su cabeza, como si fuera un martillo, y le abrió al Caballero Pantera un tajo desde el hombro hasta el vientre; la afilada espada hendió la armadura como si estuviese al rojo vivo y el metal fuese hielo.

Con el volumen de su cuerpo, Morgenstern estrelló a un

Caballero Pantera contra la pared del pasillo, y lo mató con golpes demoledores de su martillo. Anspach aplastó el yelmo con penacho del último. Se agruparon, espalda con espalda para defender el caído cuerpo del embajador, en el momento en que docenas de otros Caballeros Pantera cargaban hacia ellos desde ambos lados del corredor.

***

Cesó la granizada y una quietud opresiva se posó sobre la ciudad y la noche. El cielo era una bruma helada de vapores fríos que hacía brillar las estrellas en color rosa, como inyectadas de sangre. El trueno gemía en la quietud como una distante manada de caballos que volviera grupa a lo lejos para realizar el siguiente asalto. Las puertas del palacio estaban cerradas con llave.

—¡Abrid! -bramó Ganz y su caballo corcoveó, lo que obligó al sacerdote a aferrarse al guerrero para no caer.

—¡El palacio está cerrado! -le chilló un Caballero Pantera desde detrás de la verja-. ¡Han dado la alarma! ¡Nadie puede entrar!

Tras calmar a su caballo, Ganz miró más allá y vio las lámparas que destellaban en las ventanas del gran palacio, oyó los gritos, las campanas y los alaridos.

—¡Déjanos entrar! -repitió con una voz que era un trueno por derecho propio.

—¡Volveos! -le contestaron los guardias de la puerta.

Gruber llevó su caballo hasta Ganz y se acercó a las puertas desde un lado al mismo tiempo que hacía girar el martillo. Con su famosa precisión, destrozó el candado que cerraba el pasador de la verja. Luego, hizo que el caballo levantara las patas delanteras y los cascos derribaron las puertas al descender.

Los seis Lobos atravesaron al galope la entrada y los Caballeros Pantera se precipitaron a interceptarlos. ¿Qué podían hacer ante la arrolladora furia de la carga de los hombres del templo de Ulric? Mejor habría sido que intentaran detener a una tormenta, al viento del norte, al rayo. La cosa acabó en cuestión de segundos.

Los Lobos de Ganz saltaron de las monturas ante la entrada del palacio y dejaron sueltos a los caballos de guerra. Con Gruber y el sacerdote de Morr a la cabeza, irrumpieron en el vestíbulo principal y tuvieron que apartarse a un lado cuando un grupo de músicos de la corte y servidores pasaron a toda velocidad ante ellos y se adentraron en la noche. Kaspen cogió a uno por el cuello, un músico que llevaba su laúd aferrado contra el vientre para protegerlo.

—¡Asesinato! ¡Locura! ¡Asesinato! -dijo el hombre con voz estrangulada al mismo tiempo que intentaba liberarse.

—¡Vete! -le espetó Kaspen, y arrojó al hombre al exterior.

Los seis caballeros y el sacerdote atravesaron el enorme espacio y salieron del vestíbulo. En el vasto edificio resonaban gritos, alaridos e incesantes campanillas de mano que daban la alarma.

—Llegamos demasiado tarde -dijo Ganz.

—Nunca se llega demasiado tarde -le espetó Dieter de Morr-. Por aquí.

—¿Adonde vas?

—A las dependencias de invitados.

—¿Y cómo sabes dónde están? -preguntó Ganz.

—Investigación -replicó el sacerdote a la vez que se volvía para sonreírle.

Fue la sonrisa más fría que Ganz había visto en toda su vida.

***

Acorralados contra un rincón y lanzándole golpes a cualquier cosa que se les ponía a tiro, los tres grandes templarios del Lobo formaban en línea, lado a lado. Morgenstern, Anspach y Drakken; dos martillos y una espada novicia contra veinte Caballeros Pantera enloquecidos por la fiebre, que los acorralaban en el fondo del corredor. Entonces había otros cuatro Caballeros Pantera muertos o agonizantes. Los tres Lobos apenas podían contener ya el ataque, mantener las armas enemigas alejadas de ellos.

A través de los apiñados enemigos, Drakken vio que Von Volk y otra docena de Caballeros Pantera cargaban hacia ellos desde el otro extremo del corredor. «Ya está -pensó-. Ahora es cuando la superioridad numérica…»

Von Volk derribó a un Caballero Pantera mediante una estocada, y luego a otro. Él y sus hombres golpeaban por detrás al grupo de locos que había acorralado a los Lobos.

El primer golpe había sido histórico, sin precedentes. Era la primera vez que un sagrado Caballero Pantera mataba a uno de los suyos, pero no pasó mucho rato antes de que dejara de ser la única. Drakken sabía que lo que estaba presenciando era algo extraordinario. Caballeros Pantera contra Caballeros Pantera. Pensó en Einholt. ¿Habría matado un Lobo a otro Lobo?

Pensó en Aric, y el pensamiento le resultó demasiado doloroso para retenerlo.

Morgenstern profirió un bramido e instó a Anspach y Drakken a aplastar a los dementes Caballeros Pantera que luchaban contra Von Volk y su fuerza de rescate.

Al cabo de tres minutos, casi veinticinco nobles Caballeros Pantera yacían muertos o heridos en el piso del corredor. Von Volk se quitó el casco y cayó de rodillas, presa del horror; el yelmo se le deslizó de la mano floja y rodó por el suelo. Sus otros leales caballeros también se arrodillaron o apartaron la mirada, horrorizados ante lo que habían hecho, ante lo que se habían visto obligados a hacer.

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