Los Martillos De Ulric – Dan Abnett

Shorack alzó las manos y, con un gesto a la vez ligero y cargado de poder insondable, deshizo a uno de los adoradores, que se transformó en un residuo grasiento y humeante. Los olores y hedores del metal y la carne ardiendo colmaron el aire. El mago se estremeció ligeramente y retrocedió un paso, como para recobrar el equilibrio, tras lo cual giró de súbito y destruyó al adorador que se echaba sobre Gruber, sin hacer otra cosa que cerrar una mano en el aire. Por un instante, Lowenhertz advirtió, a través de la feroz refriega, que Shorack volvía a estar con ellos, imponente, seguro, capaz, espeluznante.

Aric partió la cadera de un oponente y una caja torácica. La criatura que había caído en el fuego y chillaba estaba volviendo a levantarse, ennegrecida, ardiendo sin llama y embreada.

Los miró a través de ojos como rendijas sucios de cenizas y fijó la mirada en Shorack. Luego, habló a través de una boca llena de ampollas grasientas y carne que se rajaba.

—Muere -dijo con una voz que pertenecía a algo muerto.

Shorack profirió un alarido, como si su interior estuviese hirviendo. Gruber tendió una mano hacia él; sin embargo, el mago fue arrebatado al aire por cosas que ninguno de ellos podía ver pero todos sintieron: corrientes frías, remolinos de viento helado. Einholt derribó a un enemigo a un lado y tendió una mano para coger la ondulante capa de Shorack. Se daba cuenta, con miedo, de que entonces estaba viendo de verdad los efectos del invisible mundo de Shorack.

El mago ascendió y, girando, se alejó hasta quedar fuera del alcance de ellos; estaba siendo zarandeado y atormentado por la brutal presa de cosas invisibles. Su capa verde, sus ropas, una bota; todo fue arrebatado de su cuerpo y se alejó ondulando en el aire. En su piel aparecieron verdugones y desgarrones sangrantes. Casi completamente desnudo, empapado en sangre y medio muerto, Shorack se estrelló contra el techo abovedado. Se le partieron los huesos. Daba la impresión de que había caído hacia arriba y se había estrellado contra el techo como si fuese el suelo. Una inmensa fuerza invisible lo sostuvo allí, con la espalda contra la piedra y las extremidades extendidas. La sangre se amontonaba en un charco sobre el techo, a su alrededor, en lugar de caer al suelo.

Su rostro destrozado, reducido a una máscara de sangre, les devolvía a Gruber y Einholt, que lo contemplaban, una mirada feroz. Todos los demás Lobos, los Caballeros Pantera y el tileano restante, Lorcha, apenas podían mantener la atención fija en la batalla. Había algo hipnótico en la inexorable y sanguinaria muerte de Shorack.

El mago miraba desde lo alto al frenético rostro de Gruber. Un momento antes de que sus ojos estallaran y su cráneo se hundiera contra el techo, Shorack habló. Sólo fueron ocho palabras que salieron por una boca llena de sangre; el último acto de su vida, un monumental acto de fuerza de voluntad.

—Romped… el… amuleto… Sin… los… símbolos… no… puede…

Ocho palabras. Una novena, quizás una décima, habrían completado la totalidad; pero el significado estaba claro para Gruber.

Una fuerza invisible hizo estallar el cadáver de Shorack por el techo en una lluvia de sangre y carne. Por un momento, quedó adherida como una capa sobre el techo, y luego cayó sobre todos ellos y dejó en el aire una niebla de vapor sanguinoliento de penetrante olor.

Gruber ya se había puesto en marcha con el martillo alzado. Cubierto por la sangre de Shorack, se encontró con dos enemigos que se volvían con las hachas enarboladas para cortarle el paso. Gruber describió un sibilante círculo completo con el martillo, aferrando con ambas manos el bucle de cuero del extremo del mango, y al mismo tiempo desplazó el peso corporal para contrarrestar el giro. Antes de que el círculo concluyera, dos cráneos se partieron como ollas de barro.

Entonces, quedó libre entre los bloques de piedra situados en torno a la hoguera; sobre cada uno, descansaba un precioso icono. Sabía que se encontraba dentro de la ola de un poderosísimo hechizo oscuro, algo invisible que se tejía entre los símbolos. La lengua le cosquilleaba a causa de la electricidad estática, se le erizaba el pelo y había un olor que le irritaba las fosas nasales. Era un olor a corrupción dulzona, como el de un cadáver de una semana. Sabía que era magia, y nunca lo olvidaría. Magia negra. Magia de muerte.

Pensó en Ganz, en el peligroso regreso desde Linz, en cómo había hecho desaparecer a aquellos seres fantasmales al destruir su preciosa garra. Sabía que debía hacer lo mismo… otra vez…, allí…, en ese momento. Había que destruir un símbolo para romper el hechizo. Y entonces supo, con claridad y frialdad al fin, lo que Al-Azir había querido decir realmente.

«No se las puede recuperar. Para vosotros, están perdidas para siempre. Gruber del Lobo, te compadezco, pero admiro tu valentía. ¡Eh! Aunque perderás lo que te es más caro.»

No había alternativa. Estaba escrito -de eso, estaba seguro- en las intrincadas e inalterables obras de las estrellas. Tenía tiempo para asestar un solo golpe y sabía, como Lobo del templo de Ulric, adonde tenía que dirigir ese golpe.

Las Mandíbulas del Lobo, tan sagradas, tan preciosas, cortadas por el propio Artur, destellaban sobre el bloque de piedra que tenía delante.

Levantó el martillo. Algo se le clavó en la espalda y el dolor lo laceró. Gruber gritó. Unas garras le recorrieron la espalda desde los hombros hasta la cintura, rasgando capa, camisote y camisa interior, y abriéndole profundos tajos en la carne. Cayó de rodillas. El ser como una marioneta ennegrecida quedó de pie detrás de él, con las esqueléticas uñas curvas como ganchos teñidas de rojo con la sangre del templario. La marioneta se sacudió, sus ojos no muertos destellaron y derribó a Gruber al suelo de un latigazo. La sangre resbaló por el lado de la cabeza de Gruber donde había impactado el látigo. Durante el resto de su vida, la oreja izquierda seria un informe trozo de cartílago y piel, como una flor a la que le hubiesen arrancado los pétalos.

Jadeando, Gruber alzó la mirada hacia el monstruo que se estremecía y vibraba junto a él. Sus largas extremidades angulosas temblaban y se movían espasmódicamente como una marioneta mal manejada. «O no -pensó Gruber, a cuya mente le confería el dolor una claridad atemorizadora-; más bien como una cosa a medio acabar. Como la parodia de un hombre, un esqueleto que recuerda cómo moverse pero carece de los músculos o los tendones, o la práctica necesaria para hacerlo a voluntad.» Con la luz del fuego por detrás, era lo único que parecía: un gran esqueleto humano, recubierto por restos de piel seca y jirones de mortaja quemados, que se estremecía y sacudía al intentar comportarse otra vez como un hombre, al intentar ser un hombre.

Sólo los ojos estaban completos: fuegos color rosado coral de vivida furia. Los posó sobre él. Los dientes desnudos y hollinientos chasquearon al abrirse y desgarrar la carne seca y ampollada de su larga boca marchita.

—Muere -dijo.

—¡Muere tú! -le gruñó Einholt, que lo acometió por un flanco y lanzó a la horrible cosa al aire con un experto golpe de martillo.

Contorsionándose, la marioneta se alejó hacia la oscuridad del otro lado de la hoguera.

Einholt le echó una sola mirada a Gruber, pero no vaciló. Al parecer, el veterano templario tenía la inteligencia suficiente para haber llegado a la misma conclusión que Gruber. Einholt dio media vuelta con el martillo en alto sobre el bloque de piedra; tenía el aspecto de ser el gran dios que originalmente había tallado Fauschlag para todos los que lo vieron. Luego, las Mandíbulas del Lobo, el precioso icono de la Orden de los Caballeros del Lobo Blanco, se desintegró bajo la cabeza del martillo en un millón de fragmentos que salieron volando.

Y luego…, nada. No hubo ninguna gran explosión, ningún cegador destello, ningún sonido ni frenesí. La bodega simplemente se tornó fría. Las paredes dejaron de respirar. El hedor a magia desapareció y la electricidad estática que cargaba el aire se desvaneció. La hoguera se apagó.

Negrura. Frío. Humedad. Olor a sangre y olor a muerte. Unos pedernales rascaron entre sí y una lucecita atravesó la oscuridad. Alguien había encendido una lámpara. Con ella en la mano, Lorcha avanzó hacia el círculo de bloques de piedra, recuperó la pequeña bolsa de terciopelo y se la metió en el justillo.

—Se ha obrado bien -les dijo a los otros en la oscuridad que lo rodeaba con un acento cargado de vocales tileanas-. Informaré al Cónclave de Magos.

Un momento más tarde, él y su lámpara desaparecieron. Aric encendió una cerilla del paquete que tenía y alzó la pequeña luz amarilla. Lowenhertz hizo lo mismo y encendió la última lámpara de aceite que llevaba él. La luz débil iluminó la cámara empapada en sangre. Con premura, cogieron leña menuda de detrás del fuego para hacer antorchas. Einholt ayudó a Gruber a levantarse del suelo.

—Ulric te ama, hermano Einholt -dijo Gruber al mismo tiempo que lo abrazaba.

—Espero que Ulric también me perdone -replicó el otro.

A la luz de las antorchas, metieron los trofeos en sacos, y Aric le entregó el brazalete de garras de pantera a Von Volk con actitud reverente.

El Caballero Pantera lo cogió y le hizo un gesto de asentimiento al portaestandarte de los Lobos.

—Que Ulric os guarde por lo que habéis hecho aquí. Vuestro sacrificio será conocido por todos los miembros de mi orden.

—Y tal vez nuestras órdenes no serán tan rivales a partir de ahora -sugirió Gruber mientras se acercaba, cojeando-. También se ha derramado sangre vuestra para conseguir esto.

Él y Von Volk se estrecharon la mano en silencio.

—Lo tenemos todo -declaró Einholt. El y Aric cogieron los sacos llenos de los más preciosos objetos para llevarlos de vuelta a la ciudad-. Sugiero que es hora de salir de aquí. La luz que tenemos no durará mucho, y hay ciudadanos de Middenheim que se sentirán aliviados cuando les devolvamos estas baratijas.

Lowenhertz apareció detrás de ellos, con una antorcha en alto. En la mortecina luz, su semblante estaba pálido, pero tenía una expresión decidida.

—No hay…, no hay ni rastro de él, de la cosa que Einholt golpeó. O está destruida, o…

—Ha escapado -concluyó Gruber.

Confesión

El aire que flotaba sobre Middenheim era frío y calmo. Abajo, los vientos hallaban la entrada y salida de todas las calles y callejones, gimiendo a través de las grietas de la piedra y pasando sobre los adoquines húmedos. El otoño había llegado.

Los braseros de la calle tenían más combustible y sus llamas altas lamían las paredes de piedra, cubriendo las superficies negras con una capa de hollín; los fuegos ardían hasta el amanecer. Entonces, la noche llegaba más temprano y para muchos se acortaba la jornada laboral. Los ciudadanos permanecían fuera durante menos tiempo, pues se preparaban para la dureza del invierno que se avecinaba, cuando muchos morirían de frío y a causa de las numerosas enfermedades invernales que aquejaban a la elevada ciudad año tras año.

Para algunos, la estación otoñal sólo significaba que comenzaban y concluían la jornada laboral durante las horas de oscuridad. Uno de ellos era Kruza. Efectuaba su trabajo con pulcritud, y escogía al objetivo final de aquel día. Los últimos comerciantes abandonaban la ciudad en grupos que llevaban antorchas, y entre ellos iba un hombre rotundo, de mediana edad, con un florido arrebol rojo sobre las mejillas y una magnífica nariz bulbosa. Sus bolsillos parecían cargados y, medio ocultos tras el pecho de un largo abrigo bordado que no podía cerrarse sobre el gordo montículo de su pecho, se veían con claridad las correas y cierres de un zurrón. Kruza lo vio cuando salía de una de las mejores cervecerías del límite de Freiburg y lo siguió hasta el extremo norte de Altquartier.

Kruza adelantó con tranquilidad a su objetivo, cuyos bamboleantes y cortos pasos avanzaban con mayor lentitud por los adoquines de la empinada calle. El carterista se detuvo durante un momento y luego regresó sobre sus pasos para comprobar la posición de la bolsa del dinero en el abrigo del comerciante cuando pasó muy cerca de él. La víctima no le prestó ninguna atención.

Kruza ya había examinado a la víctima y estaba a punto de actuar cuando vio algo ante sí. Apartó los ojos del comerciante durante el tiempo suficiente para ver el borde de una larga capa gris que desaparecía por la puerta de una taberna situada al otro lado de la estrecha calle.

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