Ni Lenya ni Franckl hablaron, ni se movieron siquiera. Breugal alzó el bastón y señaló a Franckl con la punta de plata.
—A ti te haré azotar por esto. Y a ti… -La punta del bastón se desplazó con lentitud hacia Lenya, y de pronto Breugal sonrió; una repelente sonrisita de rata, al ocurrírsele una idea-. A ti también te haré azotar.
—¿Hay problemas aquí? -preguntó otra voz.
Todos se volvieron y vieron que había un templario en el marco de la puerta exterior, cuyo gigantesco cuerpo acorazado parecía negro en contraste con la nieve del exterior. Breugal frunció el entrecejo.
—Sólo un asunto doméstico, señor. Estoy solucionándolo.
Drakken salió de la sombra de la puerta y entró.
—¿Cuando tienes tantas cosas que hacer? Señor, eres el maestro de ceremonias, el fulcro del que depende la totalidad de este festín. No tienes tiempo para perseguir a los indolentes.
Breugal calló por un instante. Acababan de halagarlo, sabía que era así, pero aquello no se parecía a ningún otro halago que le hubiesen hecho antes.
—El capitán Von Volk de los Caballeros Pantera les ha ordenado a mis templarios que patrullen el palacio. La disciplina y la seguridad son nuestro deber. El vuestro es encantar al embajador de Bretonia.
—Muy cierto, pero…
—Sin peros -respondió Drakken con sequedad.
Su imponente presencia hizo que Lenya recordara al gladiador encapuchado al que una vez había visto dominar la acción de la plaza de Fieras.
Drakken se inclinó y cogió con gesto indiferente la botella de cerveza de la mano del mudo Franckl.
—Me llevaré a este hombre al patio y la partiré sobre su miserable cabeza. A la muchacha la golpearé con un puño hasta que aprenda corrección. ¿Bastará con eso?
Breugal sonrió sin que la sonrisa llegara a sus ojos.
—Sí, señor templario; pero puedo asegurarte que soy capaz de solucionar esta infracción de…
—Tienes trabajo que hacer -repitió Drakken al mismo tiempo que avanzaba hacia el chambelán, y sus espuelas tintinearon contra el escalón de la cocina-. Y yo también. Es deber de la guardia castigar a todos los entrometidos y malhechores.
—No, esto no es correcto en absoluto -dijo Breugal, de repente-. Vosotros tenéis la guardia, por supuesto, pero…
—El capitán Von Volk fue muy claro al respecto. Todos los entrometidos son asunto de la guardia. El santo y seña es «Viento norte», como estoy seguro de que sabes. Los templarios cumplimos con nuestro deber con una fuerza más feroz que la de cualquier viento del norte.
Breugal sabía que el otro lo superaba en rango, así que retrocedió.
—Estoy en tus manos. ¡Que Sigmar te invista de todo su esplendor!
El chambelán atravesó la cocina al ritmo del golpeteo de su bastón, azotando pajes y gritándoles con saña a los criados de la cocina para compensar su decepción.
—Y que Ulric te muerda el huesudo culo -murmuró Drakken cuando se marchó el hombre de la peluca.
Empujó a Franckl y Lenya al patio, y cerró la puerta. Lenya estaba riendo con sonoras carcajadas, e incluso Franckl sonreía. Drakken le tendió la botella de cerveza al mayordomo, que, primero, dio un respingo porque temió lo peor y, luego, la aceptó.
—Deja un poco para mí -pidió Drakken con una amplia sonrisa,
Franckl asintió con un gesto de cabeza y se alejó a paso rápido hacia el refugio que le proporcionaba la leñera.
Lenya abrazó al templario con alegría, sin hacer caso de la fría dureza de la armadura bajo sus manos y antebrazos.
—¡Me has encontrado, Krieg! -gritó con deleite.
El sonrió y la besó rudamente en la boca.
—Por supuesto -murmuró al separarse sus labios.
—Ganz dijo que estarías aquí.
—Mi comandante tiene razón en todo.
Lenya frunció el entrecejo y se apartó de él, aunque sin dejar de abrazarlo.
—Pero ¿cómo me has encontrado?
—Me escabullí.
—¿De dónde?
—De la patrulla. No me echarán de menos.
—¿Estás seguro? -preguntó ella, curiosa. Tenía la mala sensación de que Drakken estaba corriendo un gran riesgo.
El la besó otra vez, y otra. Sabía que estaba seguro.
***
Los había interrumpido una caravana de féretros que llegaron al porche del templo de Morr, procedentes del distrito de Wynd. El padre Dieter bajó a ayudar a los guardias y a los otros iniciados de Morr a trasladar la miserable carga que traían.
Los templarios del Lobo salieron y permanecieron de pie junto a sus caballos atados, esperando.
—¿Por qué no se lo cuentas, señor? -preguntó Kaspen.
—¿Contarle qué?
—¡Lo referente a Einholt! ¡Por el aliento de Ulric! ¡Ha dicho que su nombre estaba escrito en sangre!
—Ya lo he oído -replicó Ganz en voz baja.
—En eso estoy de acuerdo con Kaspen -intervino Lowenhertz con voz queda, pensando detenidamente. Alzó la mirada hacia Ganz-. Este sacerdote de Morr es un aliado; de eso estoy seguro. ¡Dioses, sabe de qué está hablando! Cuéntale lo de Einholt. ¡Haz que encajen las piezas…, las piezas del rompecabezas que ambos tenéis por separado!
—Tal vez -replicó Ganz.
Gruber se llevó al comandante a un lado.
—Lowenhertz tiene razón. Creo que debemos confiar en este hombre.
—¿Tú confías en él, Wilhelm?
Gruber apartó la mirada y, luego, volvió la vista hacia Ganz y lo miró a los ojos.
—No. Pero sé cuándo vale la pena correr un riesgo, y sé que ahora es una de esas ocasiones. Tú no estabas con nosotros dentro de los túneles de debajo de la Fauschlag. No viste lo que yo vi, lo que vieron Aric y Lowenhertz. No viste lo que vio Einholt.
—Me lo habéis contado; con eso basta.
—¿De verdad? Ganz, ahí abajo había algo tan maligno como nada que yo haya sentido antes, y espero no volver a sentirlo jamás. Había una… cosa. Escapó. Que Ulric se me lleve si no forma parte de esta maldición que está cayendo sobre nuestra ciudad. ¡Y por lo que dice ese sacerdote, también él está enterado del asunto!
Ganz giró y se alejó en silencio. Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando el sacerdote volvió a salir del templo. El hombre estaba limpiándose sangre de las manos con un trozo de sudario. Ganz avanzó hacia él y se detuvieron cara a cara sobre la nieve, al pie de la escalera del templo.
—Ha vuelto a suceder -dijo el padre-. Ahora en Freirburg. Un comerciante rico destripó a toda su familia y criados, y luego se ahorcó. Doce muertos. Doscientos dieciocho nombres en la pared.
—¿Qué?
—Ya me has oído -gruñó Dieter. Sacó un pergamino que llevaba metido en el cinturón, y lo desdobló-. Mis amigos de la guardia copiaron los nombres. Aún no he comenzado a compararlos con los otros, pero ya puedes ver que la cosa va en aumento, ¿no? Con cada asesinato, la lista se hace más larga. ¿Cuántos más, antes de que consten en ella todos los habitantes de la ciudad? Tú, yo, el Graf… -Su voz se apagó.
—Einholt era un querido miembro de la Compañía Blanca. Hace tres meses, demostró un valor singular y… salvó la ciudad. No hay otra forma de describirlo. La salvó de la Oscuridad que acechaba en los túneles de abajo. Luego, una semana más tarde, desapareció. No hemos vuelto a verlo desde entonces.
—Está muerto.
—Eso suponemos nosotros -replicó Ganz, y después se dio cuenta de que la frase del sacerdote era una afirmación, no una sugerencia.
—Sé que es verdad -le aseguró el sacerdote-. Fue algo sencillo buscar en los registros de la ciudad y descubrir la desaparición de Einholt.
Ganz le lanzó una mirada feroz al sacerdote, que alzó las manos con gesto tranquilizador.
—Perdóname por saberlo. No me cabe ninguna duda de que Einholt era el más valiente de vosotros. Mis… fuentes de información me contaron lo que hizo.
—¿Qué clase de sacerdote eres?
El sacerdote de Morr lo miró con expresión hosca.
—De la mejor clase: uno a quien le importa lo que sucede, y uno que sabe.
—¿Qué sabes? -preguntó Ganz con un suspiro de aceptación.
—Consideremos los hechos: una fuerza de nigromancia oscura amenaza la ciudad…
—De acuerdo.
—Hemos visto su marca. Por lo que puedo conjeturar, hace por lo menos un año que está entre nosotros. Ha tenido tiempo para consolidarse firmemente, para planificar, para conspirar, para crecer.
—También de acuerdo.
El sacerdote calló por un momento, mientras su respiración se condensaba en el aire. Ganz advirtió, por primera vez, lo asustado que estaba aquel hombre tras sus modales confiados.
—Como ya he dicho, también hemos visto su símbolo, el reptil que se muerde la cola. Está infligiéndole un enfermedad a Middenheim, una fiebre mágica que corrompe las mentes y las hace obrar a su voluntad por alguna atroz causa que hasta el momento ignoramos.
—¿Ah, sí?
—Tal vez. Su maldición está ahora sobre nosotros, ¿no te parece? Su amenaza ritual nos rodea por todas partes.
—Sí. -Ganz tenía una expresión ceñuda-. ¿Sabes por qué?
El padre Dieter guardó silencio durante un momento, y se miró los pies medio enterrados en la nieve.
—¿El último acto? ¿El definitivo? La confección de las listas rituales de los muertos. A menos que yo sea un estúpido, esas listas incluirán pronto a todas las almas de Middenheim. La nigromancia es muerte mágica. Cuanto mayor la mortandad, mayor es la magia. Según tengo entendido, y créeme, comandante templario, si te digo que no he realizado ningún gran estudio de sus viles aberraciones, funciona mediante el sacrificio. Una sola muerte le permite obrar algunas impiedades. Múltiples muertes obrarán una magia mucho más grande. El sacrificio sangriento de una ciudad…
—¡Que Ulric se me lleve! ¿Podría ser tanto? -dijo Ganz jadeando.
—¿Tanto? ¡Tan poco! Un sacrificio de diez mil almas aquí no es nada comparado con los cientos de miles que serán ofrecidos a los Oscuros si Bretonia entra en guerra con el Imperio. ¿Acaso no se trata de eso? Esta ciudad se encuentra en la cúspide de un conflicto. ¿Qué sacrificio mayor podría ofrecérsele a los inmundos infiernos de la nigromancia que las montañas de muertos asesinados en una guerra abierta?
Ganz le volvió la espalda al sacerdote. Se sentía como si estuviese a punto de vomitar, pero se controló. Habría sido algo indecoroso ante sus hombres, ante extraños.
—Dijiste que debíamos luchar -recordó con voz apenas audible al mismo tiempo que se giraba para mirar de nuevo al sacerdote-. ¿Dónde sugieres que luchemos?
—¿Dónde está Bretonia? ¿Qué lugar es más vulnerable? ¿Dónde reside el poder?
—¡Montad! -les bramó Ganz a sus hombres a la vez que corría por la nieve-. ¡Dirigios hacia la Cuesta del Palacio! ¡Ahora!
—Yo os acompañaré -dijo el padre Brossmann, pero Ganz no lo escuchaba.
—¡Ganz!
Ya sobre su caballo de guerra, Ganz giró a medio galope en el patio cubierto de nieve y vio que el sacerdote de Morr corría tras él, así que estiró un brazo e izó al hombre sobre la grupa del corcel.
—¡Espero que sepas cabalgar! -le espetó.
—En otra vida, sabía -replicó el sacerdote, ceñudo.
Salieron al galope del patio del templo, haciendo volar la nieve en polvo, camino del palacio.
Kruza se agachó para evitar la destellante hoja del arma. El hombre estaba loco, eso resultaba bastante claro para él. A Kruza le recordó la apasionada determinación que había tras la capucha de un verdugo público. La espada rechinó al penetrar en una cruz de vigas hollinientas y quedó atascada. Kruza describió un arco con su espada corta, pero no le acertó al frenético atacante.
El carterista podía ver que el hombre estaba aquejado por la plaga. Tenía la piel pálida y sudorosa, fría y blanca a causa de la fiebre. Arrancó la espada de las vigas y volvió a atacar. El arma era un espadón herrumbroso de mucho más largo alcance que la espada corta de Kruza. La hoja volvió a zumbar en el aire cuando intentó hallar la garganta del carterista, que se agachó, y al levantarse, después de que pasara por encima de su cabeza, le clavó su arma al hombre demente.
La hoja hendió las costillas, las atravesó y penetró en órganos y líquidos internos.
El hombre aquejado por la fiebre se desplomó al mismo tiempo que profería alaridos y sufría convulsiones.
—¡Kruza! ¡Kruza! ¡Kruza! -chillaba el hombre mientras agonizaba.
Kruza, entonces, ya corría hacia la colina del palacio.
***
La nieve que el cielo había tenido atascada en la garganta durante toda la jornada comenzó a caer en abundancia al desaparecer la luz diurna. Apenas era media tarde, pero las nubes que cubrían el cielo hacían que pareciese el principio de la noche. Primero cayeron grandes copos; después descendió la temperatura, y las nubes soltaron aguanieve y una lluvia helada. El agua caía torrencialmente sobre la ciudad y se mezclaba con la nieve que había en el suelo; allí, se congelaba y hacía que la capa de nieve intacta brillara como el vidrio al convertirse en hielo.