La taberna quedó en silencio. Las reyertas eran cosa corriente, pero ver a un templario con la armadura y la piel de lobo preso de una furia asesina…, eso constituía una novedad aterradora.
—¿Dónde?
—¡Un sitio nu…, nuevo, en el barrio antiguo! ¡Una taberna que abrió hace pocos días! ¡Le oí decir a Morgenstern que quería probarla!
—¿Qué sitio nuevo?
—He olvidado…
—¡Recuerda! ¡Que Ulric te maldiga!
—¡El Destino! ¡Así se llama! ¡El Destino! ¡Antes era otra cosa! ¡Ahora es el Destino!
Einholt se lanzó hacia afuera de La Dama Presumida, pero se detuvo en seco. Había cogido al tipo de la barra con el brazo herido, sin pensarlo, y un dolor renovado le recorría la extremidad como un fuego. Debería haberse calmado, haber seguido el consejo de Gruber, haber ido a la enfermería para que le revisaran el brazo. Ya habría tenido tiempo para esta locura al día siguiente. Tiempo… y seguridad. Entonces el sol ya se había ocultado; acababan de tocar a vísperas.
Las sombras estaban por todas partes, las largas sombras del anochecer; negros borrones crepusculares, oscuras manchas de noche. La luz del día no era más que un vago resplandor que desaparecía por encima de la brillante y ciega línea de los tejados, muy fuera de su alcance, aunque hubiese tenido el brazo sano.
Einholt se volvió, jadeante. Alzó una mano para coger uno de los faroles que colgaban en el exterior de La Dama Presumida, y luego gimió y volvió a bajarla al mismo tiempo que blasfemaba. Escupió para limpiarse la boca y volvió a intentarlo con más cuidado, esa vez con el brazo sano mientras que doblaba el herido contra el peto de la armadura. Descolgó el farol del gancho del que pendía y lo sujetó por encima de su cabeza. Quedó rodeado de luz y proyectando una sombra mínima, apenas una mancha bajo sus pies. Con el farol en alto, echó a andar con paso rápido por las calles de Altquartier. Tenía el pulso acelerado, el brazo dolorido y la mente sumida en un torbellino.
Pasado un rato, sentía la necesidad de cambiar el farol de mano, pero el antebrazo magullado era más que inútil. El sudor le escocía en la piel a causa del sostenido esfuerzo de mantener el farol en alto. Era de latón y cristal emplomado, y pesaba como un martillo. En dos ocasiones, tuvo que dejarlo sobre el adoquinado y acuclillarse para quedar dentro de la luz, con el fin de descansar el brazo.
Pero la oscilante luz, tras la esquina siguiente, vio el cartel recién pintado: El Destino, uno de aquellos antros pestilentes de una sola habitación, típicos de lo peor de Altquartier, que cambiaban de manos y de nombre casi de un día para otro. «El Destino.» Sin ganas, rió entre dientes ante aquella ironía. Había encontrado su destino, desde luego. Einholt traspaso la cortina de la entrada.
—¡Morgenstern! ¡Morgenstern del templo de Ulric! -gritó al mismo tiempo que hacía girar el farol.
En la penumbra de la taberna, varios bebedores se apartaron de él y del reclamo de luz que lo rodeaba.
Se adentró más en el hedor y casi tropezó con una tabla de madera tirada en la penumbra. Era el viejo cartel de la posada, su identidad anterior, que habían quitado al hacerse cargo de ella el nuevo dueño.
Entonces se encontraba ante la barra, una hilera de barriles barnizados con una tabla de madera de teca encima. Con un golpe, dejó el farol sobre la teca e hizo añicos un cuenco.
—¿Morgenstern? -jadeó, sin aliento, en la cara de los empleados.
—No hay ningún Morgenstern aquí, templario…, pero si tu nombre es Einholt, hay un tipo allí que te está esperando.
Balanceando el farol como si fuese su tótem personal, Einholt miró hacia donde el individuo indicaba. En el otro extremo de la barra vio… al viejo sacerdote. ¿Cómo, en el nombre de Ulric, había llegado antes que él aquel viejo cojo? ¿Cómo había sabido que acudiría allí?
—¿Padre? ¿Qué es esto, padre?
—Un final de las cosas, Einholt.
—¿Qué?
—¿Quieres beber algo? -preguntó el camarero de la barra con tono jovial al acercarse.
Einholt lo apartó a un lado con rudeza.
—¿Qué quieres decir, padre?
La voz del viejo sacerdote se alzó desde el hábito de olor acre y color amarillento.
—Tú eres el templario que destruyó el hechizo. Rompiste las Mandíbulas del Lobo. Salvaste a tu ciudad.
—Sí, padre.
—Bien. Solamente puedes ser tú. Tú eres el más… culpable de todos.
—¿Qué?
—Tú eres el enemigo más auténtico. No podía tocarte dentro del templo, pero ahora te he hecho salir y entrar en las sombras, donde, por fin, eres vulnerable.
El esquelético sacerdote se volvió con lentitud hacia Einholt, y la capucha cayó hacia atrás. Einholt se sintió espantado por lo que quedó a la vista. Era un templario del Lobo y un servidor de Ulric, que había luchado con hombres bestia y seres de la Oscuridad…, y sin embargo aún no había visto nada tan monstruoso como lo que entonces tenía delante. Einholt retrocedió.
—Mira -dijo la cosa terrible que había fingido ser un sacerdote.
Hizo un gesto con una garra hacia el cartel tirado en el suelo con el que Einholt había tropezado. Entonces, leyó lo que decía: «Eres un hombre valiente. Mantente apartado de las sombras».
Einholt comenzó a gritar, pero la criatura esquelética que vestía con el hábito se movió de modo repentino con una velocidad cegadora, como un borrón. Einholt sabía lo que venía a continuación. Era como… el momento, como el punto culminante del antiguo sueño; el momento que siempre lo había despertado, con la boca seca y la piel mojada, cada noche de los últimos veinte años: el impacto.
Einholt vio cómo su propia sangre se derramaba sobre la oscura y sucia superficie de la barra que tenía a su lado. Oyó un trueno en el exterior; eran los caballos de los jinetes que acudían para llevárselo hacia el mundo invisible, donde las almas perdidas, como las de Drago y Shorack, habían encontrado su miserable destino.
Einholt, mientras la vida escapaba de él como el agua de una botella rota, cayó de través sobre el antiguo cartel. Su sangre, sangre de héroe, más sagrada que la de los hombres mortales, cubrió las desteñidas letras, que decían: «Bienvenidos a la casa de bebida Las Sombras».
«Mantente alejado de las sombras.»
La criatura se encontraba de pie junto a él; de sus dedos huesudos, antiguos, ennegrecidos por el hollín y afilados, goteaba sangre. Las figuras del bar en penumbra que lo rodeaba, clientes y camareros por igual, se desplomaron a la vez como marionetas a las que les cortaran los hilos. De todas formas, hacía horas que estaban muertos.
Los ojos de la criatura relumbraron una vez, dos veces…, de color rosado coral.
MONDSTILLE
Los martillos de Ulric
Ahora me parece, cuando vuelvo los ojos sobre aquel invierno ferozmente duro, que el mal que se nos echó encima hacía mucho, mucho tiempo que se acercaba. Tal vez era el destino de Middenheim. El destino puede ser así de cruel. He visto las marcas de las manos del destino en los pobres cuerpos de incontables hombres y mujeres que han llegado a mis manos. Heridas de puñaladas coléricas, de violencia absurda, de palizas por celos. En el servicio de Morr, he presenciado las múltiples crueldades del destino.
También a mí me ha tratado mal; fue en la época en que yo era un comerciante, antes de emprender el camino de la muerte. La muerte es cruel, pero la vida es aún peor: dura, fría, implacable, como un inhóspito Mondstille en su aspecto más salvaje.
Están los que luchan contra él: el digno Ganz y sus valientes hombres; la muchacha ordeñadora, Lenya; el ladrón callejero. Kruza. ¡Que Morr los proteja! Y también Ulric, y Sigmar; y Shallya. ¡Diantre, que los protejan todos ellos!: cualquiera de esos débiles dioses instalados en lo alto de su mundo invisible, y que afirman guardarnos, pero que simplemente nos observan.
Nos observan. Observan nuestro dolor. Observan nuestra inquietud. Observan nuestro final como la muchedumbre de la plaza de Fieras del Weg Oeste y nos animan a avanzar hacia nuestra torturada muerte.
Ya he oído bastante acerca de los dioses y su mundo invisible. Ya he tenido bastante de esta vida y de cualquier otra.
Soy un hombre de muerte. Me encuentro al borde de todo y observo como los dioses y como los demonios.
Todos nos animan con sus vítores, ¿sabéis? Dioses y demonios por igual. Todos nos animan.
De los documentos de Dieter Brossman, sacerdote de Morr
***
El invierno armó a la ciudad para la guerra. La escarcha, tan gruesa como la hoja de una daga, cubría todas las superficies, y los carámbanos colgaban de todos los aleros y toldos. La nieve, como el vellón que se lleva bajo la armadura, envolvía apretadamente los tejados bajo la coraza de hielo.
Se avecinaba la guerra. En el lejano oeste, a lo largo de la frontera, los ejércitos bretonianos se impacientaban en espera de la primavera, ansiosos por atacar al Imperio con la perfecta excusa de la reciente muerte de la condesa Sofía. A pesar de que los embajadores iban de aquí para allá, realmente nadie dudaba que las naciones entrarían en conflicto en cuanto llegara la primavera. También había corrido la noticia de que en los helados bosques de Drakwald se estaban reuniendo, en gran número, manadas de hombres bestia, que apestaban el aire con su hedor y atacaban asentamientos y ciudades. Nunca antes se habían levantado durante Mondstille. Era como si algo, algo enorme, oscuro y que hedía a malignidad, los sacara de los bosques donde moraban.
Acorazado para la guerra, temblando, nervioso, Middenheim se acuclillaba sobre la cumbre dolorosamente fría de la roca Fauschlag y esperaba la llegada de sus sufrimientos.
Sólo unas pocas almas raras sabían que la verdadera guerra iba a librarse en el interior de la ciudad.
***
El capitán Schtutt, de la guardia de la ciudad, estaba calentándose las manos entumecidas ante el débil fuego del brasero que había en el puesto de guardia de Burgen Bahn cuando oyó unos gemidos lejanos que llegaban desde el escarchado distrito de Osstor. Era poco más de medianoche.
—¡Que Sigmar me azote! ¡Ahora no! -siseó.
Pfalz, Blegel y Fich, sus compañeros del último turno, se volvieron a mirarlo con poco entusiasmo.
—Pfalz, ven conmigo. Vosotros dos quedaos aquí -les dijo a Blegel y Fich.
Ambos parecieron aliviados, como si no quisieran salir al exterior.
Schtutt metió las manos en los mitones, se puso la gorra de cuero sobre la calva cabeza y cogió la lanza y el farol. Pensó en ponerse también la barbera, pero la idea de tener las frías guardas de las mejillas en contacto con la piel le resultó intolerable.
—¡Vamos, Pfalz! ¿Con qué estás perdiendo el tiempo?
Pfalz se puso los guantes y cogió la pica.
—Ya voy, capitán.
—Será sólo un momento -les aseguró Schtutt a Blegel y Fich como si les importara.
Abrió la puerta. El feroz frío de Mondstille lo arañó como un rastrillo de cristal y profirió una exclamación ahogada mientras oía que Pfalz gemía a su lado.
El aire de la noche era diáfano y cortante como el cristal. Schtutt cerró la puerta del puesto de guardia, y ambos salieron arrastrando los pies hacia la oscuridad del invierno.
El capitán se detuvo por un momento y escuchó con la esperanza de que, cualquiera que fuese el problema, se hubiese acabado; o que hubiese sido su imaginación, o que, en cualquier caso, se hubiese congelado. Pero volvió a oírse el gemido…, el miedo.
—¡Vamos! ¡Ocupémonos de eso! -le dijo Schtutt al teniente.
Echaron a andar pesadamente por los adoquines cubiertos de escarcha y crujiente nieve, sobre la que dejaron las únicas huellas posibles a aquella hora. Siguieron los sonidos hasta la siguiente esquina, donde la calle que continuaba a la izquierda caía en una empinada escalera flanqueada por casas inclinadas y cubiertas de nieve. En ese instante, el tembloroso sonido disminuyó por un momento.
—¿Allí? -sugirió Pfalz.
El teniente estaba señalando hacia la derecha con la pica y, luego, se enjugó la mojada nariz con un guante. Schtutt sacudió la cabeza.
—No…, allí…, hacia abajo, en dirección al colegio.
Bajaron los escalones con toda la rapidez que les fue posible. Avanzaban con cuidado para no resbalar sobre el hielo de escarcha que había debajo de la nieve. Lo último que Schtutt deseaba era partirse la cabeza cayendo por las escaleras de Ostweg en medio de la noche.
Ante ellos, en la franja de cielo visible entre los altos edificios de casas de ambos lados, podían comenzar a ver la noble cúpula gris del Real Colegio de Música. Estaba cubierta de nieve y reflejaba la luz de las lunas, de modo que brillaba como si ella misma fuese una pequeña media luna. Volvió a oírse el grito procedente de un callejón situado justo a la izquierda del pie de la escalera. Del bajo arco de entrada del callejón, colgaban agujas de hielo.